– Mejor. De todos modos, me alegro de que haya estado allí -dijo Matthieu, aliviado.
– A mí también me ha tranquilizado -reconoció ella.
– Ya te echo de menos -se quejó él, aunque parecía animado.
Carole también lo estaba. Iban a verse muy pronto y su vida juntos empezaría de nuevo, cualquiera que fuese la forma que adoptase. Carole tenía muchas ilusiones.
– Yo también.
– ¿Qué es lo primero que vas a hacer? -preguntó Matthieu.
Se sentía emocionado. Sabía cuánto significaba para ella estar de regreso después de todo lo que había sufrido.
– No lo sé. Pasear y mirar, y darle gracias a Dios por estar aquí.
El también se sentía agradecido. Recordaba la conmoción sufrida al verla por primera vez, conectada al respirador de La Pitié Salpétrière. Parecía muerta; casi lo estaba. Su recuperación era como volver a nacer. Y ahora, además, se tenían el uno al otro. Aquello era como un sueño para ambos.
– Mi casa está preciosa -dijo Carole, echando un vistazo a su alrededor-. Había olvidado lo fantástica que es.
– Estoy deseando verla.
Colgaron poco después y Stevie la ayudó a instalarse. La enfermera llegó diez minutos más tarde. Era una mujer agradable que se sentía entusiasmada por conocer a Carole. Como todas las demás personas que lo habían leído en la prensa, se había quedado horrorizada por su accidente en Francia y dijo que era un milagro que estuviese viva.
Entonces Carole entró en su habitación y miró a su alrededor. Desde hacía algún tiempo lo recordaba perfectamente. Miró hacia el jardín y luego fue a su despacho y se sentó ante su escritorio. Stevie ya le había instalado el ordenador. La enfermera fue a preparar la comida. Stevie le había pedido a la asistenta que encargase algo de comer. Como de costumbre, había pensado hasta en el último detalle. No había nada que Stevie no hiciera.
Stevie se sentó y comió con ella en la cocina, como hacían con tanta frecuencia. Carole llevaba medio sándwich de pavo cuando empezó a llorar.
– ¿Qué pasa? -preguntó Stevie con ternura, aunque lo sabía.
Era un día cargado de emoción para Carole, e incluso para ella.
– No puedo creer que esté aquí. Nunca pensé que volvería.
Por fin podía reconocer el pánico que había experimentado. Ya no tenía que ser valiente. E incluso una vez que había sobrevivido al atentado, el último terrorista había venido para matarla. Era más de lo que cualquier ser humano debería haber tenido que soportar.
– Estás bien -le recordó Stevie.
Le dio un abrazo y luego le puso en la mano un pañuelo de papel para que se sonase.
– Lo siento. Creo que no me daba cuenta de lo alterada que estaba. Y luego lo de Matthieu… Estoy muy conmovida…
– Estás en tu derecho -le recordó Stevie-. Ponte a gritar si quieres. Te lo has ganado.
La enfermera se llevó los platos del almuerzo y ellas se quedaron un rato sentadas a la mesa de la cocina. Y luego Stevie le preparó una taza de té de vainilla y se la dio.
– Deberías irte a casa -le recordó Carole-. Alan debe de estar ansioso por verte.
– Vendrá a buscarme dentro de media hora. Te llamaré para hacerte saber lo que ocurre -respondió Stevie nerviosa e ilusionada.
– Disfruta de él. Puedes contármelo mañana.
Carole se sentía culpable por haberse apropiado de una parte tan grande de su tiempo y su vida. Stevie siempre le había dado muchísimo más de lo que era normal o podía considerarse «obligación». Se entregaba en cuerpo y alma a su jefa y a su trabajo, más allá de lo que haría cualquier ser humano.
Stevie se marchó media hora después, al oír que Alan tocaba la bocina dos veces. Mientras salía corriendo por la puerta, Carole le deseó suerte. Tras deshacer la maleta con ayuda de la enfermera, fue a sentarse en su despacho y se puso a mirar por la ventana. El ordenador la esperaba, pero estaba demasiado cansada para tocarlo. Para entonces eran las tres, y en París era medianoche. Estaba molida.
Esa tarde salió al jardín y llamó a sus dos hijos. Chloe, que llegaría al día siguiente, dijo que estaba deseando ver a su madre. Carole pensó que debía descansar esa noche, pero quería adaptarse a la hora de Los Ángeles, así que no se acostó hasta casi las once; para entonces amanecía en París. Carole se durmió tan pronto como su cabeza tocó la almohada. Se quedó atónita al ver que Stevie estaba ya allí a las diez y media del día siguiente. Se despertó cuando ella echó un vistazo en su habitación con una gran sonrisa.
– ¿Estás despierta?
– ¿Qué hora es? Debo de haber dormido doce o trece horas -dijo Carole, desperezándose en la cama.
– Lo necesitabas -dijo Stevie mientras abría las cortinas.
Carole vio al instante que había un diamante en su mano izquierda.
– ¿Y qué? -dijo, incorporándose con una sonrisa adormilada.
Le dolía la cabeza y esa mañana tenía cita tanto con el neurólogo como con una neuropsicóloga. Trabajaban en equipo con pacientes que habían sufrido lesiones cerebrales. Carole suponía que el dolor de cabeza debía de ser normal tras el cambio de hora y el vuelo. No estaba preocupada.
– ¿Sigues estando libre en Nochevieja? -preguntó Stevie, casi balbuceando de emoción.
– ¿Vas a hacerlo? -preguntó Carole, sonriendo.
– Sí, aunque estoy algo asustada -reconoció Stevie.
Le tendió el anillo para que lo viese. Era una joya antigua con un pequeño y exquisito diamante que le sentaba muy bien. Stevie estaba encantada y Carole se alegraba por ella. Merecía toda la dicha que la vida le diese después de ofrecer tanto amor y consuelo a los demás, en particular a su amiga.
– Iremos a Las Vegas el treinta y uno por la mañana. Alan ya ha hecho una reserva en el Bellagio para nosotros, y también otra para ti.
– Allí estaré impaciente. Oh, Dios mío, tenemos que ir de compras. Necesitas un vestido -dijo Carole, animada e ilusionada.
– Podemos ir con Chloe. Hoy deberías descansar. Ayer tuviste un día muy largo.
Carole se levantó despacio de la cama y se sintió mejor después de tomar una taza de té y unas tostadas. Stevie fue al médico con ella y por el camino hablaron de la boda. El neurólogo dijo que Carole estaba muy bien y le aconsejó que se lo tomara con calma. Se quedó atónito al darle un vistazo a su historial y leer el informe de la doctora de París, que había hecho un resumen final en inglés para él.
– Es usted una mujer afortunada -le dijo.
Le pronosticó que tendría fallos de memoria durante un período de entre seis meses y un año, que era lo que le habían dicho también en París. El médico no la entusiasmó; prefería a la doctora de París. Sin embargo, no tenía que volver a visitarle hasta un mes después, solo para una revisión. Entonces harían otro TAC como simple medida de control. Además, continuaría haciendo rehabilitación.
El médico que impresionó favorablemente tanto a Carole como a Stevie fue la neuropsicóloga a la que Carole visitó en la misma consulta justo después del neurólogo, un hombre metódico, preciso y muy seco. La neuropsicóloga entró en la sala de exploración para visitar a Carole con la energía de un rayo de sol. Era menuda y delicada. Tenía unos grandes ojos azules, pecas y el pelo de color rojo intenso. Parecía un duendecillo y era muy despierta.
Al entrar se presentó sonriente como la doctora Oona O'Rourke. Era una irlandesa de pura cepa y se notaba en su acento. Carole sonrió al mirar a la doctora, que se subió de un salto a la mesa con su bata blanca y miró a las dos mujeres sentadas frente a ella. Stevie había entrado en la sala de exploración con Carole para prestarle apoyo moral y aportar datos que pudiese haber olvidado o ignorase.
– Bueno, tengo entendido que echó a volar por un túnel de París. Estoy impresionada. ¿Cómo fue?
– No demasiado divertido -comentó Carole-. No era precisamente lo que tenía pensado para mi viaje a París.