– ¿Qué hice al final? ¿Qué hizo que me marchara? -preguntó ella en un susurro.
– Otro día, otra mentira, otro retraso. Sencillamente te levantaste una mañana y empezaste a hacer las maletas. Esperaste hasta fin de curso. Yo no había hecho nada acerca del divorcio y me pedían que cumpliese otra legislatura en el ministerio. Traté de explicártelo y no me escuchaste. Te marchaste al cabo de una semana. Te llevé al aeropuerto y ninguno de los dos pudimos dejar de llorar. Me dijiste que te llamara si me divorciaba. Llamé, pero nunca me divorcié, y me quedé en el gobierno. Me necesitaban. Y Arlette también, a su manera. No me quería, pero estábamos acostumbrados el uno al otro. Ella creía que tenía la obligación de quedarme a su lado. Cuando volviste a Los Ángeles te llamé varias veces, pero con el tiempo dejaste de contestar. Me enteré de que habías vendido la casa. Un día fui solo para mirarla. Casi se me rompió el corazón al recordar lo felices que habíamos sido allí.
– Fui a verla aquel día, antes de que las bombas explotaran en el túnel. Regresaba al hotel cuando sucedió -dijo ella.
Matthieu asintió. Aquella casa había sido un refugio para ambos, una guarida, el nido de amor que compartieron y en el que concibieron a su bebé. Carole no pudo evitar preguntarse qué habría ocurrido si hubiese tenido aquel hijo, si en ese caso se habría divorciado él por fin de su esposa. Pero seguramente no. Era francés, y los franceses tenían amantes e hijos ilegítimos. Llevaban años haciéndolo y nada había cambiado. Aquello seguía siendo aceptable, aunque no para Carole. Ella era una chica de granja de Mississippi, por muy famosa que fuese, y no quería vivir con el marido de otra mujer. Se lo dijo desde el principio.
– Nunca debimos empezar -dijo, mirándole desde la cama, donde yacía con la cabeza sobre la almohada.
– No pudimos elegir -dijo Matthieu con sencillez-. Estábamos demasiado enamorados.
– Yo no lo creo -dijo ella con firmeza-. A mí me parece que la gente siempre puede elegir. Nosotros lo hicimos. Elegimos mal y pagamos un precio alto por ello. No estoy segura, pero creo que nunca te perdoné. Tardé mucho en olvidarte, hasta que conocí a mi último marido.
Ahora lo recordaba con claridad.
– Leí que te casaste hace unos diez años -dijo él, y ella asintió-. Me alegré por ti -añadió, sonriendo con pesar-, aunque me puse muy celoso. Es un hombre afortunado.
– No, no lo es. Hace dos años murió de cáncer. Todo el mundo dice que era una persona maravillosa.
– ¡Ah, por eso estaba aquí Jason! Me preguntaba por qué razón.
– Habría venido de todos modos. También es un buen hombre.
– Hace dieciocho años no pensabas eso -dijo Matthieu, irritado.
No estaba seguro de que ella hubiese dicho lo mismo de él, que era un buen hombre, ni siquiera ahora. A ojos de ella, no lo había sido. Carole se lo dijo en su momento. Dijo que le había mentido y le había hecho creer cosas falsas, y que era una persona deshonesta e indigna. En su momento, aquello le había herido en lo más profundo. Nadie le había acusado jamás de eso en su vida, pero ella tenía razón.
– Creo que ahora Jason es una buena persona -dijo Carole-. Al final todos pagamos por nuestros pecados. La chica rusa le dejó cuando me marché de París.
– ¿Intentó volver contigo? -preguntó Matthieu con curiosidad.
– Al parecer sí. Dice que le rechacé. En aquella época debía de seguir enamorada de ti.
– ¿Lo lamentas?
– Pues sí -dijo ella con sinceridad-. Desperdicié dos años y medio de mi vida contigo y seguramente otros cinco olvidándote. Es mucho tiempo para darle a un hombre que no piensa dejar a su esposa. ¿Dónde está ella ahora?
– Murió hace un año, tras una larga enfermedad. Se pasó muy enferma los últimos tres años de su vida. Me alegro de haber estado con ella. Se lo debía. Estuvimos casados durante cuarenta y seis años. Aunque no era el matrimonio que yo hubiese querido, ni el que esperaba cuando me casé con ella a los veintiuno, fue el que tuvimos. Éramos amigos. Ella se tomó lo tuyo con mucha elegancia. No creo que me perdonase, pero lo entendió. Sabía lo enamorado que estaba de ti. Nunca sentí eso por ella. Arlette era una persona muy fría. Pero era una buena mujer, muy sincera.
Así pues, se había quedado, tal como Carole siempre pensó que haría. E incluso Matthieu acababa de decir que ella hizo bien en marcharse. Ahora tenía las respuestas que había venido a buscar a París. Sabía que era demasiado tarde para volver con Jason cuando él se lo pidió. Ella ya no le amaba, y además no había podido impedir que se casara con la supermodelo rusa. Carole no pudo elegir en aquel momento, y, cuando pudo, ya no le amaba. Tampoco le amaba ahora. Era demasiado tarde. Y en cuanto a Matthieu, solo habría podido ser su amante. El se habría quedado con su mujer hasta la muerte. Carole lo entendió y por eso se marchó de París. Sin embargo, solo ahora sabía que tomó una decisión acertada. El se lo había confirmado. Eso era una especie de regalo, aunque hubiese pasado tanto tiempo.
Ya tenía presente gran parte de aquello, algunos de los acontecimientos y demasiados sentimientos. Casi podía notar su decepción y desesperación cuando por fin se había rendido y le había abandonado. El estuvo a punto de destruirla a ella y a su carrera. Incluso decepcionó a sus hijos. Fueran cuales fuesen sus intenciones al principio, o su amor por ella, no había sido honorable con ella. Al menos lo que Jason había hecho, por muy horrible que hubiese sido para ella, había sido claro y sincero. Se había divorciado de ella y se había casado con la otra mujer. Matthieu nunca lo había hecho.
– ¿A qué te dedicas ahora? ¿Sigues estando en el gobierno? -quiso saber.
– Lo estuve hasta hace diez años, cuando me retiré y volví al bufete de abogados de mi familia. Ejerzo con dos hermanos míos.
– Y fuiste el hombre más poderoso de Francia. Entonces lo controlabas todo y te encantaba.
– Así es.
Al menos era sincero en ese aspecto, y ahora también había sido sincero sobre lo demás. Eso demostraba por fin que ella estaba en lo cierto, pero oírlo resultaba doloroso, incluso ahora. Recordaba demasiado bien cuánto le había amado y cuánto daño le había hecho él.
– El poder es como una droga para los hombres. Es difícil renunciar a él. Yo era adicto al poder, aunque todavía era más adicto a ti. Cuando me dejaste me quedé destrozado, pero aun así no pude divorciarme de ella ni renunciar a mi puesto.
– Yo nunca pretendí que renunciases a tu puesto. Esa no era la cuestión. Lo que quería era que te divorciases.
– No pude -dijo, bajando la cabeza-. No tuve valor -añadió, mirándola a los ojos de nuevo.
Era una confesión descomunal y Carole tardó unos instantes en responder.
– Por eso te dejé.
– Hiciste bien -contestó él en un susurro.
Ella asintió.
Permanecieron juntos en silencio durante un buen rato, y luego, mientras él la miraba, Carole cerró los ojos y se quedó dormida. Por primera vez en mucho tiempo estaba en paz. Él se quedó allí sentado, contemplándola, y luego por fin se puso en pie y salió de la habitación sin hacer ruido.
12
Carole se despertó en mitad de la noche. Se sentía mejor tras un largo sueño. Recordó entonces que Matthieu la había visitado y lo que le había dicho, y se quedó despierta pensando en él durante mucho rato. A pesar de la pérdida de memoria, Matthieu había conjurado muchos fantasmas. Carole se sentía agradecida hacia él; por fin le había dicho con sinceridad que hizo bien en marcharse. Haber oído eso de sus labios le regalaba la libertad. Siempre se había preguntado qué habría ocurrido de haberse quedado y haber esperado un poco más. Ahora Matthieu le había confirmado que nada habría cambiado.