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La miró, arrepentido de no haberlo hecho. Jason había tardado años en comprender todo aquello y lo estaba compartiendo con Carole.

Carole le observaba, concentrada y en silencio.

– Empecé a beber y asistir a fiestas -continuó con mirada sombría-, y reconozco que en ocasiones me salté las normas. Acabé más de una vez en la prensa del corazón y tú jamás te quejaste. Me preguntaste un par de veces qué pasaba. Yo dije que solo estaba jugando, lo cual era cierto. Trataste de venir a casa más a menudo, pero una vez que empezaste la película en París tuviste que quedarte allí; rodabas seis días por semana. Anthony tenía ocho años y le matriculaste en un colegio allí. Chloe tenía cuatro años, iba a la guardería por las mañanas y el resto del tiempo la tenías en el plato contigo, con la niñera. Empecé a comportarme como un soltero, o como un idiota.

Miró a su ex esposa y parecía avergonzado de verdad. Ella le sonrió.

– Me da la impresión de que ambos éramos jóvenes y tontos -dijo con generosidad-. Debió de ser desagradable estar casado con alguien que se pasaba casi todo el tiempo fuera de casa y trabajaba tanto.

– Fue duro -asintió él agradecido por sus palabras-. Cuanto más lo pienso, más cuenta me doy de que debí pedirte que lo dejases, o al menos que redujeras el ritmo. Pero, con dos Oscar a tus espaldas, ibas lanzada. Me parecía que no tenía derecho a jorobar tu carrera, así que jorobé nuestro matrimonio y siempre lo lamentaré. No me importa que lo sepas. Es lo que siento, aunque nunca te lo he dicho.

Carole asintió en silencio. No recordaba nada de todo aquello, pero agradecía su franqueza al hablar de sí mismo.

Parecía un hombre amable de verdad. A medida que su historia se desarrollaba, se hacía más y más fascinante. Como siempre, parecía la vida de otra persona y no suscitaba en su mente ninguna memoria visual. Mientras escuchaba, no dejaba de preguntarse por qué no tuvo ella misma el sentido común de dejar su carrera y salvar su matrimonio, aunque aquello sonaba como una avalancha imparable. Las primeras señales de alarma ya resultaban visibles, pero al parecer su carrera era entonces demasiado poderosa. Era una fuerza en sí misma, con vida propia. Ahora se daban cuenta ambos del origen de sus problemas. Era una lástima que ninguno de los dos hubiese hecho nada al respecto. Carole no era consciente, absorbida como estaba por su emocionante carrera, y Jason se sentía molesto y se lo ocultaba, consumido por dentro. Al final lo pagó con ella. Jason había tardado años en reconocer eso, incluso para sí. Aquella fue una ruptura clásica y trágica. Carole lamentaba no haber sido más sensata entonces. Pero era joven, si eso servía de excusa.

– Te marchaste a París con los niños. Te agenciaste el papel de María Antonieta en una de esas películas épicas importantes. Y una semana después de que te marcharas, fui a una fiesta que daba Hugh Hefner. Jamás he visto chicas tan bellas, casi tanto como tú.

Jason le sonrió con arrepentimiento y pesar, y ella le devolvió la sonrisa. Era triste escuchar aquello. El final era predecible. Sin sorpresas. Carole sabía que esa película no debió de tener un final feliz, o él no estaría contándole aquella historia.

– No eran mujeres como tú. Tú eres buena, amable y sincera, y te portaste bien conmigo. Trabajabas sin parar y pasabas mucho tiempo fuera de casa, pero eras una buena mujer, Carole. Siempre lo has sido. Aquellas jóvenes eran de una especie diferente. Cazafortunas baratas, algunas de ellas prostitutas, aspirantes a actrices, modelos, fulanas. Yo estaba casado con una mujer auténtica. Aquellas chicas eran impostoras llamativas, y manejaban a la multitud de maravilla. Conocí a una supermodelo rusa llamada Natalya. Entonces causaba sensación en Nueva York. Todo el mundo la conocía. Había salido de la nada, desde Moscú, pasando por París, e iba detrás del dinero, a toda costa. El mío y el de cualquiera. Creo que había sido la amante de algún vividor en París, ya no me acuerdo. En cualquier caso, desde entonces ha tenido a muchos tipos así. Ahora vive en Hong Kong, casada con su cuarto marido. Creo que es brasileño, traficante de armas o algo así, pero tiene un montón de dinero. Se hace pasar por banquero, pero creo que se mueve en un negocio mucho más turbio. Ella me volvió loco. Para ser sincero, bebí demasiado, esnifé algo de coca que me pasó alguien y acabé en la cama con ella. Para entonces ya no estábamos en casa de Hefner. Estábamos en el yate de alguien, en el río Hudson. Aquella gente iba a por todas. Yo tenía cuarenta y un años, ella tenía veintiuno. Tú tenías treinta y dos y estabas trabajando en París, tratando de ser una buena madre, aunque fueses una esposa ausente. No creo que me engañases nunca. No creo que se te pasara por la cabeza, y además no tenías tiempo. Tenías una reputación intachable en Hollywood, aunque no puedo decir lo mismo de mí.

»Acabamos saliendo en todos los diarios sensacionalistas. Creo que ella se encargó de eso. Tuvimos una aventura que tú ignoraste educadamente. Fuiste muy generosa. Se quedó embarazada dos semanas después de conocernos. Se negó a abortar y quiso casarse. Dijo que me quería y que renunciaría a todo por mí, a su carrera de modelo, a su país y a su vida, y que se quedaría en casa y criaría a nuestros hijos. Aquello me sonó a música celestial. Yo estaba deseando tener una esposa a tiempo completo y tú no parecías dispuesta a serlo. ¿Quién sabe? Nunca te lo pedí. Simplemente perdí la cabeza por ella.

»Iba a tener un hijo mío. Yo quería más hijos, y tener a Chloe había sido demasiado duro para ti. Además, dada tu agenda, habría sido una locura que tuviésemos más hijos. Ya era bastante duro arrastrar a dos niños por todo el mundo; ni siquiera yo podía imaginarte haciéndolo con tres o cuatro, y además Anthony se estaba haciendo mayor. Yo quería a mis hijos en casa, conmigo. No me preguntes cómo, pero ella me convenció de que el matrimonio era la mejor solución. íbamos a ser una parejita enamorada con un montón de críos. Compré una casa en Greenwich y llamé a un abogado. Creo que perdí la cabeza. La clásica crisis de los cuarenta. Financiero de Wall Street se vuelve majareta, destruye su vida y jode a su mujer. Viajé a París y te dije que quería el divorcio. Nunca en mi vida he visto llorar a nadie así. Durante unos cinco minutos, me pregunté qué estaba haciendo. Pasé la noche contigo y estuve a punto de entrar en razón. Teníamos unos hijos encantadores y no quería hacerles desdichados, ni tampoco a ti. Y entonces ella me llamó. Era como una bruja que urde un conjuro, y funcionó.

»Volví a Nueva York y solicité el divorcio. Tú no me pediste nada, salvo la pensión para los niños. Estabas ganando mucho dinero por tu cuenta y tenías demasiado orgullo para aceptar nada mío. Te dije que Natalya estaba en estado y te quedaste hecha polvo. Me porté como un grandísimo hijo de puta. Creo que pretendía desquitarme por cada minuto de tu éxito, por cada segundo que no pasaste conmigo. Seis meses después me casé con ella. Tú seguías en París. Como es lógico, no querías hablar conmigo. Viajé un par de veces para ver a los niños y tú hiciste que me los entregase la niñera en el Ritz. Me evitabas por completo. De hecho, te pasaste dos años sin hablarme directamente, solo a través de abogados, secretarias y niñeras. Los tenías de sobra. Lo gracioso fue que dos años y medio después, cuando te mudaste a Los Ángeles, redujiste la velocidad de tu carrera a un tenue rugido. Seguías haciendo películas, pero menos, y pasabas tiempo con los niños. Eso no habría sido un problema para mí, comparado con el ritmo que llevabas antes. Nunca supe que harías eso. Pero no tuve valor para esperar a que pasara o pedírtelo.