Выбрать главу

Ya ve usted, dijo monseñor Wolff-Wapowski, han atacado las iglesias cristianas de Irak, en domingo, día del Señor precisamente, mi domingo espléndido, pensé yo, tres iglesias en Bagdad y una al norte, en Mosud. Yo conozco estos sitios, me he reunido con el patriarca de Babilonia. Empezaron quemando licorerías y acabaron en las iglesias, dijo WW, con firmeza lógica, casi policiaca, siguiendo el rastro que llevaba de las licorerías a la Sangre de Cristo y la iglesia de la Asunción, armenia, la conozco perfectamente, repitió WW, como si hubiera estado unos minutos antes en Bagdad.

Dio la vuelta al periódico para no ver más la realidad terrible, Il dolore del Papa: «aggressione ingiusta», quizá para extinguir el dolor del Papa y la meditación sobre la posible existencia de agresiones justas, y apareció un recuadro minúsculo, una microfoto de 20 por 20 milímetros, una mujer, una cara que me obliga a mirarla, asimétrica, dos gestos en una sola cara, conocida, porque es innegablemente Francesca, o su Doble. «Parla la Donna: Ho fatto catturare il Killer», dice la Donna, Francesca irrebatiblemente. ¿Qué es esto?, digo, con el dedo en Francesca, no exactamente en Francesca, sino bajo el mentón y el largo cuello, donde estaría el pecho, cortado por el encuadre de un fotógrafo obediente a la ley periodística de borrar lo insignificante. Ya ve usted, dice Monseñor, hay quien todavía distingue el mal a primera vista y nos lo señala, dice, mirándome a los ojos, ojos azules de plomo, Monseñor, traje negro antirreflectante de seda metálica, pechera negra y blanco alzacuellos. De las mangas surgen las muñecas desnudas, e imagino una pechera que finge ser una camisa, sujeta con elásticos y lazos secretos a la espalda desnuda, la carne bajo el negro sacerdotal, el pecho lampiño apenas manchado por el vello blanco de la vejez angustiosa. Si no sabemos distinguir el mal, ¿podemos distinguir el bien?, dijo monseñor Wolff-Wapowski. ¿Quiere que, ahora que se quedará usted con nosotros, le confiese algo que no repetiré jamás ni nunca admitiré haber dicho? Echo de menos a la extinta Unión Soviética, un mal consistente, serio, ordenado, institucional. Esta señora ha visto al mal, al asesino, una criatura que había matado a un policía, ha visto el mal, de frente, aquí mismo, en via Petroselli, ha mirado a los ojos al asesino y no se ha dejado tragar por esos ojos. ¿Me entiende? Llevaba gafas oscuras, la señora: no se puede mirar directamente al sol, al mal, quiero decir. No ha tenido miedo, y ha distinguido el mal a pesar de que parecía un hombre limpio y afeitado, como usted. Ha visto el mal a pesar de las apariencias, ¿me entiende? Ha visto las marcas, porque hay marcas, no todo es engaño en el mal, hay un lunar en ese hombre, una boca torcida hacia la izquierda, fea. Se lo ha señalado a una vigilante urbana, otra mujer, fíjese usted. Ha habido un tiroteo y está muerto el asesino. ¿Sabe usted lo que dice la mujer? Está orgullosa. No he tenido miedo, dice. Nadie se avergüenza de haber sido valiente.

La Morte del Killer in Fuga, contaban las crónicas, y nada sabía yo del killer en fuga buscado en toda Italia, tomado al azar por la telecámara de una institución bancaria romana poco antes de morir: de esa visión videográfica ha salido la foto del periódico. El killer es el pobre y terrible hombre cansado del sobre blanco en la mano, reconocido cerca del Circo Massimo por una señora que avisó a dos guardias que avisaron a dos militares, carabineros, que se fueron a la caza del killer, Varotti, según el Corriere. Varotti empuña una pistola, 357 Magnum, y abre fuego, captura a una rehén, turista belga, convierte la rapiña en incidente internacional. Dios mío, me mata, piensa la belga.

La mato, yo estoy muerto ya, os mato a todos, grita el killer, y recibe dos tiros, en el cuello, entre el cuello y la cabeza, en la nuca, calibre 9 Parabellum, el bandido Vanni Varotti, de Marsciano, en el valle del Tíber. Erano le 11.55 e un sabato romano pigro e afoso stava per diventare un giorno memorabile, dicen las crónicas, al principio del viale Aventino, frente a la explanada polvorienta del Circo Massimo, muy cerca del kiosco de refrescos que tiene el toldo verde. Iban nueve días de persecución del bandido Varotti, trescientos testigos creían haberlo visto en Údine, Nápoles y Cosenza, y avisaban a la policía, hasta que verdaderamente fue visto en Roma el sábado memorable y sofocante, y abatido a tiros por los carabineros Bosio y Testa. Había matado al carabinero Nigro en la provincia de Rávena una noche de luna llena, Hombre Lobo, y en Roma vivía entre los vagabundos de Stazione Termini y sus alrededores, aunque, bien afeitado, parecía alojarse en un hotel mediocre, y, a pesar de que paseaba por Roma como un viajante en vacaciones, las unidades que patrullaban por toda la ciudad no lo veían mientras lo captaban las cámaras callejeras policiacas.

El sábado por la mañana, al mediodía, en via Petroselli, a menos de un kilómetro del punto donde lo iban a matar, Varotti se cruzó con una mujer joven, de unos treinta años. La mujer lo miró a los ojos y sintió un escalofrío, o eso declara a los periodistas. Vio el lunar en el lado izquierdo de la cara y la boca torcida del hombre feo, patológicamente normal en todas sus caras de las que ha quedado testimonio fotográfico. Quizá Varotti percibió el escalofrío de la mujer y la creyó impresionada, en vías de enamoramiento, por decirlo así, pues muchos lo habían mirado sin sentir el mismo escalofrío, camareros de restaurantes y vendedores de motocicletas. Varotti parecía digno de confianza: allí donde llega compra el periódico, busca los anuncios de motos de segunda mano, siempre grandes marcas y grandes cilindradas, localiza al vendedor, exige probar la máquina, la prueba. Huye sobre la máquina veloz, y, a pesar de la boca torcida y el lunar siniestro y el cráneo desnudo de las fotos de ficha policial que difunden las televisiones, es servido en todos los restaurantes, donde paga en metálico con parte de los 55.000 euros que lleva en la mochila junto a un certificado médico, de enfermo de malaria. En todos los restaurantes vuelven a ver ahora el lunar, la boca torcida, el cráneo pelado del killer, y dicen Estuvo aquí, lo vimos y no lo vimos, citando el Evangelio de San Juan ante las cámaras.

Dos carabineros del Nucleo Radiomobile, armados, coordinan en piazza di Porta Capena la operación fulminante y sorprenden al killer por la espalda, llamándolo por su nombre: Vanni, Vanni. No se vuelve Vanni, no reconoce su nombre viejo, en otra vida ya, o no admite ser quien es, el niño delincuente de Marsciano, el viejo criminal infantil, o no quiere serlo, es ya otro, hacia adelante, aunque cada paso lo lleva a quien era, Vanni, Vanni. Entonces acepta ser quien es, se vuelve, dispara dos veces, los dos carabineros responden al fuego, al aire y al bandido, dice la crónica, tras el parapeto de la moto reglamentaria BMW 500, desde el suelo. Corre el killer hacia el kiosco de refrescos y fruta del viale Aventino, busca un rehén que lo salve, una familia belga, padre, madre y dos hijos, católicos, como si ansiara el amparo familiar perdido, tres hermanos y seis hermanas en Marsciano, provincia de Perugia, mansa madre pobrísima y padre alcohólico rabioso desaparecido en 1987, un hermano muerto en el manicomio perugino, otro funcionario municipal infatigable que rebate la fatalidad social-genética, trabajadoras ejemplares todas las hermanas. Pone el killer la pistola en la sien de la señora belga, de Lieja, y tiemblan el marido y los niños, de vacaciones en Roma, recién llegados de un tour por Florencia y Venecia y de paseo arqueológico por el Celio, el Palatino y el Coliseo, cansados y sofocados y al borde del Síndrome de Stendhaclass="underline" palpitaciones, ruido mental y aturdimiento, honda emoción muda ante la belleza, es decir, ojos muy abiertos y palabras atragantadas, eso que llaman nervios en Berlín, dijo el Stendhal genuino. Querían un respiro antes de continuar el bello viaje o de bajar al metro y su reino de sombra en la parada del Circo Massimo, un refresco y un poco de sandía bajo el gran árbol donde se escondió la serpiente. Dios mío, va a matarme, pensó madame Simenon, aunque no se veía en poder del criminal más perseguido de Italia, a quien juzgó un pobre ladrón en el mundo del turismo cada día más obligatoriamente militarizado y blindado. Suéltala, y no disparo, dice el brigadier Bosio. La pistola del criminal tiembla en la cara de madame Simenon mientras el carabinero Testa se acerca por la espalda y dispara en la nuca a Varotti, a bocajarro.