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Matthieu les vio marcharse desde su asiento en la sala de estar privada. No reconoció a ningún miembro del grupo, pero supo quiénes eran. Les oyó hablar entre sí con acento estadounidense. Había dos mujeres y dos hombres. En cuanto se cerraron las puertas del ascensor, volvió a dirigirse a la enfermera jefe. En condiciones normales estaban prohibidas todas las visitas, pero él era Matthieu de Billancourt, venerado ex ministro del Interior, y el director del hospital le había dicho que hiciese todo lo que Matthieu desease. Era evidente que las normas no eran válidas para él, ni esperaba que lo fueran. Sin decir ni una palabra, la enfermera jefe le acompañó a la habitación de Carole. Ella yacía allí como una princesa durmiente, conectada a un gotero. Una enfermera la vigilaba y comprobaba los monitores. Matthieu vio que Carole yacía inmóvil y mortalmente pálida, y le acarició la cara. Todo lo que antaño sintió por ella estaba en sus ojos. La enfermera se quedó en la habitación, pero se volvió hacia otro lado con discreción. Intuía que estaba asistiendo a un momento de gran intimidad.

Matthieu se quedó contemplándola un buen rato, como si esperase a que abriese los ojos, y luego, con la cabeza gacha y los ojos húmedos, salió de la habitación. Carole era tan hermosa como él la recordaba. Parecía que los años no hubiesen pasado por ella. Incluso su pelo seguía siendo igual. Le habían quitado el vendaje de la cabeza y Chloe le había cepillado el pelo antes de marcharse.

El ex ministro del Interior de Francia se quedó sentado en su coche durante mucho tiempo. Luego se cubrió la cara con las manos y lloró como un niño, recordando todo lo que había ocurrido, todo lo que le había prometido y nunca le dio. Se le partía el alma al pensar en lo que pudo haber sido. Aquella fue la única vez en su vida que incumplió su palabra. Lo había lamentado amargamente durante todos los años transcurridos desde entonces y, sin embargo, incluso ahora sabía que no había habido otra opción. Ella también lo supo y por eso se fue. No le reprochaba que le hubiese abandonado, y nunca lo había hecho. El tenía demasiadas responsabilidades en aquella época. Solo deseaba poder hablarlo con ella ahora, mientras yacía en su profundo sueño. Cuando se marchó se llevó su corazón consigo, y aún lo poseía. La idea de que muriese le resultaba casi insoportable. Y mientras se alejaba lo único que sabía era que, pasara lo que pasase, tenía que volver a verla. A pesar de los quince años transcurridos desde la última vez que la vio y de todo lo que les había ocurrido a ambos desde entonces, seguía siendo adicto a ella. Una mirada a su rostro había vuelto a embriagarle.

6

Cinco días después de la llegada de la familia de Carole a París, Jason pidió una reunión con todos sus médicos para que les aclarasen su situación. Seguía en coma y, aparte de que ya no estaba conectada a un respirador y ahora respiraba por sí misma, nada había cambiado. No estaba más cerca de la conciencia que en las últimas tres semanas. La posibilidad de que nunca volviese a despertar aterraba a todos.

Los médicos se mostraron amables pero francos. Si no recuperaba la conciencia pronto, sufriría lesiones cerebrales irreversibles. Incluso en ese momento era una posibilidad cada vez mayor. Las posibilidades de recuperación se reducían con cada hora que pasaba. Sus preocupaciones por ella expresaban con palabras los peores temores de Jason. Desde el punto de vista médico nada podía hacerse para alterar su situación. Estaba en manos de Dios. Otros pacientes habían despertado de comas aún más prolongados, aunque con el tiempo disminuían las posibilidades de que Carole recuperase un funcionamiento cerebral normal. Todo el grupo lloraba cuando los médicos salieron de la sala de espera en la que se habían reunido. Chloe sollozaba y Anthony la abrazaba mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Jason permanecía sentado, llorando en silencio, y Stevie se secó los ojos y respiró hondo.

– Muy bien, chicos. Carole nunca ha sido de las que abandonan. Nosotros tampoco podemos serlo. Ya sabéis cómo es ella. Hace las cosas a su propio ritmo. Lo conseguirá. No podemos perder ahora la fe. ¿Y si os marcháis hoy a alguna parte? Os vendría muy bien un descanso.

Los demás la miraron como si hubiera perdido el juicio.

– ¿Adonde, por ejemplo? ¿De compras quizá? -preguntó Chloe indignada.

Los dos hombres estaban consternados. Llevaban días sin hacer otra cosa que no fuese ir y venir entre el hospital y el hotel, y su tristeza era intensa en ambos lugares. Lo mismo le ocurría a Stevie, pero trataba de elevar el ánimo del grupo.

– Lo que sea. Al cine. Al Louvre. A comer en alguna parte. A Versalles. A Notre Dame. Voto por divertirnos un poco. Estamos en París. Pensemos en lo que ella querría que hiciésemos. No querría que estuvierais todos sentados aquí así, día tras día.

Al principio su sugerencia fue acogida con una total falta de entusiasmo.

– No podemos dejarla aquí y olvidarnos de ella -dijo Jason en tono severo.

– Yo me quedaré. Vosotros haced alguna otra cosa durante un par de horas. Y sí, Chloe, tal vez ir de compras. ¿Qué haría tu mamá?

– Hacerse la manicura y comprar zapatos -dijo Chloe en tono irreverente-. Y depilarse las piernas -añadió entre risas.

– Perfecto -convino Stevie-. Quiero que hoy te compres al menos tres pares de zapatos. Tu mamá nunca compra menos. Si son más, está bien. Te pediré hora para una manicura en el hotel. Manicura, pedicura, cera y un masaje. Por cierto, un masaje también les vendría bien a ustedes, caballeros. ¿Y si reservamos una pista de squash en el gimnasio del Ritz?

Stevie sabía que a ambos les encantaba jugar.

– ¿No es raro? -preguntó Anthony con cara de culpabilidad, aunque tenía que reconocer que llevaba toda la semana anhelando ejercicio. Allí sentado se sentía como un animal enjaulado.

– No, no lo es. Y vosotros dos podéis ir a nadar después de jugar. ¿Por qué no coméis todos en la piscina? Los chicos juegan a squash, Chloe se hace la manicura y luego todos os dais un masaje. Puedo reservar los masajes en la habitación, si lo preferís.

Jason le sonrió agradecido. No pudo evitar que le gustase la idea.

– ¿Y usted?

– Yo me dedico a esto -dijo ella con desenvoltura-. Espero horas sentada y lo organizo todo. No pasará nada si os tomáis unas horas libres. Os vendrán muy bien. Yo me quedaré.

Había hecho lo mismo por Carole cuando Sean estaba enfermo y ella se pasaba los días junto a su cabecera, sobre todo después de la quimioterapia.

Todos se sentían culpables cada vez que dejaban a Carole sola en el hospital. ¿Y si despertaba mientras estaban fuera? Por desgracia, no parecía una posibilidad inminente. Stevie llamó al hotel para reservarles las citas y le ordenó literalmente a Chloe que parase en Saint-Honoré de camino al hotel. Allí había muchos zapatos, e incluso tiendas para los hombres. Como si fueran niños, les echó del hospital al cabo de veinte minutos. Cuando se fueron le estaban agradecidos. Stevie volvió para sentarse tranquilamente en la habitación de Carole. La enfermera de turno la saludó con un gesto. No hablaban el mismo idioma, pero ya estaban familiarizadas una con otra. La enfermera tenía más o menos la misma edad que Stevie. A esta le habría gustado hablar con ella, pero en lugar de eso se aproximó a la silueta inmóvil de la cama.

– Bueno, nena. Ya está bien. Ponte las pilas. Los médicos se están mosqueando. Es hora de despertar. Necesitas una manicura y llevas el pelo hecho un asco. Los muebles de este sitio son una porquería. Tienes que volver al Ritz. Además, tienes que escribir un libro. No te queda más remedio que despertar -dijo Stevie con voz desesperada. Solo faltaban unos días para el día de Acción de Gracias-. Esto no es justo para los chicos ni para nadie. Tú no eres de las que se rinden, Carole. Ya has dormido bastante. ¡Despierta ya!