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– ¡Baba! ¡Baba! -exclamaban los niños corriendo junto a Baedecker. Tendían las palmas y le daban tirones con las manos. Hacía rato que a Baedecker se le habían acabado las monedas-. ¡Baba! ¡Baba!.

Había quedado con Maggie a las dos en la Universidad de Calcuta, pero se había perdido tras bajar del abarrotado autobús antes de lo debido. Debían de ser cerca de las cinco. Los senderos y calles de tierra serpenteaban atrapándolo entre las vías del tren y el río Hooghly. El puente Howrah se le había aparecido varias veces, pero por alguna razón no lograba acercarse. El hedor del río sólo era superado por la pestilencia de las casuchas y el lodo.

– ¡Baba! -La multitud que lo rodeaba era cada vez más numerosa, y no todos los mendigos eran niños. Varios hombres corpulentos lo seguían, parloteando deprisa y tocándolo con brusquedad.

«Culpa mía -pensó Baedecker-. El Americano Feo ataca de nuevo.»

Las chozas no tenían puerta. Correteaban pollos por lugares estrechos. En un estanque de aguas residuales, un grupo de niños y hombres lavaban los flancos negros de un buey somnoliento. En alguna parte de ese apiñado laberinto de chozas una radio de pilas sonaba con estridencia. La música llegó a un crescendo de cuerdas vibrantes que agudizó la creciente ansiedad de Baedecker. Lo seguían treinta o cuarenta personas, y hombres flacos y huraños habían sustituido a los niños. Un hombre con un pañuelo rojo en la cabeza gritaba en lo que Baedecker creyó que era hindi o bengalí. Baedecker meneó la cabeza para dar a entender que no comprendía. El hombre le cerró el paso, agitó los brazos delgados y gritó con más fuerza. Otros hombres de la multitud repitieron algunas frases.

Mucho antes, Baedecker había recogido una piedra pequeña pero pesada. Se llevó la mano al bolsillo de la camisa de safari y palpó la piedra. El tiempo pareció andar más despacio y Baedecker se sintió embargado por la calma.

De pronto alguien soltó un grito, unos niños echaron a correr y la multitud abandonó a Baedecker para lanzarse por una calle lateral. El hombre de pañuelo rojo pronunció una sílaba de despedida y se alejó deprisa. Baedecker aguardó un minuto y luego los siguió, bajando por una senda lodosa a la orilla del río.

Una multitud se había reunido alrededor de algo que había aparecido en el barro. Al principio Baedecker pensó que era un tronco blancuzco, pero luego vio su espantosa simetría y lo reconoció como un cuerpo humano. Era blanco -más blanco que un albino, más blanco que el vientre de un pez- y los gases lo habían hinchado dándole el doble del tamaño normal. Agujeros negros espiaban desde esa masa tumefacta que había sido una cara. Varios niños que antes seguían a Baedecker se acuclillaron cerca de la cosa acariciándola con risitas estridentes. Tenía textura de hongo blanco, y Baedecker pensó en enormes setas pudriéndose al sol. Trozos de carne se hundían o desprendían cuando esos niños risueños palpaban el cuerpo.

Algunos hombres se acercaron y tantearon el cadáver con varas puntiagudas. Retrocedieron cuando el gas escapó con un siseo. La multitud rió. Se acercaron madres con bebés colgados de las caderas.

Baedecker retrocedió, se fue por un callejón, dobló a la derecha sin pensar y de pronto salió a una calle asfaltada. Pasó un tranvía, meciéndose bajo su carga de pasajeros colgados. Dos conductores de triciclos pasaron al trote, trasladando a obesos empresarios indios. Baedecker se detuvo unos segundos en medio del tráfico y llamó un taxi.

– ¿Cómo estás, Richard?

– Muy bien, Hon. Nada que hacer por un par de días. Tom Gavin ha realizado casi todo el trabajo y nos está cuidando muy bien. Dave y yo tendremos que enviarlo a buscar las latas de películas dentro de unas horas. ¿Cómo andan las cosas por allá?

– Espléndidas. Ayer miramos el despegue lunar desde Control de Misión. Nunca nos habías dicho que subía tan deprisa.

– Sí. Fue todo un viaje.

– …quiere… algunas…

– Lo lamento. Repite eso, no te he entendido.

– …decía que Scott quiere decir unas palabras.

– ¡Claro! Pásamelo.

– De acuerdo. Adiós, Richard. Esperamos verte el martes. ¡Adiós!

– ¡Hola, papá!

– Hola, Scott.

– Has salido muy bien en TV. ¿De veras has marcado un récord de velocidad, como han dicho?

– Eh… velocidad terrestre… por conducir en la Luna. Sí, supongo que sí, Scott. Sólo que era Dave quien conducía, así que el récord le corresponde a él.

– Oh.

– Bien, Tigre, tenemos que volver al trabajo. Me ha gustado hablar contigo.

– Oye, papá.

– Eh… enterado, Scott…

– Os veo a los tres en la gran televisión de aquí. ¿Quién conduce el módulo de mando?

– Ah… Buena pregunta, ¿eh, Tom? Durante los dos próximos días, Scott, creo que Isaac Newton se encargará de conducir.

La NASA había pensado que la transmisión en vivo de las familias hablando con los astronautas sería una brillante idea publicitaria. No se volvió a repetir en el siguiente vuelo.

– El ilustre sepulcro de Su Excelsa Majestad Sha Jahan, el Rey Valiente, cuya morada está en el estrellado firmamento. Abandonó este mundo transitorio para viajar al Mundo de la Eternidad en la noche veintiocho del mes de Rahab, en el año 1706 de la Hégira.

Maggie Brown cerró la guía y ambos volvieron la espalda a la prominencia blanca del Taj Mahal. Ninguno de ellos se encontraban con ánimos para valorar la bella arquitectura ni las piedras preciosas incrustadas en el mármol impecable. Afuera esperaban los mendigos. Baedecker y la muchacha cruzaron el pavimento ajedrezado para apoyarse en la baranda y mirar el río. Un chubasco había ahuyentado a todos los turistas, salvo a los más empecinados. El aire era fresco, como durante toda la visita de Baedecker. El sol se ocultaba en el oeste detrás de estratocúmulos negros como magulladuras, pero una luz grisácea impregnaba la escena. El río era ancho y poco profundo, y se desplazaba con la cautivante serenidad de todos los ríos de todas partes.

– Maggie, ¿por qué has seguido a Scott hasta la India?

Maggie miró a Baedecker, alzó ligeramente los hombros, se caló un mechón de pelo rebelde detrás de la oreja. Entornó los ojos como si buscara algo en la otra margen del río.

– No estoy segura. Hacía sólo cinco meses que nos conocíamos cuando él decidió dejar los estudios y venir aquí. Me gustaba Scott… todavía me gusta, pero a veces parece tan inmaduro. Otras veces es como un viejo que se ha olvidado de reír.

– Pero lo has seguido quince mil kilómetros.

Maggie se encogió de hombros.

– El perseguía algo. Los dos nos lo tomábamos en serio…

– ¿Lugares de poder?

– Algo parecido. Sólo que Scott pensaba que si no lo encontraba pronto, no lo encontraría nunca. Dijo que no quería desperdiciar su vida como…

– ¿Como su padre?

– Como tanta gente. Cuando me escribió decidí venir a echar un vistazo. Sólo que para mí es tiempo libre. Pienso terminar mi tesis el año próximo.

– ¿Crees que él lo ha encontrado? -preguntó Baedecker con un hilo de voz.

Maggie Brown irguió la cabeza e inhaló profundamente.

– No creo que haya encontrado nada. Creo que sólo intenta demostrar que puede ser un puñetero gilipollas, con perdón, señor Baedecker.

Baedecker sonrió.

– Maggie, cumpliré cincuenta y tres años en noviembre. Peso diez kilos más que cuando me ganaba la vida como piloto. Mi trabajo apesta. Mi oficina tiene ese mobiliario claro que se usaba en los años 50. Mi esposa se ha divorciado de mí después de veintiocho años de matrimonio y vive con un contable que se tiñe el pelo y se dedica a criar chinchillas. Me pasé dos años tratando de escribir un libro hasta que comprendí que no tenía nada que decir. He pasado casi una semana con una bella muchacha que no usa sostén y ni siquiera he intentado conquistarla. Ahora bien, si quieres decirme que mi hijo, mi único vástago, es un gilipollas, hazlo.

La risa de Maggie resonó en el alto edificio. Una pareja de ancianos ingleses los fulminó con la mirada, como si rieran en una iglesia.

– De acuerdo -dijo Maggie-. Por eso estoy aquí. ¿A qué has venido tú?

Baedecker pestañeó.

– Soy su padre. -Los ojos verdes de Maggie Brown no parpadearon-. Tienes razón, eso no basta. -Se metió la mano en el bolsillo y sacó la medalla de San Cristóbal.

– Mi padre me dio esto cuando ingresé en el Cuerpo de Marines -añadió-. Mi padre y yo no teníamos mucho en común.

– ¿Era católico?

Baedecker rió.

– No, no era católico, era reformista holandés. Pero su abuelo había sido católico. Esto viene de tiempo atrás. -Baedecker le habló del viaje de la medalla a la Luna.

– Cielos -dijo Maggie-. Y San Cristóbal ya ni siquiera es santo, ¿verdad?

– No.

– Eso no importa, ¿verdad?

– No.

Maggie miró hacia el río. La luz se desvanecía. Las lámparas y fogatas relucían a lo largo de una hilera de árboles. Un humo dulzón impregnaba el aire.