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– ¡Espera!-dice de pronto, al tiempo que aprieta los frenos y echa pie a tierra. Eva mira para atrás, y al ver a Ginés parado, frena a su vez la bicicleta y acaba deteniéndose unos metros más adelante.

– ¿Qué pasa ahora?-dice, volviendo la cabeza.

Ginés tarda en responder. Está mirando, fijamente, sin pestañear, hacia el coche atravesado en el barranco.

– Hay algo… Hay algo dentro del coche.

Eva hace ademán de ir a replicar, pero al mirar hacia el coche su expresión cambia, se aparta las gafas de sol, dejándolas sobre la frente, y por unos instantes también ella se queda muda, con el ceño fruncido y la mirada fija y concentrada. En las plazas delanteras del coche, probablemente en la del conductor, hay un bulto erguido y rígido, inmóvil. El bulto bien podría corresponder a una persona, una persona sentada y ligeramente inclinada hacia delante.

Es evidente que este caso es diferente al de otros coches que han encontrado en el camino, coches en los que la forma de los reposacabezas, o de una chaqueta colgada en un respaldo, les engañó momentáneamente con la ilusión de una presencia humana. Sin bajarse de la bici, Eva da la vuelta y pedalea hasta llegar al lado de Ginés. Desde ahí el bulto todavía parece más humano, casi se distingue el color claro de la cara en contraste con el más oscuro de las prendas que le cubren el torso.

– Vayamos a ver qué es-dice Ginés.

Dejan las bicicletas en el suelo, saltan el guardarraíl y se quedan un momento al otro lado, inmóviles, indecisos. Desde esa distancia, el objeto que atrae toda su atención ya sólo puede ser una persona, o en todo caso un muñeco con la forma perfecta de una persona. La pareja empieza el descenso en completo silencio. El talud sobre el que se asienta la carretera es extenso y bastante inclinado, de tierra blanda en la que crece una hierba rala y desmedrada. Los talones se hunden en el descenso y la tierra se mete dentro del calzado, pero ni Ginés ni Eva piensan de momento en eliminar esa molestia. Finalmente llegan al pie del talud; allí empieza un terreno irregular pero más agradable, con arbustos y carrascas y una bajada no tan pronunciada. Aquí hacen otra pequeña parada. La figura del interior del coche sigue totalmente inmóvil; cada vez se ve más claro que es efectivamente un cuerpo humano, aunque choca un poco el hecho de que toda la cabeza se vea clara, y hasta brillante, como si no tuviera pelo.

– Debe de estar muerto-dice Ginés, sin ocultar su nerviosismo-. No puede ser que haya estado aquí, quieto, durante tanto…

Una brutal detonación interrumpe las palabras de Ginés, que se contrae y se lleva instintivamente las manos a la cabeza.

– ¿Qué haces? ¿Estás loca?-dice, al ver a Eva con la pistola en la mano, alejándola de su cabeza para librarse del humo que desprende.

– Está muerto-dice Eva, sin mirar a Ginés-. No se ha movido, ni un milímetro.

– Claro… claro, pero… podrías haber avisado… ¿Al menos… al menos habrás disparado al aire…?

– Por supuesto.

Ginés todavía resopla del susto. No se esperaba el disparo, no esperaba siquiera que Eva cogiera la pistola antes de echarse a andar, a pesar de que era lo más lógico, lo más prudente. Pero Ginés estaba tan distraído, iba tan atento mirando al coche, que no ha reparado en lo que la chica estaba manipulando.

De nuevo se ponen en marcha. Eva extrae el cargador del arma y repone cuidadosamente la bala que falta con una que ha sacado de su bolsillo. Lo cierto es que hace apenas dos horas, cuando todavía estaban en la habitación, ha hecho algunas prácticas poniendo y sacando el cargador y disparando por la ventana.

– Es un cuerpo, es un cuerpo, quiero decir que…

– Que está muerto-concluye Eva.

– Sí, pero por lo menos… ¡es el primer ser humano que encontramos! Es buena señal, a lo mejor… a lo mejor… en la ciudad…

Ginés no concluye la frase. Han llegado a la pequeña carretera por la que circulaba el coche. La atraviesan y empiezan a bajar por el barranco, cuya pendiente es mucho más pronunciada. En algún momento incluso resbalan y bajan un trecho patinando, sujetándose con las manos a las matas ásperas y recias que crecen aquí y allá.

– La cabeza…-dice Ginés-es… es completamente calvo: el pelo… sólo… sólo tiene un poco, en las sienes, por eso se veía tan raro…

El coche está cada vez más cerca, ya sólo deben de faltar quince o veinte metros para llegar a él. A través del cristal de la ventanilla, iluminada directamente por el sol, la figura que hay en su interior parece esperar en una serena quietud, ligeramente inclinada hacia el volante. Ahora ya se puede afirmar que es un hombre, un varón más bien delgado, no joven, incluso podría ser un anciano; sólo en su rostro hay algo turbio y difuso, acentuado tal vez por el escorzo, que impide sacar más conclusiones.

– El primer ser humano. El primer ser humano que encontramos y… y está muerto…

Todo el nerviosismo, la ansiedad, la tensión del momento se le escapa a Ginés por la boca en forma de palabras. Eva ha optado por un austero silencio, pero su mirada, su expresión, la forma en que aferra la pistola, delatan la terrible tensión a la que se ve sometida.

Ya están junto al coche. Es una berlina de mediano tamaño, con bastantes años a cuestas. Resulta difícil precisar el estado de conservación en que se hallaba en el momento de sufrir el accidente. Ahora tiene la chapa sucia y magullada, las luces y algunos cristales resquebrajados, aristas hundidas, plásticos desprendidos y restos de vegetación adherida. Pero está de pie, no demasiado inclinado, inmovilizado en el fondo del barranco.

– ¡Dios mío… la cara…!-dice Ginés acercándose con precaución a la ventanilla-, ¡tiene un hematoma… horrible! De lejos ya me parecía que había algo raro…

– No murió en el acto. Aunque pudo perder el conocimiento… seguramente perdió el conocimiento.

– ¿Y tú cómo sabes eso?-dice Ginés, casi irritado.

– No lo sé, es por lógica: si estás muerto no hay circulación sanguínea. Todo se para… ah, y no llevaba puesto el cinturón.

– Por eso… por eso el golpe… El accidente… tampoco era para tanto.

Ginés se queda en el lado del conductor, con una actitud más reflexiva, más deductiva. En cambio Eva empieza a rodear el coche observándolo todo, lanzando, de vez en cuando, miradas a su alrededor.

– No era viejo, no lo parece… es la falta de pelo lo que le hacía parecer…

– Era más o menos como tú-dice Eva, empinándose para mirar sobre el techo.

– ¿Como yo?

– De tu edad, quiero decir.

– De mi edad…-repite Ginés pensativo.

– Creo que no llegó a dar ni una vuelta de campana.

– Puede ser. No se ha roto del todo ningún cristal.

– Por eso está intacto…

– ¿El qué?

– El-dice Eva señalando al interior del coche-. Si no ya habría entrado alguna alimaña y…

– Los cristales cerrados… todos…

– Llevaría el aire acondicionado.

La tensión va decreciendo gradualmente, la ausencia de sorpresas contribuye a ello. La pistola cuelga al final del brazo, apuntando al suelo; pero Eva todavía mira de vez en cuando hacia el exterior, oteando el paisaje de los alrededores. Ginés, en cambio, se sume en un estado de atónita reflexión.

– ¿Y cómo es que éste no… no desapareció…?-dice, con la mirada perdida-. Hemos visto un montón de coches, y algunos mucho más destrozados…

Eva acerca la cara a la ventanilla del lado del pasajero. No se tiene que agachar, más bien tiene que sujetarse a la moldura del techo, porque el terreno baja mucho por ese lado y el calzado tiende a resbalar sobre las hierbas.

– Podría ser…-dice Ginés-, puede ser que nos estemos alejando… que estemos saliendo de la zona… de la zona de influencia de…