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– ¿Sabes cuál es el libro más triste que he leído? -preguntó Maggie.

– No. ¿Cuál es el libro más triste que has leído?

– Los niños del verano. ¿Lo has leído?

– No. Pero recuerdo cuando se publicó. Era un libro de deportes, ¿verdad?

– Sí. El escritor, Roger Khan, buscó a muchos de los tíos que jugaban para los Brooklyn Dodgers en 1952 y 1953.

– Recuerdo esas temporadas -dijo Baedecker-. Duke Snider, Campanella, Billy Cox. ¿Qué tiene de triste? No ganaron la serie, pero tuvieron grandes temporadas.

– Sí, pero eso es todo -dijo Maggie, sorprendiendo a Baedecker con la intensidad de su voz-. Años después, cuando Khan buscó a esos jugadores, ésa seguía siendo su mejor temporada. Es decir, había sido la mejor época de su vida, y la mayoría de ellos se negaba a creerlo. Eran sólo vejetes que firmaban autógrafos y esperaban la muerte, y aún fingían que todavía les esperaba lo mejor.

Baedecker no rió. Asintió. Maggie hojeó la guía con embarazo. Tras un silencio añadió:

– Oye, aquí hay algo interesante.

– ¿Qué dice?

– Dice que el Taj Mahal fue sólo una prueba. El viejo Sha Jahan planeaba construir una tumba aún más grande para sí mismo en la orilla de enfrente. Iba a ser totalmente negra y estaría conectada con el Taj mediante un grácil puente.

– ¿Qué sucedió?

– Hmmm… evidentemente, cuando Sha Jahan murió, su hijo Aurangzeb puso el ataúd del padre junto a Mumtaz Mahal y gastó el dinero en otras cosas.

Ambos movieron la cabeza. Al irse oyeron la vibrante voz del almuecín que convocaba a los musulmanes para la oración. Baedecker se volvió antes de cruzar la puerta principal, pero no miraba el Taj ni su pálida imagen en el estanque. Miraba una alta tumba color ébano con un raudo puente que la conectaba con la otra margen del río.

La luna colgaba encima de los banianos contra el pálido cielo de la madrugada. Baedecker estaba frente al hotel, las manos en los bolsillos, mirando cómo la calle se llenaba de gente y vehículos. Cuando al fin vio que se acercaba Scott, tuvo que mirar de nuevo para asegurarse de que era él. La túnica anaranjada y las sandalias congeniaban con la imagen barbuda de pelo largo, pero ninguno de esos elementos constituía una referencia para Baedecker. Notó que la barba del muchacho, un triste fracaso dos años antes, ahora era poblada y con estrías rojas. Scott se detuvo a unos metros. Los dos se miraron un largo instante y empezaban a sentirse incómodos cuando Scott, haciendo relucir sus blancos dientes, tendió la mano.

– Hola, papá.

– Scott. -El apretón fue firme pero insatisfactorio para Baedecker. Sintió una repentina sensación de pérdida superpuesta con el recuerdo de un niño de siete años, camiseta azul y corte al cepillo, saliendo de la casa a la carrera para arrojarse en brazos del padre.

– ¿Cómo estás, papá?

– Bien, muy bien. ¿Cómo estás tú? Parece que has perdido peso.

– Sólo grasa. Nunca me he sentido mejor. Física y espiritualmente.

Baedecker calló.

– ¿Cómo está mamá? -preguntó Scott.

– Hace meses que no la veo, pero la llamé antes de irme y estaba muy bien. Me pidió que te abrazara en su nombre. También que te rompiera el brazo si no prometías escribir con mayor frecuencia.

El joven se encogió de hombros y movió la mano derecha con el mismo gesto que había hecho después de sus fallos en la Pequeña Liga. Impulsivamente, Baedecker tendió la mano y cogió el brazo del hijo. Era flaco pero fuerte bajo la delgada túnica.

– Vamos, Scott. ¿Qué dices si vamos a desayunar a alguna parte y charlamos en serio?

– No tengo mucho tiempo, papá. El Maestro empieza su primera sesión a las ocho y debo estar allí. Me temo que no dispondré de tiempo libre en los próximos días. Nuestro grupo está pasando por una etapa muy delicada. Es muy fácil romper la conciencia vital. Retrocedería un par de meses en mi progreso.

Baedecker contuvo la primera respuesta que se le ocurrió. Cabeceó envaradamente.

– Bien, aun así hay tiempo para un café, ¿verdad?

– Claro -respondió Scott con un titubeo.

– ¿Adonde vamos? ¿La cafetería del hotel? Parece ser el único sitio alrededor.

– De acuerdo -dijo Scott con una sonrisa condescendiente-. Claro.

La cafetería era una estructura abierta y sombreada junto a los jardines y la piscina. Baedecker pidió bollos y café y vio por el rabillo del ojo a una mujer sudra intocable podando el césped con una guadaña. Los intocables seguían siendo intocables en la India moderna, aunque ya no los llamaran así. Una familia india estaba bañándose en la piscina. El padre y el hijo pequeño eran obesos. Una y otra vez saltaron de pie desde el trampolín, arrojando agua sobre el borde. La madre y las hijas reían ruidosamente desde la mesa.

Los ojos de Scott parecían más profundos e incluso más graves de lo que recordaba Baedecker. Scott siempre había sido solemne, incluso en su infancia. Ahora parecía cansado y su respiración era entrecortada y asmática.

Llegó el desayuno.

– Vaya -dijo Baedecker-. No me ha gustado demasiado la comida india que he probado durante el viaje, pero este café estaba delicioso.

– Muchísimo karma -dijo Scott. Miró dubitativamente la taza y los bollos-. Ni siquiera sabes quién ha preparado esto. Quién lo ha tocado. Quizás ha sido alguien con un pésimo karma.

Baedecker sorbió el café.

– ¿Dónde estás viviendo, Scott?

– Casi siempre en el ashram, o en la granja del Maestro. En las semanas de soledad me alojo en un pequeño hotel indio a varias calles de aquí. Las ventanas no tienen cristales y el lecho es de soga, pero es barato. Y mi entorno físico ya no significa nada para mí.

Baedecker lo miró de hito en hito.

– ¿No? Si es tan barato, ¿dónde ha ido a parar todo el dinero? Tu madre y yo te enviamos casi cuatro mil dólares desde que decidiste venir aquí en enero.

Scott miró hacia la piscina, donde la familia india hacía ruido.

– Oh, ya sabes. Gastos.

– No -murmuró Baedecker-. No sé. ¿Qué clase de gastos?

Scott frunció el entrecejo. Llevaba el pelo muy largo, con raya en medio. Con barba, Scott se parecía a un técnico excéntrico que Baedecker había conocido mientras pilotaba aviones experimentales para la NASA a mediados de los 60.

– Gastos -repitió Scott-. Desplazarse no ha sido barato. He donado la mayor parte al Maestro.

Baedecker notó que la conversación se le escapaba de las manos. Sintió una furia que se había jurado no permitirse.

– ¿Qué quieres decir con eso? ¿Para qué se la donaste? ¿Para que pudiera construir otro teatro aquí? ¿Regresar a Hollywood? ¿Comprar otro pueblo en Oregon?

Scott suspiró y mordió un bollo sin pensar en ello. Se limpió las migajas del bigote.

– Olvídalo, papá.

– ¿Olvidar qué? ¿Que abandonaste tus estudios para venir a gastar dinero en este farsante?

– He dicho que lo olvides.

– ¿Olvidarlo? Al menos podemos hablar del asunto.

– ¿Hablar de qué? -preguntó Scott con voz estridente. Algunas personas los miraron. Un anciano de túnica naranja y sandalias, y cola de caballo, dejó su ejemplar del Times y apagó el cigarrillo, obviamente interesado en la discusión-. ¿Qué diablos sabes de esto? Estás tan enredado en tus patrañas materialistas norteamericanas que no reconocerías la verdad aunque apareciera un día en tu puñetero escritorio.

– Patrañas materialistas -repitió Baedecker. La furia casi se le había agotado-. ¿Y crees que un poco de tantra yoga y unos meses en este país retrasado te conducirán a la verdad?

– No hables de lo que no sabes -replicó Scott.

– Sé de ingeniería -dijo Baedecker-. Sé que no me impresiona un país que no puede manejar un simple sistema telefónico ni construir cloacas. Y reconozco el hambre inútil cuando la veo.

– Pamplinas -dijo Scott, quizá con más sarcasmo del que se proponía-. Sólo porque no comemos carne vacuna de Kansas crees que nos morimos de hambre.

– No hablo de ti. Ni de los que están aquí. Tú puedes volar a casa cuando quieras. Éste es un juego para niños ricos. Hablo de…

– ¿Niños ricos? -Scott soltó una sincera risotada-. ¡Es la primera vez que me llaman niño rico! Recuerdo cuando no me querías dar una condenada semanada de cincuenta céntimos porque pensabas que sería negativa para mi autodisciplina.

– Vamos, Scott.

– ¿Por qué no vuelves a casa, papá? Vuelve a mirar tu televisión en color y a montar en tu bicicleta de ejercicios en el sótano y a mirar tus puñeteras fotos de la pared, y déjame continuar con mi… mi juego.

Baedecker cerró los ojos un segundo. Deseó que amaneciera de nuevo para poder empezar el día otra vez.

– Scott, te queremos en casa.

– ¿En casa? -Scott arqueó las cejas-. ¿Dónde queda eso, papá? ¿En Boston con mamá y el bueno de Charlie? ¿En tu apartamento de soltero juerguista de St. Louis? No, gracias.

Baedecker estiró la mano para tocar nuevamente el brazo de su hijo. Sintió la tensión, la resistencia.

– Hablemos de ello, Scott. No hay nada aquí.

Los dos se miraron con fiereza. Extraños en un encuentro casual.

– Donde realmente no hay nada es allá -exclamó Scott-. Tú lo has pasado, papá. Lo sabes. Demonios, tú eres eso.

Baedecker se reclinó en la silla. Un camarero estaba a poca distancia, ordenando inútilmente las tazas y la platería. Unos gorriones brincaban entre las mesas cercanas, picoteando los platos sucios y los azucareros. El niño obeso del trampolín gritó y dio un planchazo contra el agua. Su padre gritó para alentarlo, y las mujeres rieron desde la mesa.