– ¿Te apetece una taza de té, Carole?
Ella asintió. En la habitación había un termo de agua caliente y una caja de las bolsas de té que le gustaban. Stevie se las había traído del hotel. Matthieu lo preparó tal como a Carole le gustaba, ni demasiado fuerte ni demasiado flojo. Le dio la taza y ella la cogió mientras se incorporaba sobre un codo. Estaban solos en la habitación. La enfermera se había quedado fuera, sabiendo quién se encontraba con ella. Por lo menos estaba en buenas manos y ya no se hallaba en peligro médico. La enfermera estaba allí para su comodidad, no debido a ninguna necesidad acuciante.
– ¿Te importa si también tomo una taza? -preguntó Matthieu.
Carole negó con la cabeza y él se preparó una taza del mismo té. Entonces Carole recordó que fue él quien se lo regaló por primera vez. Siempre habían tomado ese té juntos.
– He pensado mucho en ti -le dijo él tras un sorbo de té de vainilla.
Carole no había dicho una palabra. Estaba demasiado asustada por lo que acababa de ocurrir.
– Yo también he pensado en ti -reconoció-. No sé por qué, pero lo he hecho. He estado tratando de recordar, pero es que no puedo.
Se había acordado de algunas cosas, pero de nada sobre él. Ningún detalle. Reconocía sus ojos y sabía que le había amado, pero eso era todo. Aún no sabía quién era él ni por qué todo el mundo se ponía firme cuando él se aproximaba. Lo que era más importante, no recordaba haber vivido con él, ni cómo era su vida juntos, salvo el té. Carole tenía la sensación de que aquel hombre ya le había preparado el té antes. Muchas veces. En el desayuno, en la mesa de una cocina en la que entraba el sol a raudales.
– ¿Recuerdas cómo nos conocimos?
Ella negó con la cabeza. Después del té se sentía un poco mejor. Dejó la taza vacía sobre la mesa y volvió a acostarse. El estaba sentado muy cerca de ella, pero a Carole no le importaba. Se sentía segura junto a él. No quería estar sola.
– Nos conocimos mientras rodabas una película sobre María Antonieta. Hubo una recepción en el Quai d'Orsay, ofrecida por el ministro de Cultura. Era un viejo amigo mío e insistió en que acudiese. Yo no quería. Esa noche tenía otra cosa que hacer, pero armó tanto alboroto que fui. Y tú estabas allí. Estabas guapísima. Venías directamente del rodaje y aún llevabas puesto el vestido. Nunca lo olvidaré. María Antonieta nunca tuvo ese aspecto.
Carole sonrió. Ahora lo recordaba vagamente, el traje y un espectacular techo pintado en el Quai d'Orsay. Pero no se acordaba de él.
– Era primavera. Tenías que regresar al plato después y devolver el traje. Te acompañé allí y, cuando te cambiaste, fuimos a dar un paseo junto al Sena. Nos sentamos a orillas del río, en el muelle, y hablamos durante mucho rato. Me sentí como si el cielo se me hubiese caído encima y tú dijiste lo mismo.
El sonrió ante el recuerdo y volvieron a mirarse a los ojos.
– Fue un coup de foudre -dijo ella en un susurro.
Esas habían sido las palabras de él después de aquella primera noche… coup de foudre… relámpago… flechazo. Carole recordaba sus palabras, pero no lo que ocurrió a continuación.
– Hablamos durante muchas horas. Nos quedamos despiertos hasta que tú tuviste que volver al plato, a las cinco de la mañana. Fue la noche más emocionante de mi vida. Me contaste que tu marido te había dejado por una mujer muy joven, que yo recuerde. Rusa, creo. Iba a tener un hijo suyo. Estabas destrozada, te pasaste horas hablando de ello. Creo que le querías de verdad.
Ella asintió. Había recibido la misma impresión de Jason. Era extraño tener que depender de todas aquellas personas para que le dijesen cómo se había sentido. Ella misma no lo recordaba. No con Jason. Pero estaba empezando a acordarse de algunas cosas de Matthieu, no tanto acontecimientos como sentimientos. Recordaba haberle querido y la emoción de aquella primera noche.
Tenía una vaga imagen de haber vuelto al plato sin haber dormido. Pero no sabía qué aspecto tenía él en aquella época. De hecho, había cambiado muy poco, salvo por el pelo blanco. Entonces lo tenía oscuro, casi negro. Cuando se conocieron contaba cincuenta años y era uno de los hombres más poderosos de Francia. Casi todo el mundo le tenía miedo, pero ella nunca se lo tuvo. El nunca la asustó. La amaba demasiado para eso. Lo único que Matthieu quería entonces era protegerla, igual que ahora. No consentiría que nadie le hiciese daño. Carole lo percibía ahora, mientras él permanecía sentado cerca de ella, hablando del pasado.
– Te invité a cenar la noche siguiente y fuimos a un local ridículo de mis tiempos de estudiante. Lo pasamos bien y volvimos a hablar durante toda la noche. Nunca parábamos. En mi vida he podido expresarme con alguien así. Te lo conté todo, mis sentimientos, secretos, sueños y deseos, y algunas cosas que no debería haberte contado sobre mi trabajo. Tú nunca defraudaste mi confianza. Nunca. Confié en ti por completo, desde el principio, e hice bien. Nos vimos cada día hasta que terminaste la película, cinco meses después. Volvías a Nueva York o a Los Ángeles. No sabías muy bien adónde ir y te pedí que te quedaras en París. Para entonces estábamos profundamente enamorados y aceptaste. Encontramos juntos la casa. La que está cerca de la rue Jacob. Fuimos juntos a subastas, la amueblamos. Construí para Anthony una cabaña en la copa de un árbol del jardín. Le encantaba. Ese verano hizo allí todas sus comidas. Nos marchábamos al sur de Francia cuando ellos iban a visitar a su padre. Íbamos juntos a todas partes. Yo pasaba contigo cada noche. Ese verano pasamos dos semanas en un velero en el sur de Francia. Creo que nunca en mi vida he sido tan feliz, ni antes ni después. Fueron los mejores días de mi vida.
Carole asentía mientras escuchaba. No recordaba los acontecimientos, solo los sentimientos. Tenía la sensación de que fue una época mágica. Al pensar en ello sentía afecto, pero también hubo algo más, algo que estaba mal. Hubo un problema de alguna clase. Clavó los ojos en los de él y entonces lo recordó, y lo dijo en voz alta:
– Estabas casado -dijo con tristeza.
– Sí, lo estaba. Mi matrimonio había terminado años atrás, nuestros hijos eran mayores. Mi esposa y yo éramos unos extraños el uno para el otro. Cuando tú llegaste hacía diez años que llevábamos vidas separadas. Iba a dejarla incluso antes de conocerte a ti. Prometí que lo haría, y hablaba en serio. Quería hacerlo con discreción, sin provocar un escándalo. Le expliqué la situación a mi esposa y ella me pidió que no me divorciase enseguida. Temía la humillación que sufriría si me iba con una famosa estrella de cine. Era doloroso para ella y el caso podía ocupar las portadas de toda la prensa internacional, así que accedí a esperar seis meses. Tú te mostraste muy comprensiva. No parecía que importase. Éramos felices y yo vivía contigo en nuestra casita. Quería a tus hijos y creo que les caía bien, al menos al principio. Entonces eras muy joven, Carole. Cuando nos conocimos tenías treinta y dos años y yo, cincuenta. Habría podido ser tu padre, pero cuando estaba contigo volvía a sentirme como un muchacho.
– Recuerdo el barco -dijo ella en voz baja-, en el sur de Francia. Fuimos a Saint Tropez y al puerto viejo de Antibes. Creo que era muy, muy feliz contigo -dijo como en sueños.
– Ambos lo éramos -añadió él con tristeza, recordando todo lo que había ocurrido después.
– Ocurrió algo. Tuviste que marcharte.
– Sí, tuve que hacerlo -reconoció asombrado.
Casi lo había olvidado, aunque en su momento fue un enorme drama. Se habían comunicado por radio con él en el barco. Tuvo que dejarla en el aeropuerto de Niza y él se marchó en un avión militar.