– Me han dicho que no puede recibir visitas -explicó Matthieu-. Su familia y la mía estaban muy unidas.
El director de La Pitié Salpétrière adivinó al instante quién era la paciente. Matthieu parecía desesperado y sombrío, cosa que no le pasó desapercibida al hombre bajo y de aspecto diligente.
– Estoy seguro de que podemos hacer una excepción con usted, señor. ¿Quiere que le acompañe a su habitación? Estamos hablando de la señora Waterman… la señora Barber… ¿no es así?
– Así es. Y sí, le agradecería que me llevase a su habitación.
Sin añadir más, el director del hospital le guió hasta el ascensor, el cual acudió casi al instante lleno de médicos, enfermeras y visitas. Cuando sus ocupantes salieron, Matthieu y el director entraron. El director pulsó el botón y al cabo de un momento estaban en la planta de Carole. A Matthieu se le aceleró el corazón. No sabía lo que vería al entrar en la habitación ni quién estaría allí. Le parecía poco probable que los hijos de ella le recordasen; en aquella época eran muy pequeños. Supuso que su actual marido estaría allí con ella. Confiaba en que estuvieran fuera, descansando.
El director se detuvo ante el mostrador de enfermería y le susurró unas palabras a la enfermera jefe. Ella asintió, miró a Matthieu con interés y señaló una puerta situada al fondo del pasillo, que era la habitación de Carole. Matthieu le siguió sin mediar palabra. Angustiado, afligido y preocupado, a la luz desolada del hospital aparentaba la edad que tenía. El director se detuvo ante la puerta que había señalado la enfermera, la abrió e indicó a Matthieu que entrase. Este vaciló y murmuró:
– ¿Está su familia? Si no es buen momento no quiero molestar.
De pronto había caído en la cuenta de que podía verse en una situación embarazosa. Por un momento, había olvidado que ella ya no le pertenecía.
– ¿Quiere que le anuncie si están con ella? -preguntó el director.
Matthieu negó con la cabeza sin dar más explicaciones, pero el director lo comprendió.
– Lo comprobaré.
El hombre entró en la habitación. Matthieu esperó fuera mientras la puerta se cerraba con un zumbido. No había podido ver nada del interior de la habitación. El director salió al cabo de un momento.
– Su familia está con ella -confirmó-. ¿Quiere usted aguardar en la sala de espera?
Matthieu pareció aliviado.
– Pues sí. Esto debe de ser muy duro para ellos -dijo.
El director volvió a acompañarle de vuelta por el pasillo hasta una pequeña sala de estar privada que solía utilizarse cuando había demasiadas visitas o personas muy afligidas que necesitaban intimidad. Era perfecta para Matthieu, que quería evitar las miradas indiscretas y prefería estar solo mientras esperaba para verla. No tenía ni idea de cuánto tiempo estaría su familia con ella, pero estaba dispuesto a quedarse todo el día e incluso parte de la noche. Tenía que verla.
El director del hospital indicó una silla e invitó a Matthieu a sentarse.
– ¿Le apetece tomar algo, señor? ¿Tal vez una taza de café?
– No, gracias -dijo Matthieu, tendiendo la mano-. Agradezco su ayuda. Me he quedado conmocionado al conocer la noticia.
– Nos sucedió a todos -comentó el director del hospital en tono reservado-. Pasó aquí dos semanas sin que supiésemos quién era. Ha sido algo tremendo.
– ¿Se pondrá bien? -preguntó Matthieu con una mirada llena de dolor.
– Creo que es demasiado pronto para saberlo. Las lesiones craneales son traicioneras y de difícil pronóstico. Sigue en coma, aunque respira por sí sola, lo cual es buena señal. Pero aún no está fuera de peligro. Volveré más tarde a ver cómo está -prometió el director-, y las enfermeras le traerán cualquier cosa que le apetezca.
Matthieu volvió a darle las gracias y el director se marchó. El hombre que había sido ministro del Interior de Francia se sentó con tanta tristeza como cualquier otra visita, pensando en un ser querido, absorto en sus pensamientos. Matthieu de Billancourt seguía siendo uno de los hombres más respetados y en otro tiempo poderosos de Francia, pero estaba tan asustado como cualquier otra persona que visitase la planta de réanimation. Estaba aterrado por ella y por sí mismo. El simple hecho de saber que se encontraba allí, tan cerca, hacía que su corazón despertase después de tantos años.
Jason, Stevie, Anthony y Chloe llevaban ya horas con Carole. Se turnaban para sentarse junto a ella, acariciarle la mano o hablarle.
Chloe besó los dedos azulados que sobresalían de la escayola.
– Vamos, mami, por favor… queremos que te despiertes.
Parecía una niña, y al final se quedó allí sentada sollozando, hasta que Stevie le pasó el brazo por los hombros y le dio un vaso de agua.
Anthony ocupó su lugar junto a la cama. Intentaba ser valiente, pero no pudo decir más que unas pocas palabras antes de derrumbarse. Jason, desconsolado, se hallaba de pie detrás de ellos. No dejaban de hablarle, porque siempre existía la remota posibilidad de que pudiese oírles, y rogaban que eso le hiciese volver. Hasta el momento nada había dado resultado. Sus hijos y Jason se sentían agotados, afectados por el desfase horario y afligidos, y Stevie trataba de animarles con valor, aunque no se encontraba en mejores condiciones que ellos. Sin embargo, estaba decidida a ayudar en lo posible, por el bien de Carole y por el de sus hijos, aunque en el fondo, estaba tan destrozada como ellos. Carole era para ella una amiga muy querida.
– Vamos, Carole, tienes que escribir un libro. No es momento de aflojar -dijo cuando le llegó el turno de sentarse en la silla, como si su jefa pudiese oírla.
Jason esbozó una sonrisa. Stevie le caía bien. Era una mujer de recursos y se estaba portando de maravilla con todos ellos. Se notaba cuánto quería a Carole.
– ¿Sabes? Lo cierto es que estás llevando al extremo el concepto del bloqueo mental, ¿no crees? ¿Has pensado en el libro? La verdad, creo que deberías hacerlo. Los chicos también están aquí. Chloe está fantástica; se ha cortado el pelo y lleva una tonelada de accesorios nuevos. ¡Ya verás cuando recibas la factura! -dijo, y los demás se echaron a reír-. Eso debería despertarla -comentó Stevie.
Había sido una tarde larga y resultaba evidente que nada había cambiado. Anhelaban que sucediese algo. Era angustioso contemplar la silueta inmóvil y la cara mortalmente pálida de Carole.
– Tal vez deberíamos regresar al hotel -sugirió Stevie por fin.
Jason, lívido, parecía a punto de desmayarse. Ninguno de ellos había comido desde esa mañana, y apenas habían desayunado. Por su parte, Chloe lloraba cada vez más. Anthony no tenía mucho mejor aspecto y la propia Stevie se sentía débil.
– Creo que todos necesitamos comida. Nos llamarán si ocurre algo, y podemos volver esta noche -dijo en tono práctico.
Jason asintió. Necesitaba una copa, aunque no solía beber. Pero al menos en ese momento supondría cierto alivio.
– No quiero irme -dijo Chloe, sentándose entre sollozos.
– Vamos, Clo. -Anthony le dio un abrazo-. Mamá no querría que estuviésemos así. Además, tenemos que conservar las fuerzas.
Hacía un rato Stevie había sugerido un chapuzón en la piscina del hotel cuando volviesen y a él le había parecido buena idea. Necesitaba ejercicio para hacer frente a la tensión a la que estaban sometidos. La propia Stevie deseaba relajarse un rato en la piscina.
Consiguió sacarlos de la habitación tras saludar a la enfermera con un gesto. Fue una gran proeza moverles, ya que en realidad no querían separarse de Carole. Tampoco Stevie, pero sabía que tenían que mantener la moral tan alta como pudiesen. No había manera de saber cuánto duraría aquello y no podían permitirse el desánimo. Stevie sabía que en ese caso de nada le servirían a Carole, así que decidió cuidar de ellos. Tardaron una eternidad en llegar al ascensor. Chloe se había olvidado el suéter y Anthony, el abrigo. Volvieron de la habitación y entraron por fin en el ascensor, prometiéndose regresar al cabo de pocas horas. No soportaban tener que dejarla sola.