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Su último cumpleaños la había afectado mucho. Cumplir los cincuenta había sido un hito importante para ella, sobre todo ahora que estaba sola. No podía ignorarlo. Había decidido entretejer todas sus piezas como nunca había hecho, soldarlas en un todo en lugar de tener pedazos de sí misma vagando por el espacio. Quería que su vida tuviese sentido, al menos para ella. Quería volver al principio y resolverlo todo.

Muchas cosas le habían sucedido por accidente, sobre todo en los primeros años, o al menos eso le parecía a ella. Tuvo buena y mala suerte, aunque más buena que mala, por lo menos en la profesión y con sus hijos. No obstante, no quería que toda su existencia pareciese fruto de la casualidad. Muchas de las cosas que hizo fueron reacciones a las circunstancias o a otras personas y no decisiones tomadas de forma activa. Ahora parecía importante saber si esas reacciones habían sido acertadas. ¿Y luego qué? No dejaba de preguntarse de qué serviría eso. El pasado no cambiaría. No obstante, podría alterar el curso de su vida durante los años que le quedaban. Ahora que Sean había desaparecido, le parecía más importante tomar decisiones y no limitarse a esperar que le sucediesen las cosas. ¿Qué quería ella? Quería escribir un libro. Eso era lo único que sabía. Y tal vez a continuación viniese lo demás. Tal vez entonces entendiese mejor qué papeles quería interpretar en el cine, qué impacto deseaba tener en el mundo, qué causas quería apoyar y quién quería ser durante el resto de su vida. Sus hijos habían crecido. Ahora le tocaba a ella.

Stevie desapareció y regresó con una taza de té. Té descafeinado de vainilla. Stevie lo encargaba para ella en Mariage Frères de París. Carole se había aficionado a él cuando vivía en la capital francesa y seguía siendo su favorito. Agradecía las tazas humeantes que Stevie le llevaba. El té la reconfortaba. Con la mirada perdida, Carole se llevó la taza a los labios y dio un sorbo.

– Puede que tengas razón -dijo con aire pensativo, echándole un vistazo a la mujer que llevaba años acompañándola.

Viajaban juntas, puesto que Carole la llevaba al plato cuando participaba en una película. A Stevie le gustaba encargarse de todo y hacer que la vida de Carole discurriese con suavidad. Le encantaba su empleo y acudir cada día a trabajar. Cada jornada suponía un reto distinto. Además, después de todos aquellos años aún le hacía ilusión trabajar para Carole Barber.

– ¿En qué tengo razón? -preguntó Stevie, apoyando sus largos brazos en la cómoda butaca de cuero de la habitación.

Pasaban muchas horas juntas en esa habitación, hablando y haciendo planes. Carole siempre estaba dispuesta a escuchar las opiniones de Stevie, aunque al final hiciese algo diferente. Sin embargo, los consejos de su asistente solían parecerle sensatos y valiosos. Para Stevie, Carole no era solo una jefa, sino que más bien parecía su tía. Las dos mujeres compartían opiniones acerca de la vida y a menudo veían las cosas de la misma forma, sobre todo en cuestión de hombres.

– Puede que necesite un viaje.

En este caso Carole no pretendía evitar el libro, sino tal vez resolverlo, como si fuese una cáscara dura que se resistiese y solo pudiese abrirse con un golpe.

– Podrías ir a visitar a los chicos -sugirió Stevie.

A Carole le encantaba visitar a sus hijos, puesto que ya no iban mucho a verla. A Anthony le resultaba difícil escaparse de la oficina, aunque siempre encontraba tiempo para quedar por la noche cuando ella viajaba a Nueva York, por muy ocupado que estuviese. Quería a su madre, al igual que Chloe, que lo dejaba todo para ir con ella de compras por Londres. La muchacha se impregnaba del amor y el tiempo de su madre como una flor bajo la lluvia.

– Lo hice hace solo unas semanas. No sé… Creo que necesito hacer algo muy distinto… Ir a algún sitio donde nunca haya estado, como Praga o algo así… o Rumania… Suecia…

No quedaban muchos lugares en el planeta que no hubiese visitado. Había dado conferencias sobre la mujer en la India, Pakistán y Pekín. Había conocido a jefes de Estado de todo el mundo, había trabajado con UNICEF y se había dirigido al Senado estadounidense.

Stevie dudaba si debía decir lo obvio. París. Sabía cuánto significaba la ciudad para ella. Carole había vivido en París durante dos años y medio y solo había regresado dos veces. Decía que allí ya no había nada que le interesase. Llevó a Sean a París poco después de su boda, pero a él no le caían bien los franceses y prefería ir a Londres. Stevie sabía que hacía unos diez años que ella no visitaba la ciudad y que solo había estado en París una vez en los cinco años transcurridos antes de que conociera a Sean, cuando vendió la casa que tenía en la rue Jacob o, mejor dicho, en un estrecho callejón situado detrás de esta. Stevie fue con ella para cerrar la casa, que le encantó. Sin embargo, para entonces Carole, cuya vida había vuelto a establecerse en Los Ángeles, decía que no tenía sentido mantener una casa en París, aunque le resultó duro cerrarla. No regresó allí hasta su viaje con Sean, en el que se alojaron en el Ritz. Sean no paró de quejarse. Le encantaban Italia e Inglaterra, pero Francia no.

– Tal vez sea hora de que vuelvas a París -dijo Stevie con prudencia.

Sabía que allí persistían fantasmas para ella, pero, quince años después y tras vivir ocho años con Sean, suponía que ya no afectarían a Carole. Fuera lo que fuese lo que le sucedió a Carole en París, se había curado hacía mucho y de vez en cuando aún hablaba con cariño de la ciudad.

– No lo sé -dijo Carole, pensando en ello-. Llueve mucho en noviembre. Aquí hace muy buen tiempo.

– No parece que el buen tiempo te ayude a escribir el libro, pero puedes pensar en otro sitio. Viena, Milán, Venecia, Buenos Aires, Ciudad de México… Hawai… Puede que necesites pasar unas semanas en la playa, si buscas buen tiempo.

Pero ambas sabían que la meteorología no era el problema.

– Ya veremos -dijo Carole con un suspiro mientras se levantaba de la silla-. Lo pensaré.

Carole era alta, aunque no tanto como su asistente. Era delgada, ágil y conservaba una bonita figura. Hacía ejercicio, pero no lo suficiente para justificar su apariencia. Tenía unos genes estupendos, una buena estructura ósea, un cuerpo que desafiaba sus años y un rostro que mentía acerca de su edad, y no había recurrido a la cirugía.

Carole Barber era una mujer hermosa. Su cabello seguía siendo rubio y lo llevaba largo y liso, a menudo recogido en una cola de caballo o un moño. Desde que tenía dieciocho años, los peluqueros del plato se lo pasaban en grande con su sedoso pelo rubio. Sus ojos eran enormes y verdes; sus pómulos, altos; sus rasgos, delicados y perfectos. Tenía el rostro y la figura de una modelo. Además, su porte expresaba confianza, aplomo y gracia. No era arrogante; simplemente estaba cómoda consigo misma y se movía con la elegancia de una bailarina clásica. El primer estudio que la contrató la obligó a tomar clases de ballet. Ahora seguía moviéndose como una bailarina, con una postura perfecta. Era una mujer espectacular que no solía llevar maquillaje. Tenía una sencillez de estilo que la hacía aún más deslumbrante. Stevie se sentía intimidada cuando empezó a trabajar para ella. Entonces Carole tenía solo treinta y cinco años y ahora que tenía cincuenta resulta difícil creerlo, pues aparentaba diez años menos. Aunque contaba cinco años menos que ella, Sean siempre pareció mayor. Era atractivo pero calvo y tenía tendencia a engordar. Carole seguía teniendo la misma figura que a los veinte años. Cuidaba su alimentación, pero sobre todo era afortunada. Había sido bendecida por los dioses al nacer.