– Recuerdo que te encantaba -dijo ella en respuesta, con una sonrisa empañada-. Trabajabas hasta horas imposibles y recibías llamadas durante toda la noche.
Era así como él lo quería. Le gustaba conocer cada detalle de lo que ocurría en todo momento. Había sido una obsesión para él.
Y esa mañana, de pie en la habitación de Carole, había supervisado la investigación como si todavía estuviese al mando. A veces olvidaba que ya no lo estaba. Aún era profundamente respetado por el público y los hombres que le habían sucedido en el cargo. Con frecuencia adoptaba una postura propia sobre cuestiones políticas y los periódicos le citaban a menudo. Le habían llamado varios días antes para conocer su opinión acerca del atentado en el túnel y la forma en que se llevaba el asunto. El se mostró diplomático, cosa que no siempre hacía. Cuando estaba disgustado por algo o criticaba al gobierno, no tenía pelos en la lengua. Nunca los había tenido.
– Francia siempre fue mi primer amor -contestó él-. Hasta que llegaste tú -añadió en voz baja.
Sin embargo, Carole no estaba segura de que eso fuese cierto. A ella le parecía que había ocupado el tercer lugar, por detrás de su país y su matrimonio.
– ¿Por qué te retiraste? -le preguntó Carole.
Volvió a coger su té. Esta vez sostuvo la taza ella misma. Ya se sentía mejor y más tranquila. El interrogatorio la había puesto nerviosa, pero por fin se estaba calmando. Él también se daba cuenta.
– Pensé que ya era hora. Serví a mi país durante mucho tiempo. Había hecho mi tarea. Mi legislatura terminó y el gobierno cambió. Tenía algunos problemas de salud, que seguramente estaban relacionados con el trabajo. Ahora estoy bien. Al principio lo eché muchísimo de menos y desde entonces me han ofrecido cargos menores, como gesto simbólico. No quiero eso. No quiero un premio de consolación. Tuve lo que quería. Pensé que ya era hora de dejarlo. Además, me gusta ejercer de abogado. Me han pedido varias veces que me convierta en magistrado, en juez, pero eso me resultaría aburrido. Es más divertido ser abogado que juez, al menos para mí, aunque también tengo previsto retirarme de eso este año.
– ¿Por qué? -preguntó preocupada.
Era un hombre que necesitaba trabajar. A sus sesenta y ocho años tenía el brío y la energía de un hombre mucho más joven. Carole había vuelto a comprobarlo cuando la estaban interrogando. Estaba verdaderamente eléctrico, como un cable vivo. Para un hombre como él no era saludable jubilarse. Era suficiente haber dejado el ministerio; a Carole no le parecía sensato que también dejase la abogacía.
– Soy viejo, querida. Es momento de hacer otras cosas. Escribir, leer, viajar, pensar, descubrir nuevos mundos… Tengo previsto viajar un poco por el Sudeste Asiático. El año pasado estuve en África. Ahora quiero hacer las cosas más despacio y saborearlas, antes de que ya no pueda hacerlas.
– Te quedan muchos años por delante. Sigues siendo un hombre vital y juvenil.
El se echó a reír ante las palabras elegidas por Carole.
– Sí, juvenil, pero no joven. No es lo mismo. Quiero disfrutar de mi vida y de la libertad que nunca tuve. Ahora no tengo que responder ante nadie. Eso tiene una ventaja y un inconveniente. Mis hijos son mayores, incluso mis nietos son mayores -dijo, y soltó una carcajada; resultaba difícil imaginarlo, pero se dio cuenta de que era verdad-. Arlette ya no está. A nadie le importa dónde estoy ni qué hago, lo cual es triste pero cierto. Más vale que lo aproveche mientras pueda, antes de que mis hijos empiecen a llamar a casa para preguntarle a la doncella si he comido o he mojado la cama.
Faltaba mucho para eso y la imagen que esbozaba de su futuro conmovió a Carole. En cierto modo, también era su caso. Sus hijos eran mucho más jóvenes que los de Matthieu. Carole calculó que el hijo mayor de este debía de contar más de cuarenta años, no muchos menos que ella misma. Matthieu se había casado joven y había tenido hijos pronto, así que no estaba ligado a unos hijos jóvenes, como ella. Pero incluso los de Carole habían acabado sus estudios, eran supuestamente adultos y vivían en otra ciudad. Si Stevie no le hiciese compañía a diario, su casa sería una tumba. No había ningún hombre en su vida, ningún niño en casa, nadie ante quien responder, con quien pasar el tiempo o a quien cuidar, nadie que se preocupase por su hora de cenar o por si cenaba siquiera. Tenía casi veinte años menos que él, pero ahora también era libre. Eso era lo que la había llevado a escribir el libro y a hacer el viaje por Europa, para encontrar las respuestas que no había conseguido hasta entonces.
– ¿Y tú? -Matthieu se volvió hacia Carole, con las mismas preguntas en los ojos-. Hace mucho tiempo que no haces una película. Creo que las he visto todas.
Matthieu volvió a sonreír. En muchas ocasiones se había dado el capricho de sentarse en un cine a oscuras para contemplarla y escucharla. Había visto algunas de sus películas tres y cuatro veces, y luego volvía a verlas en televisión. Cuando Carole estaba en la pantalla, su esposa salía de la habitación sin hacer ruido. Lo supo hasta el final. En los últimos años de su convivencia ya no hablaban de ello. Arlette aceptaba su amor hacia Carole y sabía que nunca la había amado a ella de la misma forma ni lo haría jamás. Los sentimientos de Matthieu hacia su esposa eran muy diferentes. Guardaban relación con el deber, la responsabilidad, la camaradería y el respeto. Sus sentimientos hacia Carole habían nacido de la pasión, el deseo, la esperanza y los sueños. Había perdido los sueños, pero conservaba el amor y la esperanza. Eran suyos para siempre y los mantuvo guardados en su corazón como una joya rara y preciosa en una caja fuerte, al abrigo de cualquier daño y de las miradas ajenas. Mientras hablaban, Carole percibía las emociones que aún sentía Matthieu. La habitación del hospital era un hervidero de cosas que no se decían pero se sentían, al menos por parte de él.
– Los guiones que he leído en los últimos años no me han gustado. No quiero hacer papeles estúpidos. Últimamente he pensado en hacer algo que sea muy divertido. Siempre he querido hacer comedia y tal vez lo intente un día de estos. No sé si soy muy divertida, pero me encantaría probar. A estas alturas, ¿por qué no? Por lo demás, quiero hacer papeles que tengan sentido para mí y le aporten algo al público. No veo para qué voy a mantener mi cara en la pantalla solo con el fin de que la gente no olvide quién soy. Quiero ser muy cuidadosa con los personajes que interpreto. El papel tiene que importarme o no valdrá la pena hacerlo. No hay muchos papeles así por ahí, y menos a mi edad. No quise trabajar durante el año en que mi marido estuvo enfermo. Desde entonces no he visto ni un solo guión que me haya gustado. Todos son basura. Nunca he hecho basura y no voy a empezar ahora. No necesito hacer eso. He intentado escribir un libro -le confesó con una sonrisa.
Siempre habían tenido conversaciones interesantes, sobre películas, política, la condición humana y la vida. Matthieu era un hombre sumamente culto, leído y filosófico, con licenciaturas en literatura, psicología y letras, además de un doctorado en ciencias políticas. Tenía muchas facetas y una mente aguda.
– ¿Estás escribiendo un libro acerca de tu vida? -preguntó él intrigado.
– Sí y no -contestó ella con una tímida sonrisa-. Es una novela sobre una mujer madura que examina su vida tras la muerte de su marido. He empezado una docena de veces. He escrito varios capítulos, desde distintos puntos de vista, y siempre me quedo atascada en el mismo punto. No acabo de entender cuál es el propósito de su vida, una vez que él ha muerto. Es una brillante neurocirujana y no le ha podido salvar de un tumor cerebral, a pesar de todos sus conocimientos. Es una mujer acostumbrada al poder y al control, y su incapacidad para cambiar el destino la lleva a una encrucijada. Tiene que ver con la aceptación, la rendición y la comprensión de sí misma y del verdadero sentido de la existencia.