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Eva mira una vez más en derredor, con desconfianza, como el ratero que va a cometer un delito, y a continuación posa su mano en la manilla de la puerta. Pero no la acciona.

– A lo mejor más allá, en la ciudad… empieza a haber gente…

– Tendríamos que entrar-dice Eva-o sea… abrir alguna puerta. En realidad… habría que… certificar que realmente está muerto.

– ¿Cómo quieres que no esté muerto?-replica Ginés, despertando de sus cavilaciones-. Con ese color que tiene en la piel…

– Desde aquí se le ve mejor la cara.

Eva acerca de nuevo su cara al cristal y la desplaza por éste en todas direcciones. Su mano izquierda se sujeta en la moldura del techo, mientras que la derecha, ocupada por la pistola, se apoya en el anclaje de lo que fue el retrovisor.

– Mira… hay una hoja de papel… entre la palanca de cambios y… parece ropa… una chaqueta.

Ginés rodea el coche hasta llegar al lado de Eva. Pero los pies le patinan en el terreno inclinado, y se agarra como buenamente puede al vehículo, que se balancea un momento, con un breve movimiento de barca.

– ¡Cuidado!-dice Eva-. Aún se nos va a venir encima.

Ginés afianza bien los pies y se apoya en la carrocería, empujando en vez de estirar.

– ¿Qué dices de un papel?

– Sí-dice Eva, apartándose un poco para dejar sitio a Ginés-, hay un folio, una hoja de papel…

Ginés se acerca a la ventanilla. Desde este punto de vista se ve mejor al ocupante del coche: el hematoma apenas afecta a la parte derecha de la cara, y además la cabeza está ligeramente girada hacia ese lado. Ginés mira un momento a través del cristal, moviendo la cabeza como antes ha hecho Eva, hasta que de pronto se queda quieto, en completa inmovilidad, durante unos segundos, y después empieza a retroceder muy lentamente, con el cuerpo muy erguido, mirando al coche como si lo viera en este momento por primera vez.

– ¿Qué pasa?-dice Eva.

Ginés se ha quedado quieto a unos pasos del coche. Es evidente que alguna idea ocupa su cabeza, una idea que no tenía cuando empezaron a inspeccionar el coche, que nada tiene que ver con la curiosidad errática y reflexiva, un tanto miope, que ha mostrado hasta el momento.

– ¿Qué pasa? ¡ ¿Qué coño pasa ahora?!

– Nada… nada-dice Ginés-, que… habrá que abrir. Habrá que abrir, como tú dices.

Ginés ha contestado, pero continúa con la vista clavada en el coche. Eva le mira un momento, en silencio, después deja escapar un resoplido corto y despectivo, y a continuación se da la vuelta y acciona la manilla de la puerta.

– Debe de estar atascada-dice, mientras tira de la manilla, cada vez con más fuerza-por el choque, la carrocería se debe de haber…

Eva deja la pistola sobre el capó, y agarra con las dos manos el tirador, estirando con todas sus fuerzas.

– No puede ser que esté cerrada-dice Eva, con la voz deformada por el esfuerzo-, el pivote… el pivote está…

La puerta se abre de golpe. Eva sale disparada hacia atrás, y además sus dedos pierden el asidero, de modo que se cae llevándose consigo a Ginés, que estaba detrás de ella y acaba también en el suelo. Los dos quedan en un torpe amontonamiento del que les cuesta un tanto levantarse, en una situación que habría resultado cómica en circunstancias menos dramáticas.

Finalmente, cuando ya están los dos en pie, con Eva en una posición más cercana al coche, les recibe el aliento inconfundible, vagamente dulzón, que la puerta abierta ha dejado salir al exterior.

– Creo que no hará falta comprobar si respira-dice Eva, llevándose una mano a la nariz.

Pero Ginés mira al interior del coche con ojos desorbitados, con una mirada fija y obsesiva que apenas puede ocultar el horror. En el asiento del conductor, el cadáver no se ha movido a pesar del balanceo que ha sufrido el vehículo con la apertura de la puerta; la rigidez del cuerpo se lo ha impedido. La boca está ligeramente abierta, mostrando un hueco negro y sin brillos; y entre los párpados entrecerrados, amoratados, se entreven las córneas veladas, con la opacidad de la muerte. Ya no hay vida en ese cuerpo, ni siquiera un reflejo de ella, sólo en las prendas de vestir -una camiseta de manga corta y un pantalón de chándal, con el aditamento de unas bambas un tanto chillonas-hay cierto aire de normalidad, de cotidianeidad. Eva se vuelve un momento para mirar a Ginés.

– Tranquilo, tío-dice al ver la expresión horrorizada de su compañero-, sólo es un muerto, no es un muerto viviente.

– Coge… coge la chaqueta, por favor… la chaqueta… en el asiento.

– ¿La chaqueta?… ¿Para qué quieres la chaqueta? ¡ ¿Qué coño te pasa ahora?!

– La cartera… la documentación-dice Ginés, señalando vagamente hacia la puerta abierta, como si un temor supersticioso le impidiese acercarse-, seguro que la lleva en la chaqueta.

– ¡Pero explícame qué pasa!-protesta Eva, con una irritación que tiene mucho de temor, de creciente nerviosismo.

– ¡No puede ser! ¡No puede ser!-dice Ginés con una entonación suplicante, plañidera.

Eva da un paso hacia el coche, arrebata la chaqueta del asiento, de un manotazo, y la palpa y revuelve hasta dar con el inconfundible bulto de una cartera en uno de los bolsillos. Sacar la cartera, abrirla, buscar con la vista y leer un nombre le lleva pocos segundos.

– Andrés Gómez Garrido.

Ginés se queda boquiabierto, anonadado. Con el labio inferior flojo y húmedo, y los ojos horrorizados, parece que ha envejecido diez años de golpe. Tan sólo acierta a repetir «¡No puede ser, no puede ser!», como si su pensamiento, escapando a conclusiones más terribles, se hubiera quedado atascado en ese callejón sin salida.

– Pero ¿me puedes decir…?-empieza a decir Eva airadamente, hasta que de pronto se interrumpe impactada por un recuerdo, por una sospecha-. Un momento… Andrés… ¿Andrés no era… no se llamaba así…? ¡No me digas que…!

– Está muy cambiado-dice Ginés con voz llorosa-, pero… en realidad… la cara… desde el principio me lo pareció… y la cabeza… esa forma del cráneo, ¡ es verdad!, ya empezaba a estar calvo entonces, con veinte años… era… era una rareza, nosotros nos burlábamos de eso… ¡Nos burlábamos!

– Andrés… ¡Andrés era el Profeta! ¡Es ese tipo… es el Profeta… es vuestro jodido Profeta… y está muerto!

Eva se ha animado súbitamente, como si el descubrimiento fuese para ella una excelente noticia. Negando con la cabeza, con alegre incredulidad, se apoya en el lateral del coche, a la altura de la puerta de las plazas traseras. Ginés en cambio ha retrocedido un paso más. Él también niega, pero su forma de negar es la del niño que intenta, sin fe, escapar de la jeringa que prepara el médico.

– ¿Cómo puede ser?… Él no…

– ¡Ésta sí que es buena!-dice Eva-. ¿Así que el famoso personaje…?

– Pero él… ¿Cómo es que él no…? ¡ Es el único que no ha desaparecido!-dice Ginés, como el que se agarra a un clavo ardiendo-. ¿Y por qué lo hemos encontrado? ¿Por qué nosotros…?

– ¡Por casualidad, hombre, por puñetera casualidad! Como todo lo demás que nos ha pasado, como el orden en que ha ido desapareciendo la gente…

– Te equivocas-dice Ginés con ansiedad, atropelladamente-, tiene que haber alguien, una inteligencia, aquí… aquí hay un plan, un plan preestablecido y además… ¿Por qué él… por qué… por qué lo hemos encontrado?

– ¡Y dale!

Con un brusco movimiento, Eva se asoma al interior del coche y saca una hoja de papel, y se pone a leerla inmediatamente. La hoja podría ser una carta: tiene un breve encabezamiento, y después unos cuantos párrafos de apretada letra de ordenador que ocupan casi toda la página. Eva empieza a leer con un gesto de incredulidad, de incomprensión, con el ceño fruncido, y luego nace en su boca un gesto de vaga repulsión, una sonrisilla despectiva; después niega con la cabeza, resoplando por la nariz, con suficiencia, y de pronto levanta la mirada del texto y se queda unos segundos inmóvil, pensativa.