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No vio la aparición del capitán Albanese, del Cuerpo Expedicionario Italiano en Rusia, en todas las pantallas, presentación de las imágenes de la superproducción para cine y televisión Gialla Neve, imágenes de Besaravia en 1941, colinas y viñedos cuando se acerca la vendimia.

Después del crimen en el convoy ferroviario los soldados se adentran en el polvoriento paraíso terrenal, 50.000 hombres hacia Botosani, 300 kilómetros, en Rumania, por caminos difíciles, 50.000 hombres y la impedimenta, caballería y artillería a caballo. Hay que alcanzar al ejército alemán en su avance imparable, llegar al frente antes de que acabe la guerra, pero la carretera es mala. Aquí no hay guerra, sólo sarmientos y frutas maduras y rincones sucios, ratones. La conquista es incruenta y rápida. Los labradores miran, las mujeres sonríen, todos se afanan antes de que la fruta se pudra comida por los pájaros. Los mulos, la maquinaria, los motoristas del general Giovannelli, los camiones Lancia impiden en el estrecho camino el paso de la tropa: cuanto más rápido se quiere avanzar, más se tropieza. Se gripan motores. Estallan neumáticos. Cuando, hacia la rauda victoria, los primeros destacamentos alcanzan Botosani, se han recibido nuevas órdenes: cubrir 200 kilómetros más, hasta Jampol y la retaguardia alemana.

El 30 de julio de 1941 la División Pasubio partirá hacia Jampol, en el frente del río Dniester: los sospechosos, los compañeros del muerto Labranca, se van. Albanese quedará a la espera de órdenes. Es su casa el Ejército, aunque ahora parezca no admitir al solitario capitán Albanese, al borde del camino, sin órdenes concretas, desorientado, perdido en Botosani, relevado de todo servicio. No le han sido devueltos sus antiguos encargos. No tiene deberes que cumplir. Ha caído en la invisibilidad. El general Zingales y sus ayudantes abandonaron la expedición en Viena, y, terminantemente relevado de la investigación del incidente del Brennero, Albanese ni siquiera tiene ya jefe directo, ni subordinados: ha desaparecido de la cadena de mando. Ahora es un espíritu que recorre en moto robada las columnas en marcha. Ya sabe que Labranca no era Labranca, de Turín, sino Bertalotti, de Bolonia, propietario además de cinco nombres falsos, según las investigaciones desde Roma del ingeniero Barile. Albanese paga con sus propios medios una red de informadores que trabaja en el interior del Cuerpo Expedicionario: ya ha perdido la alianza, el anillo de primogénito de los Albanese, la pluma estilográfica americana. Ha cambiado el reloj suizo, regalo de boda, por un reloj fabricado en Colonia. Está a punto de resolver el caso. Ha encontrado a dos individuos que admiten haber tratado a Labranca cuando todavía era Bertalotti y se inmiscuía en la vida sentimental y profesional de todos los que acudían a la misma casa de citas, el mismo café, el mismo cine, en Bolonia. Ahora Albanese sabe, gracias a Barile, que Bertalotti había sido detenido, fichado como anarquista, vigilado, expulsado de la universidad, debilitado, desmoralizado, reclutado como informador de la policía política, pagado. Uno de los dos individuos que conocieron a Labranca-Bertalotti en Bolonia dice haber coincidido también con el soldado que se hace llamar Naldini, aunque Naldini en Bolonia no era Naldini, ni lo suficientemente notable como para que recuerde su nombre boloñés el informador que lo reconoce en la foto que le presenta Albanese. Se comentaba que podía estar en contacto con la policía secreta. Naldini, que dice no saber jugar a las cartas y tiene cara de jugador, salió del vagón la noche del asesinato de Labranca y se manchó las botas de sangre.

El día azul se vuelve amarillo. Va a estallar el penúltimo día de julio una tormenta de agosto. Caen cortinas de agua. Camiones y remolques patinan y se hunden en el barrizal, los mulos se clavan al camino como estatuas temblorosas, chorreantes. Un soldado, Naldini, quiere ver a Albanese, que sale inmediatamente a su encuentro y, avanzando, enfangándose, resbalando, avanzando, piensa ya en una confesión en el infierno. Naldini debería esperarlo fuera de la formación, a la altura de las ambulancias, pero Albanese no lo ve. La formación se ha roto, no hay formación, aunque quiere recomponerse para romperse otra vez, todos cegados bajo el aguacero, en el fango, miles de ciegos en los campos de Besaravia. Ahí está Naldini, sobre el talud, impasible, borrado por la lluvia, como un vigilante. Albanese se acerca, pero Naldini se mueve, se aparta, se aleja, como huyendo súbitamente del diluvio. Las ruedas giran en el barro, los motores aceleran entre gritos, y entonces el soldado Naldini se vuelve, en lo más alto del talud, y le tiende la mano a Albanese, que resbala, cae, se hunde en la cuneta, en el barro y el agua. Hay una explosión. Ha estallado el soldado Naldini. Albanese ve una pierna arrancada en el fango.

Aplaudimos en via Appia Antica. Ahora vemos a Albanese en una isba y, a través de la ventana, la cámara toma la nieve inmensa, inacabable. Novo Gorlovka, 13 de diciembre de 1941. El capitán Albanese tiene mal aspecto, ojos de fiebre. Todavía no ha entendido la explosión de Naldini en Botosani, probable asesino suicida. Quería matarme, dice Albanese. O pisó una mina, dice el ingeniero Barile. No sé cómo ha llegado Barile a Novo Gorlovka: es algo que no he leído en Trenti. No he traducido estas páginas. No sé qué hace en Rusia la mujer de lila. Se cubre Albanese la cara con las manos, sucias las uñas, manos arañadas, rojas por el frío, y las manos de la mujer cubren las manos de Albanese. Los músicos tocan sobre la banda sonora de la película. La cara de Albanese se funde con la cara de otro Albanese, más joven, de pelo largo, más de sesenta años después, el actor que interpreta al capitán Albanese, Aldo Fumagalli. Saluda a los que aplaudimos, besa a la Dama de Lila, iluminadas simultáneamente todas las pantallas de la fiesta en via Appia con Albanese, la Dama de Lila, Cario Trenti y Francesca Olmi, muy seria, testigo de vidas ajenas. Hace siete días que no nos acostamos en la misma cama, pero la veo y tengo la impresión de que esta mañana fue mi domingo radiante. Trenti dice algo al oído de Francesca, leo en los labios lo que dice, y son mías las palabras de Trenti. Mis labios forman las palabras de Trenti, las que imagino: he visto los labios, o lo he imaginado, los labios se han escondido en la oreja de Francesca, lo estoy inventando. Athanasius Kircher tradujo fielmente las inscripciones egipcias de los obeliscos de Roma, y no sabía que sus traducciones eran estrictamente imaginarias y falsas. La historia de amor de Trenti y Francesca es también falsa, imaginaria, mía, pero su felicidad es evidente y verdadera, como el herpes que, bajo el maquillaje, creo ver en el ángulo derecho de la boca de Francesca, un herpes nervioso, de novia en la mañana de la boda. Ahora se unen, para los fotógrafos, el capitán Albanese, la Dama de Lila y Trenti, un zoom aísla a Trenti y a la Dama, y reconozco a la mujer que vi salir del ascensor de via Stalingrado, en Bolonia, hace tres días, y recuerdo las palabras de Trenti sobre los escritores Maiakovski y Pavese, amantes de actrices, Veronika Polonskaia y Constance Dowling. Piero de Pieri tendrá todos los datos, Francesca en los hoteles, la Dama de Lila en Bolonia, todo deja señales, decía De Pieri.

Monseñor Wolff-Wapowski, a quien desde hace setenta y dos horas no veré más en mi vida, sube al cielo por una escalera transparente, por encima de nuestras cabezas, en el aire, iluminado, como los fuegos de artificio que acaban de estallar en la fiesta en via Appia. No está en la fiesta. Se ha ido convirtiendo en agente doble o triple, triste espía ruso, conforme yo me convertía en Carlo Trenti, el novelista, y ahora sube al cielo como el profeta Elías en un carro de llamas e ilumina los trajes de noche, el baile, las conversaciones y los peinados en descomposición de reyes y reinas y herederos de Roma y Cinecittà, las manos rojiazules de los camareros entre hielo y botellas frías. ¿Cuánto tardarán en romperse todos los platos y vasos de la fiesta? Se desmoronará el palacete fascista y se derretirá la Torre de Babel de merengue y bizcocho, vencerá el ultimátum, caerá la mano que levanta la copa, se apagarán los dientes del sonriente, nos dormiremos sin esperanza de despertar, todo se perderá hasta la desaparición, Francesca. Nunca más la veré o no la veré nunca como ahora. Tuve esta sensación que también fue pasajera y se borró rápidamente. Salí del cine y su mundo. Me dirigí al Comité de Recepción y Despedida. Pedí un coche.