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Era la clase de cosas que le había dicho en los días oscuros que siguieron a la muerte de Sean. Sin embargo, entonces Carole se recuperó enseguida, porque sabía que Sean quería que lo hiciese. Esta vez Stevie no mencionó su nombre, solo el de los chicos.

– Me estoy hartando de esto -añadió más tarde-. Estoy segura de que tú también. ¡Esto es muy aburrido! La verdad, esto de la Bella Durmiente se está haciendo muy pesado.

No se oyó nada, ningún movimiento, y Stevie se preguntó hasta qué punto tendrían razón quienes afirmaban que las personas que estaban en coma oían hablar a sus seres queridos. Stevie confiaba en que hubiese algo de verdad en ello. Se sentó y habló con su jefa toda la tarde, en voz normal, sobre cosas corrientes, como si Carole pudiese oírla. La enfermera se dedicaba a sus cosas, pero sentía lástima por ella. Todo el personal del hospital había perdido la esperanza. Había pasado demasiado tiempo desde el atentado. La posibilidad de que se recuperase disminuía con cada hora que pasaba. Stevie era muy consciente de ello, pero se negaba a desanimarse.

A las seis, después de ocho horas junto a su cabecera, Stevie la dejó para volver al hotel y comprobar cómo estaban los demás. Llevaban todo el día fuera y esperaba que les hubiese ido bien.

– Bueno, me voy ya -dijo Stevie, igual que hacía cuando salía de trabajar en Los Ángeles-. Mañana te quiero ver despierta, Carole. Vale ya. Hoy te he dado el día libre. Pero ya está. Mañana te quiero en pie de nuevo. Te levantas, miras a tu alrededor y desayunas. Escribiremos unas cartas. Tienes que hacer un montón de llamadas. Mike ha estado telefoneando cada día. Se me han agotado las excusas para explicarle por qué no hablas con él. Debes llamarle tú misma.

Sabía que parecía una chalada, pero lo cierto es que se sentía mejor hablándole como si Carole estuviese escuchando lo que decía. Y era verdad, el amigo y agente de Carole, Mike Appelsohn, llamaba cada día. Desde que la prensa había divulgado la noticia telefoneaba dos veces al día. Estaba destrozado. La conocía desde que era una cría. La había descubierto él mismo en una tienda de Nueva Orleans. El entró a comprar un tubo de pasta de dientes y su vida cambió para siempre. Era como un padre para ella. Ese año había cumplido los setenta y todavía estaba en forma. Y ahora había ocurrido esto. No tenía hijos propios, solo a ella. Había suplicado que le dejasen ir a París, pero Jason le pidió que esperase al menos unos días más. Aquello ya era bastante duro sin que vinieran otras personas, por buenas que fueran sus intenciones. La presencia de Stevie no les estorbaba; al contrario, les era de gran ayuda. Como Carole, habrían estado perdidos sin ella. Stevie era así. Carole también tenía otros amigos, en Hollywood, pero debido a la cantidad de tiempo que habían pasado juntas y las cosas que habían vivido durante los últimos quince años, Carole tenía más confianza con ella que con cualquiera de sus amistades.

– Bueno, ¿te has enterado? Hoy ha sido el último día de sueño. Se acabó eso de pasarte la vida ahí tumbada, como una diva. Eres una chica trabajadora. Tienes que despertarte y escribir tu maldito libro. No voy a hacerlo por ti. Tendrás que escribirlo tú misma. ¡Basta de hacer el vago! Esta noche duerme bien y mañana ponte las pilas. Ya está. ¡Se acabó el tiempo! ¡Estas vacaciones se han terminado! Las hemos terminado. Y, si quieres saber mi opinión, como vacaciones han sido una porquería.

La enfermera se habría reído si la hubiese entendido. Cuando Stevie se marchó, la despidió con una sonrisa. Ella misma salía de trabajar al cabo de una hora y volvería a su casa, donde la esperaban un marido y tres hijos. Stevie solo tenía un novio y la mujer en coma que yacía en la cama, a la que quería muchísimo. Cuando se fue se sentía totalmente exhausta. Llevaba todo el día hablándole a Carole. No se había atrevido a hacerlo cuando estaban los demás, aparte de unas pocas palabras tiernas aquí y allá. No lo tenía planeado, pero cuando se fueron decidió probar. No se perdía nada por intentarlo.

Stevie cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás mientras el taxi la llevaba al hotel. Como siempre, los paparazzi estaban en la puerta del Ritz con la esperanza de conseguir fotos de los hijos de Carole, y Harrison Ford y su familia acababan de llegar de Estados Unidos. Se esperaba a Madonna para el día siguiente. Por alguna razón, ambos famosos pasarían el día de Acción de Gracias en París. También lo haría la familia de Carole, y eso les deprimía, dada la trágica razón de su presencia allí. Stevie ya había hablado con el jefe de cocina para que organizase una auténtica cena de Acción de Gracias para ellos en un comedor privado. Era lo menos que podía hacer. Las nubes de golosina para el pastel de boniatos eran imposibles de encontrar allí. Le había pedido a su novio, Alan, que se las enviase por transporte aéreo desde Estados Unidos. Le llamaba cada día para mantenerle informado y, como todos los demás, el hombre le deseaba a Carole lo mejor y decía que rezaba por ella. Era un buen tipo; simplemente Stevie no se imaginaba casada con él ni con ningún otro. Estaba casada con su trabajo y con Carole, más que nunca en aquel momento de necesidad extrema y grandes riesgos.

Esa noche los demás estaban mucho más animados y cenaron abajo, en el Espadón, el principal restaurante del hotel. Era luminoso, alegre y concurrido, y la comida era fabulosa. Stevie no les acompañó. Se dio un masaje, encargó una sopa al servicio de habitaciones y se acostó, todos le agradecieron las actividades que había planeado para ellos ese día. Volvían a sentirse seres humanos. En un arranque de energía nerviosa, Chloe se había comprado seis pares de zapatos y un vestido en Saint Laurent. Jason no podía creerlo, pero se había comprado dos pares de John Lobb en Hermès mientras la esperaba y, aunque Anthony detestaba ir de tiendas, se quedó cuatro camisas. Ambos hombres habían comprado algunas prendas de ropa, sobre todo jerséis y vaqueros para llevar en el hospital, ya que habían traído poco equipaje. Después de los baños y masajes se sentían reconfortados. Además, Jason había vencido a su hijo jugando al squash, un hecho infrecuente que suponía una importante victoria para él. A pesar de las horrorosas circunstancias que les habían llevado a París, habían pasado un buen día gracias a Stevie y a su visión positiva de las cosas. Ella misma estaba molida cuando se acostó, y a las nueve dormía profundamente.

Llamaron del hospital a las seis de la mañana. Al oír el teléfono a Stevie se le cayó el alma a los pies. Era Jason. Le habían llamado a él primero. Una llamada a esas horas solo podía significar una cosa. Cuando Stevie respondió, Jason lloraba.

– ¡Dios mío!… -exclamó Stevie aún atontada, aunque se puso alerta al instante.

– Está despierta -dijo él entre sollozos-. Ha abierto los ojos. No habla, pero tiene los ojos abiertos y le ha dicho que sí con la cabeza al médico.

– ¡Dios mío!… ¡Dios mío!… -Era todo lo que podía decir Stevie. Había pensado que había muerto.

– Voy para allá. ¿Quiere venir? Dejaré dormir a los chicos. No quiero que se hagan ilusiones hasta que veamos cómo está.

– Estaré vestida en cinco minutos. Creo que Carole debió de oírme.

Stevie se echó a reír a través de sus propias lágrimas. Sabía que el despertar de Carole no se debía a su monólogo de ocho horas. Dios y el tiempo habían hecho su trabajo por fin. Pero tal vez sus palabras no habían estado de más.

– ¿Qué le dijo? -preguntó él, enjugándose las lágrimas de alivio.