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Le agradezco su visita, iba a llamarlo, para despedirme, la próxima semana cuando venga usted a verme no me encontrará, me despido, dijo monseñor Wolff-Wapowski, intensificado el tono sacramental, eucarístico, más sagrado que nunca WW, sometido a una triple, cuádruple o quíntuple conversión del vino en Sagrada Sangre. No me resisto, me voy, dijo WW, siempre he cumplido con mi deber y mi deber ahora es retirarme. Otros, en mis mismas circunstancias, se quejan, y ya sabe usted, Ihre Klagen sind Anklagen, Sus lamentos son acusaciones, pero yo no caeré en ninguna conjura lagrimosa, dijo Monseñor, y los azules ojos secos brillaron peligrosamente. Ya sabe usted lo que dijo César Augusto a la hora de la última despedida, Aplaudidme si hice bien el papel, pero nadie me aplaudirá a mí, perdóneme. Calló, abrió mucho los ojos, buscó más palabras de algún César para que taponaran su flujo de palabras propias y lo salvaran de hablar. Puso en marcha una trituradora de documentos. Mi padre murió como el padre de Augusto, poniéndose los zapatos para cumplir con sus obligaciones, dijo, y mi madre fue tan religiosa que murió como la madre de Beria, en una iglesia. ¿Sabe usted quién es Beria? ¿Sabe usted por qué una iglesia debe ser silenciosa? Para que en el sagrado silencio oigamos la intromisión de los santos que resucitan sin fin en sus santos sepulcros.

Se había ido iluminando WW, piel blanca, papel blanco ante una lámpara. Estoy desmoralizado, dijo. Permítame que se lo confiese, estoy desmoralizado. Se lo confieso a usted porque no me conoce y no hablará de mí. Le ruego que no hable de mí. Pero, en la desmoralización, ¿no nos acercamos a la verdad? ¿No vemos entonces más verdaderamente las cosas? Así está escrito, dijo Monseñor en su desmoralización radiante. ¿Sabe usted lo que hizo Augusto? Le cortó las piernas a su secretario porque vendió una carta por 500 denarios. ¿Qué le parece? No me querían los polacos porque mi padre era alemán, los alemanes me desprecian porque mi madre era polaca, ni alemanes ni polacos se han fiado nunca de mí, es decir, nadie se ha fiado nunca de mí, ni siquiera mi padre, ni mi madre, que murió en una iglesia. Pero yo también he sentido deseo de paraíso, sin ese deseo seríamos incapaces de hablar sin mentir. Y, a pesar de mis buenos deseos, he mentido. ¿Usted no? Le voy a decir algo que nunca le habré dicho cuando termine de decírselo. Permítame un poco de vanidad: he trabajado para cuatro papas, sin puesto reconocido ni mención en ningún directorio. He sido un soldado de la Iglesia. He sido feliz, dijo resplandeciendo de serenidad. Y entonces se abrió la puerta y entró un personaje de la historia que me estaba contando: un limpio, carnoso, rosa y palpitante príncipe de la Iglesia polaca. Le tendió las manos a Monseñor, lanzó grandes voces en polaco mientras se apretaban y se besaban las manos mutuamente, rio, o lloró, y desapareció. Ya se lo he dicho, no les gusto a los polacos. Vea a monseñor Ziemnicki, que una vez fue mi joven discípulo, ahora tan envejecido: ¡Ziemnicki vuelve a la juventud en su extraordinaria euforia de este momento, ríe y llora de emoción en mi despedida fulminante, juzga despia-dadamente y me condena a envejecer y morir solo, a dejar esta casa hoy mismo! Eso da miedo. Cuando uno se aleja, las cosas se ven más claras. Y entonces es como si se acercaran para hacernos daño. ¿No es así?

III. CONFESIÓN EN BOLONIA

Entonces me fui en avión a Bolonia. Huí de la mañana que ante mí se abría interminable, otra vez en ansia de viajar, ansia de no estar exactamente donde estoy. Tengo invertido el instinto común de poseer un espacio y una casa y una identidad fija. Llego a un sitio y ya me estoy yendo o ya estoy pensando en el momento de irme. Así que llamé a Bolonia, a la professoressa X, que me enseñó semiótica y análisis de fenómenos semiósicos en 1999, hacía cinco años. La professoressa estudia asuntos esenciales: la tipología de los cuellos de camisa femeninos y masculinos en el siglo XX como signo de los modos de vivir, o la presencia de simios en pintura de los siglos XVI y XVII, el mono de Lord Rochester, por ejemplo, en el retrato de John Wilmot, segundo conde de Rochester. Yo lo recuerdo porque este Rochester se parece mucho a una foto juvenil de mi padre, y el mono de Rochester tiene un libro en la mano, como mi padre en la primera foto que se hizo con la negra toga de abogado en ejercicio, antes de que encargara togas que parecieran ya usadas muchos años antes y heredadas de su padre, que no fue abogado, sino sacristán en una parroquia. Rochester, tan igual físicamente a mi padre joven, fue un genio, cortesano y poeta vicioso, un disoluto al servicio de un rey de Inglaterra pobre, alegre y vendido a los franceses. Tenía Rochester debilidad por el placer, que en el fondo le fastidiaba como un agente secreto infiltrado en su interior para sembrar división. Se arrepintió de sus corrupciones. Se entregó a Dios a la hora de morir, muy pronto, a mi edad de ahora, para disfrutar de la vida eterna después de haber celebrado los placeres de la vida breve, o así lo contaba un obispo hijo de abogado, como yo. Man differs more from man than man from beast: esto es de Rochester.

Pienso en el mono de Lord Rochester mientras espero oír por fin, al teléfono, la misma voz de hace cinco años, no la voz de la professoressa, sino la de su asistente alemana, germánica señora de compañía o secretaria-guardaespaldas con acento de Baviera y ori-ficios irritados (ojos, nariz y boca), enrojecidos siempre, rojeces que me recuerdan el color de las casas de Munich y parecen signo de un ataque de alergia perpetua en los párpados, las aletas de la nariz y el filo de los labios. Soy yo, el traductor español en viaje de trabajo, y quisiera hablar con la professoressa X. La señora Kürnberger repite mi nombre en voz alta, dos veces, con acento de Munich. Estoy viendo la habitación mentalmente, tal como la vi en otro tiempo. Estoy viendo en su sillón verde a X, que oye el nombre del que llama, y niega con la cabeza, No estoy. Yo la he visto hacerlo así alguna vez. Yo he dormido con la professoressa dos veces, exactamente, únicamente dos veces, en otro tiempo. Entonces me parece oír la voz de la professoressa. Un momento, dice Kürnberger. Sí, un momento, le habla.

Pasaré el día en Bolonia, digo, tengo que ver al escritor Trenti, el Hombre-Éxito, medio millón de ejemplares vendidos de la trilogía Gialla Neve, crímenes italianos en la guerra de Rusia de 1941 y 1942, que yo traduzco para España y América, le plantearé algunas dudas de traductor esta tarde. Y la professoressa dice: Estaba pensando en usted esta mañana y usted ha llamado, un caso de telepatía, fenómeno comprobado estadísticamente. Creía que me trasladaba al pasado, cinco años atrás, pero estaba adivinando el futuro con una hora de anticipación, dice X. Venga a verme a las dos y media, después de la comida, si a esa hora no está usted con su famoso escritor de crímenes.