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Nunca en mis treinta y tres años de vida he sentido dolor. No he tenido enfermedades, no he padecido sufrimiento físico ni moral. Disfruto de una salud inverosímil, aunque, si el dolor es signo de existencia, debería decir que sólo he vivido media existencia, media vida, y banal, sin dolor, si no fuera por la expulsión incesante de la casa paterna, de la que poseo la cuarta parte de la propiedad por herencia de mi madre. Desde mis ocho años he sufrido sucesivos extrañamientos, interno infantil en un colegio jesuita de Málaga, inmigrante intelectual en nueve países de Europa y América. He tenido suerte: no he tenido que aguantar la proximidad física de un padre. Los cambios de autobuses, ferrocarriles, aviones y dormitorios individuales y colectivos han sido los grandes episodios de mi vida, que, sin ellos, sería un único instante dilatado y feliz, indoloro, perpetuamente y afortunadamente expulsado de mi casa, en el limbo. Lo más interesante de mi vida es consecuencia de mi extrañamiento, y estoy hablando de mi profesión de traductor del inglés, el italiano y, muy ocasionalmente, el francés, el catalán y el alemán, veintinueve obras en nueve años, intérprete casi absolutamente fiable.

Probablemente he sido promiscuo en estos últimos años, pero he sido siempre fiel. Abandono ciudades y casas, acepto nuevas amigas y nuevas traducciones, pero no miento nunca. Mentimos en tonterías y, en cuanto nos conviene, volvemos a mentir, y un día nos vemos en el infierno y no sabemos exactamente cómo ni por qué, escribió en una carta a su hija el presidente y actor americano Reagan. Yo lo he traducido: mil páginas de cartas. Soy traductor, cojo las palabras de otro y las convierto en palabras mías, pero las palabras siguen diciendo absolutamente lo mismo, cosa absolutamente imposible, en principio. Soy digno de confianza, no voy a trastocar las palabras, no voy a hacer que digan lo que no dicen, y los que leen mis más notables traducciones piensan que mis palabras pertenecen a gente como el presidente de los Estados Unidos de América, Conrad, Woolf, Hammett o Fitzgerald. Confían absolutamente en mí, el suplantador, aunque ahora me vea expulsado de la confianza de Francesca, si alguna vez he merecido la verdadera confianza de Francesca y no ha sido todo confusión mía, una mala interpretación.

Hablaré con monseñor WW utilizando las palabras de Francesca, pero también pienso aprovechar la entrevista para renunciar irrevocablemente al uso de mi apartamento en piazza di San Cosimato. El amor es demasiado poderoso, doloroso, ante él sólo cabe la fuga, pensaré, antes de pedir recomendación en nom-bre de Berruto, Fulvio Berruto, antiguo héroe nacional del boxeo y ahora aspirante al cargo de barbero del Parlamento. Voy repitiéndome las palabras de Francesca que pronunciaré ante WW, e, inmediatamente más allá del arco detector de metales, me cierra el paso el conserje-vigilante-ujier de la puerta secreta, pelirrojo de párpados y labios pesados que huele a talco y es ancho y blanco y tiene manchas de color buey en la piel palidísima.

¿Adonde va usted? Busco a monseñor Wolff-Wapowski, digo, en una exacta repetición de lo que ha ocurrido hace menos de dos horas. ¿Es usted esperado?, interroga. Veo a monseñor Wolff-Wapowski todas las semanas, acabo de estar con monseñor Wolff-Wapowski, digo, sugiriendo una frecuentación inaudita y respetable. Descuelga un teléfono el conserje, pulsa teclas, susurra y pulsa nuevas teclas. Sin moverse de su pupitre, llama con las yemas de los dedos a puertas lejanas y cerradas. Entabla una larga conversación telefónica sobre il nuovo staff de la Roma, sociedad deportiva futbolística. II nuovo allenatore, ¿controla el nuevo entrenador a los giallirossi? ¿Con espíritu militar? Es lo que exige el mundo, il popolo rojoamarillo, el mercado del fútbol, il calcio-mercato. Recita una alineación completa de la Roma el vigilante pelirrojo. Usted no es esperado, dice, y sigue hablando del allenatore y el viceallenatore y el staff de fisioterapiste, elemento fundamental en el organigrama.

Me encierro a traducir y entre palabra y palabra preparo la llamada a mi padre. Vuelvo, diré. Sólo tendré que traducir menos de diez páginas al día, cinco días para acabar y volver a Granada. Vuelvo para ofrecerte desde un hotel mi parte en la casa por 120.000 euros, diré a mi padre. Pero no traduzco ni una página en una hora: entre palabra y palabra se filtran repetitivamente las palabras que preparo para mi padre y las palabras que preparo para Francesca, que dice que vendrá a verme a las seis. Traducir me provoca una especie de impaciencia por llegar al futuro y salir del lento pasado pendiente del total de 48 páginas aún sin traducir. He traducido 903 páginas en ochenta días, algo más de diez páginas al día, antes de lanzarme a dar vueltas por mi Roma reducida y ruinosa: las plazas de San Cosimato y San Calisto, el Monte Aureo y los dos bares del Gianicolo, San Pietro in Montorio, el circuito de las oficinas bancarias de lunes a viernes, atravesando el puente Garibaldi, hasta el Capitolio, al este, y Stazione Termini, por el noreste. Mi vida había ido comprimiéndose, hombre menguante y cada día más pobre, esperando o buscando o abrazándome siempre a Francesca, enterrándonos incluso en la cripta del Tempietto di Bramante, donde crucificaron a San Pedro: amor rápido antes de que relampagueen cámaras fotográficas turísticas en la planta superior y Francesca y yo intentemos despegarnos, ser dos turistas independientes.

Tomo un poco de estimulantes para mitigar mi incurable claustrofobia de traductor y soportar el susurro del alma del edificio ochocentesco-eclesial que me acoge, tuberías rugientes, crujidos y chirridos y exangües explosiones, los pasos del obispo americano y el sacerdote croata y el genuino monje copto, seres envueltos en un aura inhumana y una inhumana y nerviosa energía sexual soltera: música mínima, adormecedora, a pesar de mis cápsulas de entusiasmo sintético anticlaustrofobia y antidesolación. Me despierta la llave en la cerradura, no los tres golpes que siempre da Francesca para avisarme antes de abrir y entrar. La pantalla del ordenador se ha apagado, stand-by, y me miran Francesca, su madre (joven abuela rubia) y el niño, además de un individuo largo y un poco hinchado y absolutamente desconocido con una cámara de fotos, desequilibrado y somnoliento, absolutamente infiable, sin desvestir, lavar ni afeitar durante un mínimo de tres días. Ahora vendrá Fulvio, dice Francesca. Este es un periodista, dice, y señala al hombre-cámara. Nos va a hacer unas fotos, quiere hacerte unas preguntas. Pero el periodista sólo hace un gesto con dos dedos, encañonamiento y aviso de liquidación sumarísima. Lleva un chaleco de cuero artificial, amarillo, sin mangas, exactamente igual que el pistolero fulminado por la policía por delación de Francesca, podría ser un hermano, o el pistolero muerto con nueva vida y nueva cabellera y nueva cara de ultratumba y el ojo derecho deformado de ajustarse al visor de la cámara. Coge el teléfono con una mezcla de ansia y repugnancia, marca el 0 (dedos manchados de grasa: familiaridad manual con máquinas motorizadas o armamento). Llama al exterior. Estamos esperando, dice, y es una amenaza contra los que esperamos con él, y cuelga. Enciende un cigarro, aspira y espira dos bocanadas de humo, echa la primera ceniza sobre uno de mis diccionarios descomunales, mi Zingarelli. Todos miramos al periodista que nos interrogará y hará una foto, la abuela, la madre, il bimbo mudo y amenazante y ahora seguro de poder convertir sus ideas en acción: que lo spagnolo caiga muerto, y el español cae muerto.