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– Yo te quiero tal como eres.

– Y yo también te quiero a ti. Pero no deseo estar atada ni adquirir esa clase de compromiso. Y, sobre todo, no deseo que vuelvan a romperme el corazón.

Eso era lo esencial para ella, más que su carrera y sus causas. Tenía demasiado miedo. Ya sabía que volvía a estar enamorada. Era peligroso para ella y no quería abandonarse a él. La última vez había sido muy doloroso, aunque ahora él ya no estuviese casado.

– Esta vez no te rompería el corazón -dijo Matthieu con cara de culpabilidad.

– Tal vez sí. Las personas se hacen eso unas a otras. El amor es eso. Estar dispuesto a arriesgarte a que te rompan el corazón. Yo no lo estoy. Ya me pasó una vez y no me gustó. No quiero que me lo vuelvan a romper, y menos el mismo hombre que lo hizo la primera vez. No quiero sufrir tanto ni amar tanto. Tengo cincuenta años y soy demasiado mayor para empezar de nuevo.

Carole no aparentaba su edad, pero la sentía, sobre todo desde el atentado.

– Eso es ridículo. Eres una mujer joven. Todos los días se casan personas mayores que nosotros.

Se moría de ganas de convencerla, pero se daba cuenta de que no lo estaba consiguiendo.

– Son más valientes que yo. Pasé por ti, por Sean y por Jason. Eso es suficiente. No quiero volver a hacerlo.

Carole se mostraba inflexible y Matthieu supo que hablaba en serio, aunque seguía decidido a hacerla cambiar de opinión. Cuando salieron del restaurante aún discutían. Matthieu no había conseguido nada. No era así como él esperaba que saliesen las cosas.

– Además, me gusta mi vida en Los Ángeles. No quiero volver a vivir en Francia.

– ¿Por qué no?

– No soy francesa, sino estadounidense. No quiero vivir en el país de otra persona.

– Ya lo hiciste y esto te encantaba -insistió él, intentando recordárselo.

Sin embargo, ella lo recordaba muy bien. Por eso él la asustaba. Esta vez Carole tenía más miedo de sí misma que de él. No quería tomar una decisión equivocada.

– Sí, me encantaba. Pero me sentí feliz cuando volví a mi país y me di cuenta de que este no era mi sitio. Eso era parte de nuestro problema. «Diferencias culturales», lo llamabas tú. Eso te permitía vivir conmigo y estar casado con ella, e incluso tener un bebé ilegítimo. No quiero vivir en un sitio en el que piensan de una forma tan distinta de como pienso yo. Al final, sufres al tratar de ser algo que no eres en un lugar que no es el tuyo.

Matthieu vio que el dolor que le había causado era tan hondo que quince años más tarde las cicatrices aún estaban en carne viva, todavía más que la de su mejilla. Las heridas que él le había infligido eran demasiado profundas. Eso había afectado incluso su opinión acerca de Francia y los franceses. Lo único que Carole quería era volver a casa y pasar el resto de su vida a solas y en paz. Matthieu se preguntó cómo la habría convencido Sean de casarse con él. Y luego se vio abandonada de nuevo cuando él murió. Ahora había cerrado las puertas de su corazón.

Hablaron de ello durante todo el camino de regreso al hotel y se despidieron en el coche de él. Esta vez Carole no quiso que él subiese. Le besó ligeramente en los labios, le dio las gracias por la cena y salió del coche deprisa.

– ¿Lo pensarás? -le suplicó él.

– No, no lo haré. Ya lo pensé hace quince años y tú no lo hiciste. Me mentiste a mí, Matthieu, y a ti mismo. Te pasaste casi tres años tratando de ganar tiempo. ¿Qué pretendes de mí ahora? -dijo ella con los ojos tristes y muy abiertos.

Matthieu vio que no había esperanza, pero no quiso creerlo.

– Perdóname. Déjame quererte y cuidar de ti durante el resto de mi vida. Juro que esta vez no te fallaré.

– Puedo cuidar de mí misma -dijo ella con tristeza tras bajar del coche, mirándole a través de la ventanilla abierta-. Estoy demasiado cansada para volver a arriesgarme.

Carole se volvió y subió a toda prisa los peldaños del Ritz, seguida de los escoltas. Matthieu la contempló hasta que desapareció. Mientras se alejaba en su coche, de vuelta a casa, lágrimas silenciosas corrían por sus mejillas. Ahora sabía con certeza lo que llevaba semanas temiendo y no había querido creer. La había perdido.

18

A la mañana siguiente, sentada a la mesa del desayuno frente a Stevie, Carole estaba más callada de lo normal. Mientras Stevie tomaba una tortilla de rebozuelos y varios pains au chocolat, Carole leía el periódico en silencio.

– Para cuando volvamos a casa voy a pesar ciento cincuenta kilos más -se quejó Stevie.

Stevie se preguntaba si Carole se encontraba bien. Apenas había dicho una palabra desde que se había levantado.

– ¿Qué tal fue la cena de anoche? -le preguntó Stevie por fin.

Carole dejó el periódico, se arrellanó en su butaca y suspiró.

– Fue muy bien.

– ¿Adonde fuisteis?

– A L'Orangerie, en la lie Saint Louis. Matthieu y yo íbamos mucho por allí.

Era uno de los restaurantes favoritos de él y también se había convertido en uno de sus preferidos, junto con Le Voltaire.

– ¿Te encuentras bien?

Carole asintió en respuesta a su pregunta.

– Solo estoy cansada. Los paseos me han sentado bien.

Había salido con Matthieu cada día para caminar y charlar durante horas.

– ¿Estaba disgustado por lo del Herald Tribune?

– Un poco. Ya se le pasará. No sé cómo puede ponerse a dar lecciones de ética. Es un milagro que nadie se enterase antes, aunque éramos muy prudentes en aquellos tiempos. Nos jugábamos mucho. Se le había olvidado.

– Seguramente el interés desaparecerá -la tranquilizó Stevie-. De todos modos, nadie puede probar nada ahora. Ha pasado demasiado tiempo.

Carole volvió a asentir. Estaba de acuerdo.

– ¿Lo pasaste bien? -quiso saber Stevie.

Esta vez Carole se encogió de hombros y luego miró a su secretaria y amiga.

– Me pidió que me casara con él.

– ¿Que hizo qué?

– Me lo pidió. Que nos casáramos -repitió.

Stevie se quedó atónita y encantada. Sin embargo, Carole se mostraba completamente inexpresiva.

– ¡Dios! ¿Qué dijiste?

– Dije que no -contestó Carole con una voz dolorosamente tranquila.

Stevie se la quedó mirando.

– ¿De verdad? Me daba la impresión de que aún estabais enamorados y pensé que él trataba de volver contigo.

– Así es. O era.

Carole se preguntaba si él volvería a hablarle. Seguramente estaba ofendido después de lo de la noche anterior.

– ¿Por qué le dijiste que no?

Aunque la presencia de Matthieu le preocupó al principio, ahora Stevie estaba decepcionada.

– Es demasiado tarde. Todo eso es agua pasada. Todavía le quiero, pero me hizo demasiado daño. Fue muy duro. Además, no deseo volver a casarme. Se lo dije anoche.

– Puedo entender las dos primeras razones. No se puede negar que te hizo daño. Pero ¿por qué no quieres volver a casarte?

– Ya lo he vivido todo. Me divorcié, me quedé viuda y me rompieron el corazón en París. ¿Por qué tengo que arriesgarme de nuevo a todo eso? No tengo por qué. Mi vida es más fácil así. Ahora estoy a gusto.

– Ya hablas como yo -comentó Stevie, consternada.

– Tú eres joven, Stevie. Nunca has estado casada. Deberías hacerlo por lo menos una vez, si quieres a Alan lo suficiente para adquirir esa clase de compromiso. Yo quería a los hombres con los que me casé. Jason me dejó. El pobre Sean murió, demasiado joven. No quiero volver a empezar, en especial con un tipo que ya me rompió el corazón una vez. ¿Por qué arriesgarme?

Carole le amaba, pero en esta ocasión quería que su cabeza controlase su corazón. Era más seguro.

– Ya, pero no pretendió portarse mal contigo, por lo que yo entiendo. Al menos según lo que me has dicho. Se vio atrapado en su propio lío. Tenía miedo de dejar a su esposa, era un alto cargo del gobierno y le nombraron para otra legislatura, cosa que complicó las cosas aún más. Pero ahora está retirado del ministerio y ella murió. No es probable que vuelva a meter la pata. Y te hace feliz, o eso parece. ¿Estoy en lo cierto?