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¿Van a sacar una foto? ¿Para qué?, digo. Estamos esperando a Fulvio, dice Francesca. Ve mirando esto, dice el periodista pericoloso y birrómano, y me pasa dos fotos de pésima calidad y colores espectrales y próximos a lo invisible, dos papeles muy palpados por gente con los dedos sucios, o sudados, pero claramente distinguibles Francesca y yo en la cama, vistos a través de la ventana abierta, follando, por así decirlo, aunque toda la mecánica amorosa sólo sea añadida por la percepción y la imaginación del contemplador de las fotos. Suena el teléfono. Es el conserje del edificio: Le paso una llamada, dice. No he podido ir, dice Francesca, ya hablaremos. Y corta. Y entonces acabo de despertarme con la impresión de realidad bruta que dejan los sueños recién cerrados e idos de la pantalla mental. La pantalla del ordenador se ha apagado. Miro el reloj y oigo la mínima música triturada y sacerdotal de la casa en silencio. Limpio una mancha de ceniza en mi rojo Zingarelli. ¿He dormido tres horas? Lanzo a la papelera una caja de fósforos vacía, amarillenta, propaganda de hotel, probablemente el hotel donde el padre de Francesca repara ascensores y averías de mecánica, fontanería y electricidad. Me voy a la calle a pasar la noche.

He adquirido una apariencia semejante a la del periodista-fotógrafo onírico, pero, sin el chaleco de cuero falso, menos repulsiva. No he pasado tres noches insomnes y callejeras, sino sólo una noche. No he tomado una cápsula para traducir, sino tres cápsulas para no traducir. Dos veces he usado esta noche mi tarjeta de crédito, y la policía podría seguir mis pasos: las cámaras que tomaron al killer liquidado me habrán tomado a mí, habrán filmado mi transformación, precipitándome en lo que algunos especialistas llaman enfermedad amorosa, mal de amores, desequilibrio mental caracterizado por pensamientos obsesivos, anorexia, temblor desesperado mientras oigo música electrónica en un garaje abierto al público (el nombre del lugar coincide con el de mi síntoma: Panic Disorder), obsesivas llamadas al móvil inaccesible de Francesca, adicción, podríamos decir. ¿Está Francesca ahora mismo con mi amigo Fulvio, que tantas veces ha brindado conmigo por Francesca? Nunca me he atrevido a preguntarle a Fulvio si todavía se acuesta con Francesca, nunca Fulvio se ha atrevido a preguntarme si con Francesca me acuesto yo. Ya sabes lo que pasa, ya hablaremos, responde Francesca la primera vez que la llamo por teléfono esta noche. No sé lo que pasa, pero ahora conozco la desesperación del teléfono que no responde: llamo y Francesca no descuelga nunca. Por primera vez estoy enfermo, inexplicablemente enfermo, curado por fin de mi mediocridad emocional y sentimental, mintiéndome, no llamo más, lo juro, y marco por última vez por el momento.

Cierro los ojos, fuera por fin del garaje electrónico, frente al martes luminosamente romano, como mi domingo, terrible, mucho más punzante en los ojos mientras atraviesan el cielo aviones transatlánticos. Voy andando hacia las oficinas de WW, dejo que me pasen todos los autobuses y todos los taxis libres, retrasando mi llegada ante Monseñor. Le comunicaré mi inmediato abandono de Roma, adiós, adiós, y le haré un último ruego, mi última petición, pedir favores puede ser un signo de respeto, besándole la mano, el anillo donde se guarda bajo ámbar báltico la reliquia de un mártir del catolicismo. Tomo, en honor de mi encuentro con Monseñor, un poco más de agua y una cápsula más. En una noche he sufrido todos los síntomas sucesivos de cinco años de estímulos químicos, iluminación, iluminación disminuida por unas gafas de sol, aceptación de que la realidad es inmune a toda transformación química, y tentativa temblorosa de volver a iluminar químicamente la nada inconmovible, pero hallo fuerzas para acercarme al individuo ciego, o aparentemente ciego, de gafas negras y bastón blanco, que me encuentro algo más abajo de la iglesia de San Estanislao de los Polacos. El bastón, tendido al vacío, apunta hacia un remoto punto de destino, y vibra, vara mágica en busca de oro o paraísos, una irreal Tierra Lejana. Hay ruido de máquinas rodantes, acercándose o alejándose, y el ciego sabrá mejor que yo por dónde andan esos vehículos todavía invisibles que amenazan con echársenos encima de improviso. Estamos en via delle Botteghe Obscure, cerca de los policías con perros. ¿Quiere usted cruzar la calle?, le digo al ciego, casi nocturno, o madrugador, sin día ni noche, de unos treinta años, un hermano mío, y el ciego no contesta, cabeza levemente alzada hacia el cielo, labios levemente separados y mudos. Quizá sea polaco, pienso, y salga de rezar a la Virgen de los Polacos, y entonces el ciego asiente, levanta el bastón y apunta a la acera opuesta, y le toco el brazo, no el brazo, toco una tela de chaqueta oscura, casi invernal, estropeada, y el tacto de la tela me produce un choque de calor. No se ve la chaqueta el ciego, nadie se la ve probablemente. Cruzamos la calle en el momento en que un Audi llega a buena velocidad, deberíamos detenernos, pero sigo, capto una contracción de temor en el brazo del ciego y alcanzamos la orilla. Tante grazie, dice mi hermano, agradecido a alguna divinidad por haberlo salvado, en el instante en que el Audi pasa a nuestra espalda y apaga el ruido de los bastonazos sobre el pavimento.

¿Es usted esperado?, pregunta de nuevo el ujier pelirrojo del palacio eclesial. Sí, digo, me espera monseñor WW, que no me espera, como yo no espero ser recibido. No he sido recibido por WW, no contará con los votos vaticanos tu esposo, hoy aspirante a barbero de Montecitorio como ayer lo fue a la medalla de oro olímpica, confesaré a Francesca. Se me pide mi nombre, son pulsadas dos teclas telefónicas, el ujier lanza un rugido, mi nombre pronunciado mal, parodiado y escarnecido. No es usted esperado, Lei non é atteso, sentencia, y sigue mirándome cuando suena el teléfono. Monsignore, Monsignore, se ha ido el visitante, pero inmediatamente saldré a buscarlo. Cuelga. Es usted esperado en el despacho de Monseñor, anuncia, como si yo fuera ya otro, y subo las escaleras, que nunca son como habían sido recordadas. Parecen el código cifrado de un espía, incesantemente renovado para burlar al enemigo. Subo con lentitud, me cruzo con un cardenal que lleva en brazos un gato albino y me bendice moviendo como un hisopo la zarpa del gato. Inclino la cabeza. ¿Cómo te has gastado tanto en estos años, aunque sólo hace un día que no nos vemos?, me dirá monseñor Wolff-Wapowski. Llamo a su puerta, más estrecha que nunca esta mañana. Pase, pase. Es la voz de un hombre mucho más gastado que yo, campana cascada, mármol que ha recibido un buen martillazo.

Pase, querido amigo, dijo Wolff-Wapowski, llamémosle así, y me tendió las dos manos desde el parapeto de la mesa desbordada aquel día de papeles que volaban por la habitación y caían al suelo. Le agradezco mucho que haya venido a despedirse, dijo con emoción. Había adivinado mi voluntad de volver, a pesar de la súplica de mi padre, a mi verdadero dormitorio, donde echaré de menos los sucesivos dormitorios de toda mi vida, las duchas resbaladizas abundantes en hongos imbatibles, las higiénicas celdas monacales, la irrespirable soledad atestada de los apartamentos compartidos, para volver siempre a mi dormitorio de Granada, lleno de recuerdos de mis extraordinarios viajes, mis propias postales adheridas a la pared, Querido papá, Querido papá, Querido papá, dieciocho tipos de letra diferentes desde mis ocho a mis treinta años. Me imaginaba a mi joven madrastra desmayándose o durmiéndose de admiración ante la estantería con los ejemplares encuadernados en rústica de todas mis traducciones, veintinueve traducciones, de Adams a Woolf, monumento de mi padre a mi bíblico y legendario don de lenguas que tan lejos me ha llevado, a Bolonia, Friburgo, Chicago y Washington, testimonio del éxito de mi padre en su voluntad de mantenerme fuera de su vista. Nada tenía que suplicarme para mantenerme a miles de kilómetros: le bastaba con proponerme un viaje a Santiago de Chile, donde también cuenta con buenos amigos de la Iglesia de los santos tentáculos universales, mi padre, el viudo matrimonialista, experto en la vida familiar de lo mejor de la provincia y la región, fiel esposo de una mujer inseparable e inmortal, muerta desde siempre, mi madre, algo más joven que yo ahora mismo.