De pie me cansaba, estaba incómodo y me tambaleaba no poco, así que decidí bajarme el ejemplar de From Russia with Lovepara registrarlo en el estudio con calma —me lo bajé sujetándolo como si fuera un tesoro—, y fue entonces, al descender, y según iba apagando las luces que había encendido para subir sin traspiés, cuando descubrí una gruesa gota de sangre en lo alto del primer tramo de la escalera. No era una gotita, eso quiero decir: estaba sobre la madera, no sobre la parte alfombrada, era circular, de unos cuatro o cinco centímetros de diámetro o bien de entre pulgada y media y dos, más que una gota era una mancha (por suerte no llegaba a charco) que escapó a mi comprensión al verla y quizá también luego. Lo primero que pensé, cuando por fin pensé con actividad pensadora (antes no había habido ni eso), fue que me pertenecía, que acaso la había dejado caer sin darme cuenta, al subir; que me había dado algún golpe o me había arañado o raspado con algo sin ni siquiera enterarme —a quién no le ha sucedido eso—, absorto como había estado en mis merodeos librescos y además muy poco sobrio. Miré hacia atrás, hacia arriba, los peldaños del siguiente tramo que iluminé de nuevo, también miré los de abajo, no había más gotas y eso era raro, cuando uno gotea sangre deja casi siempre varias, lo que se llama un reguero o un rastro, a no ser que se percate de ello al caer la primera e inmediatamente se tape la herida —el boquete, pero eso no hay quien lo tape— para no seguir manchando. Y en ese caso uno se preocupa de limpiar más tarde la que vio en el suelo, tras detener la hemorragia, eso antes que nada. Me palpé, me miré, me toqué las manos, los brazos, los codos —me había quitado la chaqueta y remangado la camisa durante mis afanados estudios—, no vi nada, tampoco en los dedos, que sangran increíblemente al más mínimo pinchazo o rasguño o corte, aunque sea el de una hoja, me pasé por la nariz el pulgar y el índice, también la nariz sangra a veces sin motivo aparente, me acordé de un amigo al que le sangró con motivo, le había dado de más a la cocaína durante algunos años y traficaba un poco, cantidades pequeñas, y tras cruzar con éxito y un modesto cargamento una aduana italiana (perfumada con colonia la coca, para despistar a los perros, esto es, perfumado el envoltorio), antes de salir del recinto empezó a descenderle una lenta gota de sangre por una de sus fosas nasales, tan lenta que ni se dio cuenta: nada tiene eso de particular en ningún sitio, menos en una aduana, el detalle bastó para que un carabinero con ojo crítico le echara el alto y se iniciara un registro en regla con todos los perros asesorando, la gota le costó una temporada larga en una cárcel de Palermo, hasta que logró rescatarlo de allí la diplomacia española, esa trena era un hervidero, un avispero, le trajo disgustos y cicatrices pero también le sirvió para hacer contactos y alianzas notables y prolongar la mala vida indefinidamente y supongo que para aumentarla, la última noticia que había tenido fue que empezaba a llevar una adinerada y respetable existencia como empresario de la construcción en Nueva York y Miami, tras haberse estrenado en el negocio en La Habana con rehabilitaciones de hoteles, jamás había tenido nada que ver con ese ramo. Es asombroso cómo una sola gota de sangre que ni siquiera cae —sólo asoma— puede delatar y cambiarle la vida a alguien, por culpa del sitio en que fue a asomar, sólo por eso, el azar poco distingue.
Me miré la camisa, el pantalón de arriba abajo, aterra pensar desde cuántos puntos puede sangrarse, desde cualquiera y todos, probablemente, esta piel nuestra no resiste nada, no sirve, todo la hiere, hasta una uña la abre, un cuchillo la raja y la desgarra una lanza (también destroza la carne). Incluso me llevé el dorso de la mano a los labios y le solté saliva, por ver si eran las encías o más atrás y más abajo y la sangre era escupida por una tos olvidada o a la que no hubiera hecho caso, me acaricié el cuello y la cara, al afeitarme me corto a veces y se me podía haber abierto de nuevo un tajo que yo mal creyera cicatrizado. Pero ni rastro en mi cuerpo, parecía sin fisuras, cerrado, no era mía la gota, luego tal vez era de Peter, él había girado a la izquierda al ir a acostarse, miré hacia allí pero tampoco en el breve trecho que separaba la escalera de la puerta de su dormitorio vi más manchas, podía ser de cualquier invitado entonces, que hubiera subido al primer piso durante la cena fría, en busca de un segundo cuarto de baño cuando el de la planta baja hubiera estado ocupado, o en busca de una rápida alcoba, y acompañado. También podía ser de la señora Berry, pensé, aquella figura tan opaca y tácita, llevaba años vislumbrándola en su discreción, de tarde en tarde, casi un fantasma, primero al servicio de Toby Rylands, luego al de Wheeler que la había contratado o tomado a su cargo, nunca me había preguntado por ella, se la daba por descontada y fiable, desde que la conocía había atendido satisfactoriamente a la intendencia y las necesidades de los dos profesores solos y ya jubilados, primero del uno y después del otro, pero nada podía yo saber de las suyas, ni de sus problemas, ni de su salud, sus angustias, su posible familia, sus orígenes o su pasado, su probable y pretérito señor Berry, era la primera vez que pensaba en eso, en un señor Berry del que habría enviudado o quizá se habría divorciado y con el que quién sabía si mantendría algún trato, hay personas que asumimos que estuvieron siempre destinadas a sus funciones, qué nacieron para lo que hacen o las vemos ya haciendo, cuando nunca nadie nació para nada, ni hay destino que valga ni nada está asegurado, ni siquiera para los nacidos príncipes o más ricos que todo pueden perderlo, ni para los más pobres o esclavos que pueden ganarlo, aunque esto último rara vez suceda y casi nunca sin rapiña o sin latrocinio o sin fraude, sin ardides o sin traiciones o engaño, sin conspiración, sin derrocamiento o sin usurpación o sin sangre.
Pensé en todo caso que debía limpiar aquella, la mancha en lo alto del primer tramo, es curioso —una condenación— cómo se siente uno responsable de lo que encuentra o descubre, aunque nada tenga que ver con ello, cómo sentimos que debemos ocuparnos o poner remedio a lo que en un momento existe para nosotros tan sólo y de lo cual nos creemos los únicos enterados, aunque no nos concierna ni hayamos tenido parte: un accidente, una situación penosa, una injusticia, un abuso, un recién nacido abandonado, desde luego un cadáver hallado o lo que podría llegar a serlo, un malherido, a aquel amigo que traficaba un poco —compañero de colegio, Comendador se llamaba o se llama si no ha cambiado de nombre en América o donde quiera que haya ido, fueron años y años justo delante de mí cuando pasaban lista, si le tocaba responder la lección o se la cargaba yo sabía que yo era el siguiente, fue las barbas de mi vecino durante toda la infancia— le había ocurrido una cosa así y había huido y a la vez no había huido: había ido a recoger un paquete a la casa del camello que solía aprovisionarlo y también hacerle algún ocasional encargo, como el que lo envió a la postre al talego palermitano; llamó al timbre varias veces sin éxito, era extraño porque había avisado, por fin le abrieron pero el hombre no estaba, había debido salir de improviso, medio le entendió eso a su novia en la puerta, la que el camello tenía entonces, tanto éste como Comendador cambiaban de chica cada pocas semanas, no fueran ellas a olerse algo, y a veces se las intercambiaban, cómo decir, para amortizarlas. La joven parecía muy ida, balbuceaba, a duras penas reconoció a mi amigo ('Ah sí, te veo, en el Joy te veo', dijo) y se tambaleó hacia el cuarto en que su pareja de escasos días había dejado el paquete listo para que ella se lo entregara ignorando su contenido, pero a los dos segundos y antes de alcanzar el cuarto, sin haber mediado más que inconexas frases entre Comendador y ella ('¿Qué te ocurre, qué has tomado?', le preguntaba él, 'Ahora te miro', contestaba ella), aquél la vio trastabillar y salir como despedida por el pasillo, dar dos o tres pasos a la carrera y descontrolados por efecto del tropezón, y chocar de frente contra una pared, un buen golpe ('Sonó muy seco, como leña partida'), y cayó a plomo la chica sin conocimiento. Él le vio en seguida una pequeña brecha, la joven estaba apenas vestida con una camiseta larga que le llegaba hasta medio muslo y que seguramente se había puesto tan sólo ante la insistencia del timbre y una vaga conciencia de su encomienda, debajo nada, según observó Comendador al instante tras la caída, la muerte, el desmayo. Vio también entonces una mancha de sangre en el suelo, quizá semejante a la que yo tenía ante mis ojos ahora, pero más fresca, de hecho parecía provenir de la chica, de entre sus piernas, tal vez menstruaba y no se había dado cuenta en su estado ensoñado, ausente, narcotizado acaso, o tal vez se había herido con algo puntiagudo o cortante al caer, algo en el suelo, una astilla, era improbable. Pero lo más preocupante no era eso ni tampoco la brecha, sino su aire tan enajenado o ido seguido de su pérdida de conocimiento, que se había producido a la vez que el golpe pero a buen seguro no era a él debida o no solamente, sino a lo que quisiera que aquella chica se hubiera estado metiendo poco antes o quién sabía desde hacía cuántas horas, lo mismo había empalmado toda una mañana de excesos con la preceptiva noche de farra previa. Comendador se agachó, la incorporó con tiento, estaba inerte, la hizo sentarse con la espalda apoyada contra la pared, sobre la madera, intentó que las nalgas le quedaran cubiertas, los faldones de la camiseta moteados de rojo, trató de reanimarla, le habló, le palmeó las mejillas, le sacudió los hombros, le vio los ojos entrecerrados o más bien entreabiertos y sin embargo escarchados, velados, sin foco ni visión ni vida, le pareció una muerta y entonces la creyó muerta efectivamente, sin remisión y para siempre muerta ante sus propios ojos y para su solo conocimiento. No probó más. Se dio cuenta de que la puerta de la calle había quedado abierta, oyó pasos por la escalera y una vez que se hubieron perdido retrocedió hasta la entrada para cerrarla, regresó al pasillo, vio desde allí el paquete pequeño por el que había venido, estaba sobre la mesilla de noche del dormitorio adyacente, hacia el que se dirigía la joven en su sonambulismo antes de tropezar y estrellarse de cabeza contra una pared. La cama de esa alcoba estaba deshecha, también en las sábanas una mancha de sangre, no grande, quizá le había empezado la menstruación mientras dormitaba o ya agonizaba sin saber qué era eso, no se había percatado del flujo o le habían faltado voluntad o fuerzas para encauzarlo, ignoro si es palabra adecuada. Comendador imaginó posibilidades, pero sin detenimiento, muy rápidas, teñidas de pánico, mejor llevarse el paquete de todas formas, si por un mal azar se presentaban enfermeros o policías antes de que volviera el camello, para éste sería una gran putada si lo veían. No lo pensó más, cruzó por encima de las piernas de la chica sentada y sucia, entró en la alcoba, echó mano al género y se lo metió en un bolsillo, cruzó de vuelta y continuó hasta la puerta de salida sin mirar atrás. La abrió, comprobó que no hubiera nadie, la cerró a su espalda con delicadeza y en cuatro saltos y tres zancadas bajó los pisos y se encontró en la calle.