– ¿Por qué te marchaste? Le dispararon a alguien, creo -dijo ella frunciendo el ceño, tratando de recordar-. ¿A quién le dispararon?
– Al presidente de Francia. Fue un intento de asesinato, que fracasó. Durante el desfile del día de la Bastilla en los Campos Elíseos. Yo debía estar allí, pero en cambio estaba contigo.
– Estabas en el gobierno… algo muy alto y muy secreto. ¿Qué eras?… ¿Era policía secreta? -preguntó ella, mirándole de reojo desde la cama.
– Esa era una de mis obligaciones. Era ministro del Interior -dijo en voz baja.
Ella asintió. Ahora se acordaba. Había muchas cosas que no tenía presentes de su propia vida, pero recordaba eso. Llevaron el velero hasta el puerto y se marcharon en un taxi hacia el aeropuerto. Matthieu la dejó minutos más tarde, y ella, tras contemplar cómo despegaba el avión militar, volvió a París sola. Él sintió dejarla así. A Carole no le asustaron las ametralladoras de los soldados que le rodeaban, aunque sí le resultaron extrañas.
– Hubo otra cosa así… otra vez… Alguien estaba herido, y me dejaste en alguna parte, en un viaje… estábamos esquiando y te marchaste en helicóptero.
Aún podía ver cómo se elevaba en el aire, levantando nieve por todas partes.
– El presidente tuvo un ataque al corazón y tuve que marcharme para estar con él.
– Eso fue el fin, ¿verdad? -preguntó ella con tristeza.
Matthieu asintió, recordando en silencio. Aquel fue el incidente que le llevó a recapacitar y comprender que no podía dejar su cargo. Pertenecía a Francia, por más que amase a Carole y quisiera dejarlo todo por ella. Al final no pudo. Tuvieron un poco más de tiempo después, aunque no mucho. Además, su esposa también causaba muchos problemas. Fue un momento terrible para ambos.
– Sí, fue casi el final. Pasaron dos años entre esos dos acontecimientos, y muchos momentos maravillosos.
– Eso es todo lo que recuerdo -dijo ella, observándole y preguntándose cómo habrían sido los dos años.
Tenía la sensación de que habían sido excitantes, como él, aunque difíciles en ocasiones, porque el carácter de él también lo era. Como acababa de decirle, había tenido una vida complicada. La política y el drama que la acompañaba habían sido la sangre de su vida. Sin embargo, durante un tiempo también lo había sido ella. Había sido el corazón que le mantenía con vida.
– El primer año pasamos la Navidad en Gstaad, con los niños. Y entonces empezaste otra película en Inglaterra. Yo iba a verte cada fin de semana. Cuando volviste, quise acudir a un abogado para divorciarme y mi esposa me suplicó de nuevo que no lo hiciese. Dijo que no podría afrontarlo. Llevábamos veintinueve años casados y sentía que le debía algo, al menos un poco de respeto, puesto que ya no la quería. Ella lo sabía, sabía cuánto te quería a ti, y no me lo reprochaba. Se mostraba muy compasiva con eso. Tenía previsto dejar mi puesto en el gobierno ese año, habría sido el momento perfecto para separarme de ella, y entonces me nombraron para otra legislatura. Tú y yo llevábamos un año juntos, el año más feliz de mi vida. Accediste a esperar otros seis meses. Y yo tenía toda la intención de divorciarme. Arlette prometió no poner trabas, pero entonces hubo escándalos en el gobierno que afectaban a otras personas y me di cuenta de que no era el momento adecuado. Prometí que, si me concedías otro año, dimitiría y me iría a Estados Unidos contigo.
– Nunca lo habrías hecho. Habrías sido desdichado en Los Ángeles.
– Me parecía que le debía algo a mi país… y a mi esposa. No podía marcharme así, sin cumplir con mi deber, pero tenía toda la intención de marcharme e irme contigo, y entonces… Ocurrió algo terrible…
Carole recordó lo que había sucedido.
– Tu hija murió… en un accidente de tráfico… Lo recuerdo… fue horroroso…
Se miraron a los ojos y Carole le tocó la mano.
– Tenía diecinueve años. Ocurrió en las montañas. Fue a esquiar con unos amigos. Tú te portaste de maravilla conmigo. Pero no podía dejar a Arlette entonces. Habría sido inhumano.
Carole lo recordaba.
– Siempre me dijiste que la dejarías. Desde el principio. Dijiste que tu matrimonio con ella había terminado, pero no era así. Siempre te parecía que le debías algo más. Ella siempre quería otros seis meses y tú se los dabas. En todo momento la protegiste a ella y no a mí. Ahora lo recuerdo. Yo siempre estaba esperando a que te divorciases de ella. Vivías conmigo, pero estabas casado con ella y con Francia. Siempre tenías que darle un año más a Francia, y seis meses más a tu esposa, y sin darnos cuenta pasaron dos años -dijo ella, mirándole atónita por lo que acababa de recordar-. Y me quedé embarazada.
El asintió con expresión angustiada.
– En ese momento te supliqué que te divorciaras de tu esposa, ¿no es así?
El volvió a asentir, humillado.
– En aquella época se incluía en mis contratos una cláusula de moralidad y, si alguien se hubiese enterado de que estaba viviendo con un hombre casado e iba a tener un hijo suyo, mi carrera habría terminado para siempre. Los estudios habrían vetado mi presencia y me habría quedado sin trabajo. Por ti me arriesgué a eso -dijo ella con tristeza.
Ambos conocían los riesgos. El país de él le habría perdonado que tuviese una amante y engañase a su esposa, era perfectamente aceptable en Francia. El país de ella, o al menos su mundo, no le habría perdonado ser la amante de un hombre casado ni verse implicada en un escándalo público con un alto funcionario del gobierno. Por no hablar de un bebé ilegítimo. La cláusula de moralidad de sus contratos era estricta. De la noche a la mañana se habría convertido en una paria. Se había arriesgado porque él había insistido en que se divorciaría, aunque ni siquiera había ido nunca a ver a un abogado. Su esposa le había suplicado que no lo hiciera, así que nunca lo hizo. Se limitó a ganar tiempo con Carole. Cada vez más.
– ¿Qué pasó con el bebé? -preguntó con voz ahogada, mirándole a los ojos.
Carole continuaba sin acordarse de algunas cosas, aunque en ese momento estaba recordando una parte importante de su propia historia.
– Lo perdiste. Era un niño. Estabas casi de seis meses. Te caíste de la escalera al decorar el árbol de Navidad. Aunque intenté agarrarte, no pude evitar tu caída. Pasaste tres días en el hospital, pero lo perdimos. Chloe no llegó a enterarse de que estabas embarazada, pero Anthony sí. Se lo explicamos. Me preguntó si íbamos a casarnos y yo dije que sí. Y entonces murió mi hija y Arlette sufrió una depresión nerviosa y me suplicó que no lo hiciese. Amenazó con suicidarse. Para entonces habías perdido al bebé, así que no era tan urgente que nos casáramos. Te supliqué que lo entendieses. Iba a dimitir en primavera y pensaba que Arlette podría aguantarlo. Necesitaba más tiempo, o al menos eso dije -explicó él, mirando a Carole con ojos apesadumbrados-. Al final, pienso que hiciste lo correcto -añadió, aunque le costaba decirlo-. Me parece que nunca la habría dejado. Quería hacerlo. Creía que lo haría, pero no pude. No pude dejarla a ella ni abandonar mi cargo. Después de que te marcharas de París, tardé otros seis años en retirarme. No estoy seguro de que hubiese podido dejar a Arlette. Siempre habría habido alguna razón que me impidiese abandonarla. Ni siquiera creo que me amara, al menos no como me amabas tú o como yo te amaba a ti. No quería que la dejase por otra mujer. Si hubieses sido francesa lo habrías soportado, pero no lo eras. Todo te parecía mentira, y a veces lo era. No tenía valor para decirte que no podía hacerlo. Me mentía a mí mismo más que a ti. Cuando te decía que me divorciaría de ella, hablaba en serio. Te odié por dejarme. Pensé que eras cruel conmigo, pero hiciste bien. Al final te habría roto el corazón aún más. Los últimos seis meses fueron una pesadilla. Peleas constantes, llanto constante… Te quedaste destrozada después de perder al bebé, y a mí me ocurrió lo mismo.