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El avión despegó del aeropuerto internacional de Los Ángeles a la hora prevista y ella se puso a leer el libro que había llevado. A medio camino se durmió y, tal como había solicitado, la despertaron cuarenta minutos antes de la llegada, con lo que tuvo tiempo de lavarse los dientes y la cara, peinarse y tomar un té de vainilla. Mientras aterrizaban miró por la ventanilla. Era un día lluvioso de noviembre en París y el corazón le dio un vuelco al volver a ver la ciudad. Por razones que ni siquiera conocía con certeza, efectuaba una peregrinación en el tiempo y, después de tantos años, sentía que volvía a casa.

2

La suite del Ritz era tan bonita como Carole esperaba. Todas las telas eran de seda y satén; los colores, azul celeste y oro. Carole tenía un salón y un dormitorio, además de un escritorio Luis XV en el que conectó su ordenador. Le envió a Stevie un correo electrónico diez minutos después de llegar, mientras esperaba unos cruasanes y una tetera llena de agua caliente. Había traído reservas de su propio té de vainilla para tres semanas. Parecía absurdo, ya que se lo enviaban desde París, pero así no tendría que salir a comprarlo. Stevie se lo había metido en la maleta.

Carole decía en su correo electrónico que había llegado bien, que la suite era magnífica y que el vuelo había sido perfecto. Comentaba que en París llovía, pero que no le importaba. Mencionaba que apagaría el ordenador y no volvería a escribir en unos días. Si tenía algún problema telefonearía al móvil de su secretaria. A continuación pensó en llamar a sus hijos, pero al final decidió no hacerlo. Aunque le encantaba hablar con ellos, ya tenían su propia vida. Además, aquel viaje era solo suyo. Era algo que necesitaba hacer por sí misma. Aún no deseaba compartirlo con ellos. Además, sabía que les resultaría un tanto raro que se pusiese a vagar por Europa ella sola. Les parecería patético, como si no tuviese nada que hacer ni nadie con quien estar, cosa que no dejaba de ser cierta.

Sin embargo, le apetecía mucho hacer ese viaje. Ahora percibía que la clave del libro que trataba de escribir estaba allí, o al menos una de sus claves. Sus hijos se preocuparían si se enteraban de que viajaba sola. En ocasiones ellos y Stevie eran más conscientes de su fama que Carole. A ella le gustaba ignorarla.

Un camarero con librea vino a traerle los cruasanes y el té. El empleado dejó la bandeja de plata sobre la mesa de centro, en la que ya había pastelillos, una caja de bombones y un frutero lleno, así como una botella de champán enviada por cortesía del director del establecimiento. En el Ritz la cuidaban bien. Aquel hotel le encantaba. Nada había cambiado, pero estaba más bonito que nunca. Se acercó a las alargadas cristaleras que daban a la place Vendôme, bajo la lluvia. El avión había aterrizado a las once de la mañana. Carole había pasado directamente por la aduana y llegó al hotel a las doce y media. Ahora era la una. Disponía de toda la tarde para pasear bajo la lluvia y ver los monumentos. Aún no sabía adónde iría después de París, pero por el momento se sentía feliz. Empezaba a pensar que no iría a ninguna parte; se quedaría y disfrutaría de la ciudad. No había nada mejor. Seguía pensando que París era la ciudad más bonita del mundo.

Sacó de la maleta la poca ropa que llevaba y la colgó en el armario. Se dio un baño en la enorme bañera, se deleitó secándose con las gruesas toallas de color rosa y después se vistió con prendas abrigadas. A las dos y media cruzaba el vestíbulo con un puñado de euros en el bolsillo. Dejó la llave en recepción, pues la placa de latón pesaba mucho y ella nunca llevaba bolso cuando salía a caminar. Los bolsos le estorbaban. Se metió las manos en los bolsillos, se echó la capucha, bajó la cabeza y salió discretamente por la puerta giratoria. En cuanto estuvo en la calle se puso unas gafas oscuras. Para entonces la lluvia se había convertido en una llovizna que caía con suavidad. Bajó los peldaños del Ritz y salió a la place Vendôme. Nadie le prestó atención. Solo era una mujer anónima que salía a dar un paseo por la ciudad. Se dirigió a pie a la place de la Concorde, desde donde tenía pensado dirigirse a la Rive Gauche. Aunque era una larga caminata, Carole estaba preparada. Por primera vez en muchos años podía hacer lo que quisiera en París e ir a donde le apeteciese. No tenía que escuchar las quejas de Sean ni que entretener a sus hijos. No tenía que complacer a nadie que no fuese ella misma. Comprendió que ir a París había sido una decisión muy acertada. Ni siquiera le importaba la ligera lluvia de noviembre ni el aire frío. Su gruesa chaqueta la abrigaba y los zapatos con suela de goma mantenían sus pies secos sobre el suelo mojado. Entonces alzó la mirada al cielo, respiró hondo y sonrió. No había ciudad más espectacular que París, fueran cuales fuesen las condiciones meteorológicas. Para ella, el cielo de aquella ciudad era el más bonito del mundo. Ahora, más allá de los tejados, parecía una luminosa perla gris.

Pasó frente al hotel Crillon y llegó a la place de la Concorde, con sus fuentes y estatuas, y el tráfico que pasaba zumbando junto a ellas. Se quedó allí un buen rato, impregnándose de nuevo del alma de la ciudad, y luego siguió a pie hacia la Rive Gauche con las manos en los bolsillos. Se alegraba de haber dejado el bolso en la habitación. Habría sido un fastidio llevarlo encima. Así se sentía más libre. Solo necesitaba dinero suficiente para pagar un taxi de regreso si se alejaba en exceso del hotel y estaba demasiado cansada para volver a pie.

A Carole le encantaba vagar por París. Siempre le había encantado, incluso cuando sus hijos eran pequeños. Les llevaba de paseo por toda la ciudad, a todos los monumentos y museos, y también a jugar al Bois de Boulogne, las Tullerías, Bagatelle y los Jardines de Luxemburgo. Allí habían sido felices, aunque Chloe recordaba muy poco de aquel tiempo y Anthony se alegró de volver a casa. El niño echaba de menos el béisbol, las hamburguesas y los batidos, la televisión estadounidense y la Super Bowl. Al final, resultó difícil convencerle de que la vida era más emocionante en París. Para Anthony no lo era, aunque tanto él como su hermana habían aprendido francés, igual que Carole. Anthony todavía lo hablaba un poco, pero Chloe lo había perdido, y en el avión Carole había comprobado con alegría que aún podía arreglárselas bastante bien. Pocas veces tenía la oportunidad de practicarlo. Cuando vivían allí se esforzó y llegó a hablarlo con mucha soltura. Aún se defendía muy bien, aunque con la confusión entre le y la típica de los estadounidenses. Para cualquier persona que no hubiese crecido entre francófonos era difícil hablarlo a la perfección. Sin embargo, cuando vivían allí Carole había estado muy cerca de dominar el idioma, y dejaba impresionados a todos sus amigos franceses.

Cruzó hasta la Rive Gauche por el puente de Alejandro III, en dirección a los Inválidos, y luego subió por los muelles, pasando junto a todos los anticuarios que aún recordaba. Bajó por la rue des Saint Pères y con paso lento puso rumbo a la rue Jacob. Había vuelto allí como una paloma mensajera, y se metió por el corto callejón en el que estaba su casa. Durante los ocho primeros meses que pasó en París con sus hijos, vivieron en un piso que el estudio alquiló para ellos, pero que para ella, los dos niños, una secretaria y una niñera resultaba pequeño y al final se trasladaron a un hotel durante unas pocas semanas. Carole matriculó a los niños en un colegio estadounidense y, cuando terminó la película y decidió quedarse con su familia en París, encontró esa casa, justo detrás de la rue Jacob. La vivienda era una pequeña joya que daba a un patio particular y contaba con un jardín precioso en su parte trasera. La casa poseía las dimensiones adecuadas y tenía mucho encanto. Las habitaciones de los niños y la niñera, con ventanas oeil de boeuf y mansarda, estaban en el último piso. Su habitación en el piso inferior era digna de María Antonieta, con techos muy altos, cristaleras alargadas que daban al jardín, suelos del siglo XVIII y boiseries, y una chimenea de mármol rosado que aún funcionaba. Carole tenía un despacho y un vestidor junto a su dormitorio, y una enorme bañera donde se daba baños de burbujas con Chloe o se relajaba a solas. En la planta principal había un gran salón, un comedor y una cocina, así como una salida al jardín, donde solían comer en primavera y verano. La casa, construida en el siglo XVIII para algún cortesano, era una auténtica belleza. Nunca averiguó toda su historia, pero resultaba fácil imaginar que era muy romántica. Y para ella también lo fue.