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Esto es una especie de infección, dijo, y tenía la voz rara, no sólo de alcohol y tabaco, faringítica, sino desposeída de algo, mutante. Mi marido me está dejando, o me ha dejado ya, dijo, pero nada ha cambiado, porque todo nos lo hemos contado siempre y nos lo seguimos contando, con quién nos hemos acostado, por ejemplo. Hemos sido felices contándonos estas cosas, nos hemos reído mucho y hemos llorado también, y ahora mi marido me cuenta el caso de la chica de Roma, pero no nos reímos, ni lloramos, no lloro, entiéndame usted. Se ha vuelto reticente mi marido, y brutal, no me contaba nada de la chica porque ni siquiera tenía importancia, dice, la chica era un aburrimiento, en la cama y fuera de la cama, idiota, lo normal a su edad, diecisiete o dieciocho años, un inaguantable aburrimiento, como ahora la semiótica para mí, y luego empezó a ser importantísima, vital, la chica, digo, así que tampoco podía contarme nada mi marido, Franco, usted cenó con nosotros un día.

Así fue. Éste es el alumno del que te cuento, diría a su marido la professoressa, remitiéndose a nuestra expedición al sofá. Reirían o llorarían, alegres o desdichados, o alegres y desdichados. El exceso de dolor genera cierta modalidad de risa y la plenitud de alegría produce lágrimas.

No era únicamente mi condición de desconocido de paso, extranjero, fantasma, a punto de desvanecerme en impalpabilidad a través de la ausencia, lo que interesaba a mi professoressa X. Había valorado mi presencia en Roma, mi probable asiduidad a cafés y bares, mi capacidad de desaparecer permaneciendo en mi sitio, mi tendencia evidente a la invisibilidad, que tiene su atractivo, dijo la professoressa con percepción semiótica, fisiognómica. ¿Conoce usted el Caffè Boiardo, en via Boiardo? Allí está la chica. La primera vez que oí hablar de la chica tuve una impresión de cosa insignificante, escuálida, indiferente, un aburrimiento, pero ya sabe usted, también existe el gusto por lo visto y oído muchas veces, el placer de la repetición pornográfica, no me desagradaba del todo volver a oír hablar de la chica, y luego la repetición se transformó en irritación, en repugnante desprecio por la puttana romana lolitesca, lo diré así, espía de la policía, confidente, puta. Muchas cajeras de bares se llevan a los viejos a apartamentos próximos al local para un polvo rápido, una scopata sparata, creo que precisó exactamente la professoressa, principessa de la semiótica. Estas chicas son recolectoras de información policial, spie esperte in pompini, soplonas especialistas en mamadas, y yo sentí hacia la chica un desprecio absoluto, y me di cuenta de que el desprecio era fundamentalmente un modo de envidia, un tipo de envidia superior, superlativa, dijo la professoressa. He alcanzado una plusmarca mundial de envidia, resentimiento y rabia y odio, es decir, una plusmarca de profunda vergüenza. No la ha visto nadie, a la chica, es impresentable. Amigos y amigas comunes me han hablado de otras aventuras de Franco con presentadoras o heroínas de reality show, e incluso con la diputada de Alleanza Nazionale que mordía la medalla con la efigie del Duce cuando se corría, y con dos astronautas rusas, pero a la cajera del Caffè Boiardo la rodea un silencio rotundo. Y también calla Franco. No quiere mentir, pero tampoco quiere decir la verdad. Yo diría que le falta franqueza, Offenherzigkeit, pues no suelta toda la verdad que conoce, pero no sinceridad, Wahrhaftigkeit, siempre en términos kantianos, para entendernos. Creo que dice con verdad todo lo que dice.

Había cambiado poco el despacho de X en cinco años, aunque algo había cambiado el color de las torres de libros recibidos todos los días desde todos los continentes con encuadernaciones y portadas que ahora van del amarillo pálido al anaranjado, según las modas editoriales, en sustitución de los verdes y azules de 1999, si la memoria no es daltónica siempre. Los libros llegados en las últimas semanas, en el último año, aún no habían asaltado los anaqueles de la biblioteca para ser perpetuamente escoltados, atrapados, ocultados u obstaculizados por un ejército de tazas, estatuillas de animales y homúnculos, un martillo, una balanza, tres jeringas, dos inhaladores para el asma, trofeos y souvenirs turísticos y académicos. Toda esta turba polvorienta de tazas y trofeos había caído en una especie de invisibilidad visible después de ser vista muchos días durante muchas horas inconsciente e inevitablemente. Sólo yo veía ahora, como cinco años antes, la postal de Lord Rochester y su mono, junto a la radiografía enmarcada del interior de una maleta con, entre ropa y utensilios de baño, un revólver de aspecto cinematográfico, Serie Negra o Serie B, en un color verde enfermizo, mucho más enfermizo que la última vez que lo vi. Sólo yo veía mi foto junto a X y aquel joven experto en obras de arte desconocidas, Casadei o Graziadei o Galitzini, conocedor de pinturas secretas, escondidas en palacios, descubiertas en un garaje después de una guerra, el perro repugnante de una princesa de Borbón pintado por Tiepolo, o la nieta de Tiziano pintada por un Ti- ziano tembloroso, o la naturaleza muerta de un ignoto bodegonista holandés que pasó por Palermo. Fue mi amigo aquel Galitzini, de ojos que parecían buscar siempre en un plato suculento, especialista de la intimidad impersonal. Sólo yo veía los portarretratos con las superheroínas de la factoría Marvel, vigilantes de los libros, miles de libros, del suelo al techo, una acumulación descomunal de palabras momificadas que circularía vertiginosamente por el sistema neuronal de la professoressa X. Sólo yo veía la maqueta del avión de Lufthansa y el ennegrecido tapón de botella con forma de chimenea de central nuclear u hongo de explosión atómica, un tapón de botella que golpeó su frente en un lejano cotillón de fin de año en Sils María, y, detrás de la escalera de mano que sirve para alcanzar los anaqueles más altos, la reproducción reducidísima, en una caja de cristal y madera, del dormitorio donde Holofernes perdió la cabeza, incluyendo cortinones y tapices miniatura bordados a mano en oro, sábanas blancas manchadas de sangre, la mesa, la vajilla y los candelabros, además del cuerpo decapitado de Holofernes, y Judit vestida de princesa y acompañada por una sierva vestida de sierva, la espada en la mano derecha de Judit y en la izquierda la cabeza cortada de Holofernes, general de Nabucodonosor, rey de toda la tierra. El paso del tiempo, cinco años, ha disipado el pegamento y ahora la cabeza está en el suelo. El pelo de la cabeza caída es pelo real, no masculino probablemente. Una monja se lo cortaría a sí misma, y se pincharía en un dedo con un alfiler para empapar de sangre las sábanas y las alfombras. Esta pieza es obra de monjas en un convento de Nápoles: el aburrimiento infinito produce estos efectos virtuosos. Donne Demone (Arnaldo Mondadori Editore S.p.A., Milano, 1996) es el mayor éxito de la professoressa X, un estudio sobre la representación en la iconografía occidental de Judit la decapitadora, y Dalila, que cortó la cabellera de Sansón, y Yael, que taladró con un clavo la sien del capitán Sisara, y Porcia, que se atacó a sí misma con un punzón, y Cleopatra, la de la culebra venenosa de cuello extensible, y las superheroínas Mary Marvel, Black Widow, Man-Killer, Invisible Girl, Phoenix, Ultragirl, Valkyrie, Tundra, Cat, Gamora, Mantis, Mujeres Demonio. Sólo yo veía ahora las fotos de la professoressa X en estrados de prestigio internacional y en compañía de los auténticos superhéroes mundiales, sabios y estadistas y magnates. Y ahora mismo la veía, real, rodeada por su maquinaria de poder, tras la mesa de despacho y sus millones de papeles, en su sillón de cuero verde, desde mi silla, al otro lado de la mesa, siguiendo los movimientos de la mano envuelta en una soñadora columna de humo.