El médico dijo que permanecería en observación durante la noche para tener la seguridad de que continuaba respirando sin asistencia, pero no había motivos para pensar que su respiración independiente fuese a detenerse de nuevo. Su estado resultaba más estable con cada momento que pasaba. La silueta inmóvil de la cama no daba señales de movimiento, pero todos pudieron ver que su pecho subía y bajaba despacio con cada respiración. Aún había esperanza.
Después se quedaron todos alrededor de la cama durante más de una hora, disfrutando de la victoria que habían compartido esa noche. Finalmente, Jason sugirió que volviesen al hotel. Todos habían tenido suficiente tensión para un día y se daba cuenta de que sus hijos necesitaban descansar. Contemplar cómo apagaban el respirador había sido traumático para ellos. Salieron en silencio y Stevie fue la última en abandonar la habitación. Se detuvo un momento junto a la cama y tocó los dedos de Carole. Esta seguía en coma profundo y tenía los dedos fríos. Su cara resultaba más familiar sin el tubo del respirador en la boca y la cinta sobre la nariz. Era la cara que Stevie había visto tantas veces y la que todos sus fans conocían y amaban. Sin embargo, para ella era más que eso; era la cara de la mujer a la que tanto admiraba y a la que había sido leal durante tantos años.
– Eso ha estado bien, Carole -dijo Stevie en voz baja mientras se inclinaba para besarla en la mejilla-. Ahora sé buena, haz otro pequeño esfuerzo e intenta despertar. Te echamos de menos -dijo, llorando de alivio.
La mujer salió de la habitación para reunirse con los demás. Bien mirado, había sido una noche excelente, aunque dura.
5
Dos días después de que se reuniesen todos en París sucedió lo inevitable. Alguien del hotel o del hospital avisó a la prensa. A las pocas horas había docenas de fotógrafos en la puerta del hospital; media docena de los más emprendedores subieron las escaleras a escondidas y fueron detenidos en la puerta de la habitación de Carole. Stevie salió al pasillo y, con un lenguaje propio de un marinero, les paró los pies e hizo que les echasen a la calle. Pero a partir de entonces se armó un tremendo alboroto.
El hospital trasladó a Carole a otra habitación y puso a un guardia de seguridad en la puerta. Sin embargo, las cosas se complicaron para el personal y se hicieron aún más difíciles para la familia. Los fotógrafos les esperaban tanto en el hotel como en la puerta del hospital. Había cámaras de televisión en ambos lugares, y los flashes les deslumbraban cada vez que entraban o salían. Era una escena familiar para todos ellos, aunque Carole siempre había protegido a sus hijos de la curiosidad del público. Sin embargo, Carole Barber en coma, víctima de un atentado terrorista, era una noticia mundial. Esta vez no podían esconderse de la prensa. Simplemente tenían que vivir con ello y arreglárselas como pudiesen. La buena noticia era que Carole respiraba por sí sola. Seguía inconsciente, pero le habían retirado la sedación y los médicos esperaban que diera pronto señales de vida. De no ser así, habría unas implicaciones a largo plazo que nadie quería afrontar aún. Mientras tanto, la prensa les perseguía sin parar. Carole ocupaba las portadas de los periódicos de todo el mundo, incluyendo Le Monde, Le Fígaro y el Herald Tribune en París.
– Siempre me encantó esa foto suya -dijo Stevie al día siguiente, tratando de restarle importancia mientras todos leían los periódicos durante el desayuno.
Llevaban tres días en París.
– A mí también -dijo Anthony mientras cogía otro pain au chocolat.
Su apetito había mejorado. Se estaban acostumbrando a ir al hospital juntos cada día, hablar con los médicos y pasar con Carole tanto tiempo como podían. Después volvían al hotel y se sentaban en el salón de la suite a la espera de noticias. Se desaconsejaban las visitas nocturnas, y además ella seguía durmiendo profundamente. Mientras tanto, personas de todo el mundo leían periódicos y revistas que hablaban de su estado y rezaban por ella. En la puerta del hospital habían empezado a reunirse admiradores que levantaban pancartas cuando llegaba la familia. Era una visión conmovedora.
Aquella mañana, mientras salían hacia el hospital, en un piso de la rue du Bac de París un hombre se sirvió su café au lait, puso jamón sobre una tostada y se sentó a leer el periódico de la mañana. Lo abrió como siempre hacía, alisó las arrugas y echó un vistazo a la portada. Las manos la temblaron al mirar la fotografía. Era una imagen de Carota tomada años atrás, cuando rodaba una película en Francia. El hombre que la miraba lo supo al instante; aquel día estaba con ella, presenciando el rodaje. Se la saltaron las lágrimas mientras leía el artículo y, tan pronto como acabó de leer, se levantó y llamó a La Pitié Salpétrière. Le pusieron con la unidad de réanimation y preguntó por Carota. Le dijeron que su situación era estable, pero que no estaban autorizados a dar más información por teléfono. Pensó en llamar al director del hospital, pero luego decidió acudir en persona a La Pitié.
Era un hombre alto y de aspecto distinguido. Tenía el pelo blanco y tras sus gafas los ojos eran de un azul brillante. Aunque ya no era joven, seguía siendo un hombre atractivo. Se movía y hablaba como alguien acostumbrado a mandar. Tenía un aire de autoridad. Se llamaba Matthieu de Billancourt y había sido ministro del Interior de Francia.
Se puso un sobretodo y a los veinte minutos de leer el artículo del periódico subía a su coche. Se sentía conmocionado por lo que había leído. Sus recuerdos de Carole seguían siendo muy claros, como si la hubiese visto el día anterior, cuando en realidad habían pasado quince años desde la última vez que la vio, cuando se marchó de París, y catorce años desde que habló con ella. No había tenido noticias suyas desde entonces, excepto lo que leía en la prensa. Supo que había vuelto a casarse, con un productor de Hollywood, y sintió una punzada de celos incluso entonces, aunque se alegraba por ella. Dieciocho años atrás, Carole Barber había sido el amor de su vida.
Al llegar al hospital, Matthieu de Billancourt aparcó el coche en la calle. Entró en el vestíbulo con paso ágil y preguntó en recepción por la habitación de Carole. La recepcionista le dijo que no podía pasar, que no se informaba acerca de su estado y no se permitían visitas en su habitación. Matthieu le entregó su tarjeta y pidió ver al director del hospital. La recepcionista echó un vistazo a la tarjeta, vio su nombre y desapareció enseguida.
Al cabo de tres minutos apareció el director del hospital y se quedó mirando a Matthieu para comprobar que el nombre de la tarjeta era real. Era la tarjeta del bufete de abogados familiar, donde trabajaba desde que abandonó el gobierno diez años atrás. Contaba sesenta y ocho años, pero tenía el aspecto y el paso de un hombre más joven.
– Monsieur le ministre? -preguntó el director del hospital, retorciéndose las manos en un gesto nervioso-. ¿En qué puedo ayudarle, señor?
No tenía ni idea de qué le traía por allí, pero el nombre y la reputación de Matthieu fueron legendarios mientras fue ministro del Interior, y seguía apareciendo en la prensa de vez en cuando. Le consultaban con frecuencia y le citaban a menudo. Había sido un hombre poderoso durante treinta años. Tenía una expresión de indiscutible autoridad. La mirada de Matthieu casi daba miedo. Parecía muy preocupado y trastornado.
– He venido a ver a una vieja amiga -dijo con voz sombría-. Era amiga de mi esposa.
No quería llamar la atención con su visita, aunque al preguntar por el director del hospital resultaría inevitable. Esperaba que el hombre fuese discreto. Matthieu no quería acabar saliendo en la prensa, pero en ese momento lo habría arriesgado casi todo con tal de volver a verla. Sabía que podía ser su última oportunidad. El periódico decía que seguía en estado crítico y con riesgo de perder la vida tras el atentado terrorista.