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Muy despacito se deslizaron hasta el piso bajo, pasando frente al salón, la biblioteca y el comedor. Todo tenía el aspecto habitual y el olor de siempre. Todo muy en calma, como durmiendo en la cálida tarde de septiembre. Catiline también dormía en la alfombrilla del vestíbulo. Lleogaron a la puerta de la calle y, muy despacio, hicieron girar el pestillo. Un coche de alquiler los estaba esperando.

«A Hodgson», dijo miss Barrett. Fue casi un suspiro. Flush se instaló, muy quietecito, en su regazo. Por nada del mundo hubiera roto aquel silencio tan tremendo.

CAPITULO V. ITALIA

Pasaron – al parecer – horas, días, semanas de oscuridad y traqueteo; de súbitas luces y, luego, largos túneles lóbregos; de verse bamboleado en todos sentidos; de que lo elevaran apresuradamente a la luz, contemplando entonces de cerca el rostro de miss Barrett, y árboles esbeltos, líneas, raíles y altas casas manchadas de luces (pues en aquellos días tenían los ferrocarriles la bárbara costumbre de obligar a los perros a viajar encerrados en cajas). Sin embargo, Flush no sentía miedo: iban huyendo; dejaban tras ellos a los tiranos y a los ladrones de perros. Traqueteos, chirridos… Sí – murmuró mientras el tren lo zarandeaba para acá y para allá -, sí, chirría, sacúdete cuanto quieras pero llévanos lejos de Wimpole Street y de Whitechapel. Por fin, se intensificó la luz; el traqueteo cesó. Oyó cantar los pájaros y suspirar los árboles en el viento. ¿O era el ímpetu del agua? Por último, abriendo los ojos y sacudiéndose la pelambrera, vio… lo más asombroso que cabía concebir: miss Barrett sobre una roca, en medio de la agitación del agua. Unos árboles se inclinaban sobre ella; el río se precipitaba a su alrededor. Seguro que corría peligro. De un salto se zambulló Flush en medio de la corriente y llegó hasta su ama. «… bautizado con el nombre de Petrarca», decía miss Barrett mientras él trepaba por la roca hasta colocarse a su lado. Se encontraban en Vaucluse; miss Barrett se había subido a la fuente del Petrarca.

Hubo más traqueteo y más chirridos, y luego lo volvieron a dejar en tierra firme. Se abrió la oscuridad y se vertió la luz sobre él. Encontróse vivo, despierto, estupefacto, en pie sobre las losas rojizas de una espaciosa habitación vacía e inundada de sol. Correteó en todas direcciones, olfateando y tocándolo todo. No había alfombra ni chimenea. No había sofás, ni sillones, ni bibliotecas, ni bustos. Unos olores picantes y desacostumbrados le cosquillearon en las ventanillas de la nariz y le hicieron estornudar. La luz, infinitamente viva, le deslumbraba los ojos. Nunca había estado en una habitación – si podía llamarse a esto una habitación – que fuera tan áspera, tan brillante, tan grande, tan vacía… Miss Barrett parecía más pequeña que nunca sentada en una silla junto a una mesa colocada en el centro. Entonces lo sacó Wilson afuera. Sintióse casi cegado, primero por el sol y luego por la sombra. Una mitad de la calle abrasaba; en la otra mitad se helaba uno. Las mujeres pasaban envueltas en pieles; sin embargo, llevaban sombrillas para proteger sus cabezas del sol. Y la calle era más dura que un hueso. Aunque se estaba a mediados de noviembre, no había lodo ni canalillos donde mojar las pezuñas o apegotar el pelo que las cubría. No había sitios acotados, ni verjas. Y nada de aquella mezcla de olores – ¡cómo se subía a la cabeza! – que hacía ser tan distraído un paseo por la calle Wimpole o por la de Oxford. Por otra parte, los nuevos y extraños olores procedentes de las afiladas esquinas de piedra, o de muros amarillentos y secos, resultaban extraordinariamente raros y punzantes. Entonces le vino, de detrás de una oscilante cortina negra, un olor sorprendentemente dulce que fluía en oleadas. Se detuvo, con las patas delanteras levantadas, para saborearlo; se dispuso a seguirle la pista y se asomó por debajo de la cortina. Tuvo la rápida visión de un vestíbulo resonante y salpicado de luz, muy alto y hueco; y en ese momento Wilson, con un grito de horror, lo apartó de allí severamente. Prosiguieron calle abajo. El ruido callejero era ensordecedor. Todo el mundo parecía estar gritando al mismo tiempo. En vez del consistente y soporífero zumbido de Londres, había aquí tal tableteo y gritería, un tintinear y una vocería, un restallar de látigos y tañer de campanillas… Flush brincaba y saltaba a un lado y a otro, y lo mismo Wilson. Hubieron de sortear en el pavimento a un carro, a un buey, a una compañía de soldados y a una manada de cabras. Se sentía más joven, más vivo que en muchos años atrás. Deslumbrado, pero alegre, se echó en las lozas rojizas y durmió más profundamente que nunca lo hiciese sobre blandos cojines en el tranquilo dormitorio trasero de Wimpole Street.

Pero pronto se dio cuenta Flush de las diferencias – más profundas que las ya observadas – existentes entre Pisa – pues ahora se hallaban instalados en Pisa – y Londres. Los perros eran diferentes. En Londres, era raro que no encontrase – en su paseo hasta el buzón – algún perdiguero, alano, bulldog, mastín, collie, Terranova, San Bernardo, foxterrier, o alguna de las siete familias famosas de la tribu Spaniel. Daba a cada uno un nombre distinto y una categoría diferente. Pero aquí, en Pisa, aunque abundaban los perros, no había categorías; todos ellos -pero ¿sería posible? – eran mestizos. Por lo que él podía entender, eran simplemente… perros: perros grises, perros amarillentos, perros con pintas, perros multicolores… pero, imposible descubrir ni un sólo spaniel, collie o mastín entre ellos. Entonces, ¿no tenía jurisdicción en Italia el Kennel Club? ¿No había una ley contra los tupés, o en favor de las orejas abarquilladas, o para proteger las patas cubiertas de pelo largo y sedoso, y que exigiera una frente abovedada y no puntiaguda? Por lo visto, no. Flush se sintió como un príncipe en el destierro. Era el único aristócrata en una multitud de canaille. Era el único cocker de pura sangre en toda Pisa.

Ya hacía varios años que inducían a Flush a considerarse un aristócrata. Se le había grabado profundamente en el alma la ley de la vasija purpúrea y de la cadena. Nada tiene, pues, de particular que perdiera un poco la cabeza, como no podría extrañarnos que un Howard o un Cavendish, si se vieran entre un enjambre de salvajes en chozas de barro, se acordaran de Chatsworth y añorasen las alfombras rojas y las galerías que se iluminan con coronas nobiliarias al proyectarlas el sol poniente desde los ventanales policromados. Flush tenía algo de esnobismo, hemos de reconocerlo. Miss Mitford lo había notado años antes: y este sentimiento, amortiguado en Londres por la convivencia con igualesa él y superiores, se reavivó ahora al sentirse único. Hízose despótico e insolente. «Flush se ha convertido en un monarca absoluto y ladra en cuanto alguien se distrae y no le abre en seguida la puerta que necesita», escribía mistress Browning. «Robert», continuaba, «declara que el susodicho Flush lo considera a él – mi esposo – nacido con el específico objeto de servirlo, y la verdad es que Flush lo da a entender con sus modales».

«Robert», «mi esposo»… Si Flush había cambiado, también cambió miss Barrett. No era sólo que se llamase ahora mistress Browning ni que reluciese al sol en su mano el anillo de oro, sino que había cambiado tanto como Flush. Este la oía decir, cincuenta veces al día, «Robert», «mi esposo», y siempre con un tono de orgullo que le llegaba al corazón, acelerando sus latidos. Pero no había variado sólo el lenguaje de su ama: toda ella era diferente. Ahora, por ejemplo, en vez de sorber unas gotas de oporto, quejándose de la jaqueca, se trataba un buen vaso de chianti y dormía después como un bendita. En la mesa del comedor, en vez de una fruta pasada y descolorida, aparecía ahora una florida rama cargada de naranjas. Y en vez de dirigirse a Regent's Park en un cabriolé, se ponía sus pesadas botas y se encaramaba por las rocas. En vez de recorrer la calle Oxford en un estupendo coche, se sometía al traqueteo de un calesín desvencijado para ir a la orilla de un lago o contemplar las montañas. Y cuando el ama se cansaba, no llamaba un coche de alquiler, sino sentábase en una piedra a mirar los lagartos. Le encantaba el sol. Encendía una fogata y, cuando ésta se debilitaba, la reanimaba con leños del bosque ducal. Sentábanse juntos, cerca de las crepitantes llamas, y aspiraban el intenso aroma… Mistress Browning no se cansaba nunca de alabar a Italia a expensas de Inglaterra. «…nuestros pobres ingleses», exclamaba, «necesitan que los eduquen en la alegría. Que los refinen al sol, y no al calor de las chimeneas.» Aquí, en Italia, se encontraban la libertad, la vida y la alegría que engendra el sol. Estos hombrcs no se peleaban nunca, ni se les oía maldecir; nunca se les veía borrachos. Como contraste, volvían «los rostros de aquellos hombres» de Shoreditch a ponérsele ante los ojos. Comparaba constantemente Pisa con Londres y decía preferir, con mucho, Pisa. Las mujeres bonitas podían andar solas por las calles de Pisa; las grandes damas se presentaban en la Corte deslumbradoras, aunque esto no les impedía ser excelentes amas de casa. Pisa, con sus campanas, sus perros mestizos y sus pinares era infinitamente preferible a Wimpole Street con sus puertas de caoba y su carne de carnero. Así pues, mistress Browning -mientras escanciaba el chianti y desprendía otra naranja de la rama – alababa a Italia y compadecía a la pobre y convencional Inglaterra, tan insípida, privada de sol y húmeda, donde la vida era tan triste y cara.