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Matthieu y ella se habían reunido en el jardín durante unos minutos, avanzada la noche. Hablaban en voz baja cuando un fotógrafo les descubrió y les hizo una foto. Los periódicos del día siguiente decían simplemente: «Matthieu de Billancourt, ministro del Interior, delibera con la estrella de cine estadounidense Carole Barber». Habían tenido suerte. Nadie lo adivinó, aunque la esposa de él se puso furiosa al ver la prensa del día siguiente.

Las dos fotografías, la de Versalles y la de la puerta del Ritz del día anterior, tenían un pie distinto: «Entonces y ahora. ¿Nos hemos perdido algo?». Carole sabía que nunca obtendrían respuesta a la pregunta planteada. No habían dejado ningún rastro. Habría sido distinto si ella hubiese tenido el bebé, si Matthieu hubiese dejado a Arlette por ella, presentado una demanda de divorcio o dimitido del ministerio, pero nada de eso había ocurrido. Y ahora solo eran dos personas entrando en un hotel, tal vez viejos amigos, o algo más. El estaba retirado del ministerio y ambos eran viudos. Era difícil sacar conclusiones, sobre todo después de que ella resultase herida en el atentado. Tenía derecho a ver a viejos amigos que había conocido mientras vivía en París. Sin embargo, el pie de foto del Herald Tribune planteaba una pregunta interesante, cuya respuesta solo conocían ellos dos.

Matthieu la llamó en cuanto lo vio. Estaba enfadado; era la clase de insinuación que le molestaba. Pero Carole estaba acostumbrada a ello. Había soportado a la prensa del corazón durante toda su vida de adulta.

– ¡Qué estúpidos! -masculló él.

– No, la verdad es que han sido muy listos. Deben de haber rebuscado mucho para poder encontrar esa foto. Recuerdo cuándo la hicieron. Arlette estaba allí y apenas me hablaste en toda la noche. Yo ya estaba embarazada -dijo Carole con la voz cargada de resentimiento, ira y pena.

Después habían tenido una pelea, que fue la primera de muchas. Para entonces él le había dado mil excusas y Carole le acusaba de intentar ganar tiempo. En los meses siguientes su convivencia empezó a desbaratarse, sobre todo después de que ella perdiese al bebé. Ella lo había pasado fatal la noche en que hicieron la fotografía en Versalles. Matthieu también lo recordaba y se sentía culpable, cosa que en parte era el motivo de que al ver la fotografía en el Herald Tribune se hubiese molestado. No le gustaba nada que le recordasen la pena que le había causado a ella, y sabía que también estaría molesta, a menos que lo hubiese olvidado. No lo había hecho.

– No vale la pena disgustarse -añadió ella-. No podemos hacer nada.

– ¿Quieres que seamos más prudentes? -preguntó él con cautela.

– Lo cierto es que no -dijo ella en voz baja-. Ya no importa. Ambos somos personas libres y yo me iré dentro de diez días. No le hacemos daño a nadie. Por si alguien quiere saberlo, somos viejos amigos.

Y, por supuesto, esa misma mañana alguien lo quiso. Llamaron de la revista People para preguntar si habían tenido alguna relación sentimental.

– Por supuesto que no -respondió Stevie por Carole, que no cogió la llamada.

Stevie continuó explicándoles lo bien que se encontraba Carole con la esperanza de distraerles. Después de colgar se lo contó a esta.

– Gracias -dijo Carole con calma mientras terminaba de desayunar.

Stevie cogió un cruasán.

– Carole, ¿te preocupa que la prensa lo sepa? -preguntó inquieta.

– No hay nada que saber. Lo cierto es que solo somos amigos. Nos besamos de vez en cuando, pero nada más.

Carole no le habría confesado eso a nadie que no fuese Stevie, y mucho menos a sus hijos.

– ¿Y qué pasará ahora? -preguntó Stevie inquieta.

– Nada. Volvemos a casa -dijo Carole, mirando a los ojos a su secretaria.

Stevie vio que Carole creía eso, pero ella misma no estaba tan convencida. Veía el amor en los ojos de Carole. Matthieu había devuelto a la vida algo mágico que había en su interior.

– ¿Y luego qué?

– El libro está cerrado. Es solo un epílogo más tierno para una historia que acabó mal hace mucho tiempo -dijo en tono firme, como si tratase de convencerse a sí misma.

– ¿No hay continuación para el libro? -preguntó Stevie.

Carole negó con la cabeza.

– Vale, si tú lo dices… Pero a mí, desde luego, me da que es otra cosa. El aún parece locamente enamorado de ti.

Y Carole no parecía en absoluto indiferente, a pesar de lo que dijese.

– Es posible -dijo Carole con un suspiro-, pero «locamente» es la palabra clave. Entonces los dos estábamos chiflados. Creo que he madurado y he ganado cordura. Nunca tuvimos una oportunidad.

– Ahora es distinto -señaló Stevie-. Puede que entonces no fuese el momento adecuado.

Poco a poco, Stevie había cambiado de opinión acerca de Matthieu y veía lo mucho que a Carole le importaba. Resultaba evidente que los sentimientos de Matthieu hacia ella eran igual de fuertes. A Stevie le gustaba cómo protegía a Carole.

– Ya lo creo. Ya no vivo aquí. Tengo una vida en Los Ángeles. Es demasiado tarde -dijo Carole con gesto decidido.

Sabía que le quería pero no deseaba volver atrás.

– Tal vez estaría dispuesto a mudarse -dijo Stevie en tono esperanzado.

Carole se echó a reír.

– ¡Basta ya! No voy a tropezar dos veces con la misma piedra. Fue el amor de mi vida, pero de eso hace mucho tiempo. Una cosa así no se puede mantener durante quince años.

– Tal vez sí. No lo sé. Es que no me gusta nada verte sola. Te mereces volver a ser feliz.

Stevie sentía pena por ella desde la muerte de Sean. Vivía prácticamente recluida. Y, fuera lo que fuese lo que había ocurrido entre ellos antes, el tiempo que pasaba con Matthieu la estaba devolviendo a la vida.

– Soy feliz. Estoy viva. Eso es suficiente. Tengo a mis hijos y mi trabajo. Eso es todo lo que quiero.

– Necesitas más que eso -dijo Stevie con nostalgia.

– No, no lo necesito -dijo Carole con firmeza.

– Eres demasiado joven para rendirte.

Carole la miró fijamente a los ojos.

– He tenido dos maridos y un gran amor. ¿Qué más puedo pedir?

– Puedes pedir una vida feliz. Ya sabes, «y comieron perdices» y todas esas memeces. Puede que las perdices hayan tardado mucho tiempo en llegar en este caso.

– Desde luego. Quince años. Muchísimo tiempo. Créeme, sería un desastre. Entonces me encantaba París, pero ahora no. Vivo en Los Ángeles. Tenemos vidas totalmente distintas.

– ¿De verdad? Cuando estáis juntos no paráis de hablar. Hacía años que no te veía tan animada. Desde que murió Sean.

No pretendía convencerla, pero tenía que reconocer que aquel tipo le caía bien, aunque fuese un poco austero y el típico francés. Resultaba evidente que seguía queriéndola. Y ahora su esposa había fallecido. Al menos esta vez era un buen partido y estaba sin pareja, al igual que Carole.

– Es un hombre inteligente e interesante. Brillante incluso. Pero es francés -insistió Carole-. Sería desdichado en cualquier otra parte y yo ya no quiero vivir aquí. Estoy contenta en Los Ángeles. Por cierto, ¿y Alan? ¿Qué novedades hay?