Выбрать главу

Pero Flush no era ya el perro inculto y falto de mundología que era en los tiempos de Wimpole Street. Había aprendido mucho. Wilson le había pegado. Tuvo que comerse pasteles estropeados cuando pudo haberlos comido recién hechos; juró amar y no morder más. Todo esto se agitaba en su mente mientras yacía bajo el sofá, hasta que finalmente, salió vencedor de sí mismo. Y también esta vez fue recompensado. Al principio – hay que reconocerlo -, la recompensa fue insustancial, por no decir francamente desagradable: le ponían el niño sobre sus lomos y tenía que trotar por toda la casa mientras él le iba tirando de las orejas. Pero se resignó a esto con la mejor voluntad, y si se volvía al sentir que le tiraban de las orejas, sólo era «para besar los piececitos desnudos, de lindos hoyuelos…» Puso tan buena voluntad, que al cabo de tres meses este débil e indefenso montoncillo de carne piador y obstinado llegó a preferirlo a las otras personas «en general», según decía mistress Browning. Y lo curioso es que Flush correspondía al afecto del pequeño. Después de todo, ¿no compartían algo los dos?, ¿no se parecía el nene a Flush en muchos aspectos?, ¿acaso no tenían los mismos gustos e idénticos puntos de vista? Por ejemplo, en lo referente a paisajes. A Flush le resultaban insípidos todos los paisajes. En todos aquellos años no aprendió a concentrar la atención sobre las montañas, y, cuando lo llevaron a Vallombrosa, el esplendor de sus bosques no hizo sino aburrirlo. Volvieron a emprender otra larga expedición cuando el niño tenía varios meses. El crío iba en el regazo de su nodriza, y Flush en las rodillas de mistress Browning. El carruaje iba, dale que dale, subiendo dificultosamente por las alturas de los Apeninos. Mister Browning estaba casi enajenado de entusiasmo. Apenas se podía separar de la ventanilla. No encontraba en todo el idioma inglés palabras con que expresar lo que sentía. «… la deliciosa perspectiva, casi sobrenatural, de los Apeninos, la maravillosa variedad de color y de forma, las transiciones tan súbitas y la vital individualidad de esas montañas, los bosques de castaños que, junto a los barrancos, se inclinan hacia lo hondo por su propio peso, las rocas resquebrajadas por los impetuosos torrentes, y las colinas que suben una sobre otra para apiñar su majestuosa existencia, mudando de color con el esfuerzo…» La belleza de los Apeninos provocaba el nacimiento de tan inmensa cantidad de palabras que se atropellaban unas a otras hasta aniquilarse. Pero el nene y Flush no experimentaban este estímulo ni la adaptación del lenguaje a las emociones. Ambos permanecían silenciosos. Flush retiró la cabeza de la ventanilla, no estimando aquello digno de contemplarse… Sentía un supremo desprecio por los árboles, montañas, y cosas por el estilo, observó mister Browning. El vehículo seguía adelante con su traqueteo. Flush dormía, y también dormía el niño. Por último, aparecieron luces, casas, hombres y mujeres, desfilando ante las ventanillas. Habían entrado en un pueblo. Entonces sí prestó Flush atención, y muchísima: «…los ojos se le salían de la cara, tan intensa era su curiosidad; miraba al Este, al Oeste… y podía pensarse que estaba tomando notas o preparándolas.» A Flush sólo le conmovía lo humano. Por lo visto, la belleza había de cristalizar – para que él la percibiese – en un polvillo verde o violeta que alguna jeringa sobrenatural le insuflase por los conductos nasales, y después, en vez de manifestar con palabras el efecto que le había producido, lo hacía en un éxtasis mudo. Lo que mistress Browning veía, él lo olía; ella escribía; él, en cambio, olfateaba.

Y éste es el momento en que el biógrafo se ve forzado a hacer un alto. Si son insuficientes dos o tres mil palabras para expresar lo que vemos – y mistress Browning se declaró vencida por los Apeninos -, no contamos más que con dos palabras y media para manifestar lo que olemos. Casi no existe olfato humano. Los más grandes poetas del mundo no han olido más que rosas, por una parte, y estiércol por otra. Las infinitas gradaciones intermedias han quedado sin registrar. Y precisamente era en el mundo olfativo donde vivía Flush. El amor era, sobre todo, olor; la forma y el color eran también olor; la música, la arquitectura, la ley, la política y la ciencia eran olor. Para él, hasta la religión era olor. Nos resultaría imposible describir la más insignificante de sus experiencias con la carne o el bizcocho de cada día. Ni mister Swinburne podría haber dicho qué significaba para Flush el olor de Wimpole Street en una calurosa tarde de junio. En cuanto a describir el olor a perrita spaniel mezclado con el de antorchas, laureles, incienso, banderas, cirios, y de una guirnalda de hojas de rosal pisada por un zapatito de satén que estuvo guardado con alcanfor, eso quizá Shakespeare, si se hubiera detenido hacia la mitad de Antonio y Cleopatra, cuando lo escribía… Pero Shakespeare no se detuvo en esto. De modo que, confesando nuestra incapacidad, sólo podemos hacer constar que en estos años – los más plenos, libres y felices en la vida de Flush – Italia significaba para él, principalmente, una sucesión de olores. Hay que suponer que el amor fue perdiendo gradualmente su fuerza en él. Pero el olor no la perdía. Ahara que se habían instalado de nuevo en la Casa Guidi, cada uno tenía su quehacer: mister Browning escribía, con regularidad, en su habitación; mistress Browning escribía también con regularidad en la suya. Flush vagaba por las calles de Florencia para extasiarse con los olores. Por calles y callejuelas, por plazas y alamedas, correteaba Flush guiado por su olfato. Iba de olor en olor; los recorría todos: el áspero, el suave, el oscuro, el dorado… Entraba y salía, subía y bajaba, donde batían el cobre, donde amasaban pan, donde hallaba mujeres peinándose, donde había jaulas con pájaros – formando una pila en plena calle -, donde se derramaba el vino manchando de rojo oscuro el pavimento, donde huele a cuero, a guarniciones y a ajo, donde tiemblan las hojas de parra, donde hay hombres que beben, escupen y juegan a los dados… Lo correteaba todo, con la nariz a ras del suelo, sorbiendo esencias, o con la nariz en el aire vibrante de aromas. Dormía en esta mancha tostada por el sol -¡qué vaho despedía la piedra recalentada! -, buscaba aquel túnel de sombra – ¡qué ácida olía la piedra a la sombra! -. Devoraba racimos enteros de uva madura a causa del color púrpura que despedían; mascaba y luego escupía las piltrafas endurecidas, de cabra, o los restos de macarrones que cualquier ama de casa había tirado por el balcón (el olor a cabra y a macarrones es un olor ronco y carmesí). Seguía la desfallecedora dulzura del incienso en la violácea oscuridad de las catedrales, y al husmear el oro de las losas sepulcrales, se ponía a lamerlo. Y su sentido del tacto no era menos agudo. Conocía la marmórea suavidad de Florencia y también su aspereza arenosa y pedriza. Muchos drapeados esculpidos y mohosos, muchos dedos y pies de suave mármol, recibían la caricia de su lengua o el temblor de su estremecido hocico. Y en las almohadillas, infinitamente sensibles, de sus pies, quedaron estampadas claramente orgullosas inscripciones latinas. En resumen, se sabía a Florencia como jamás se la supo ningún ser humano, como no la conocieron ni Ruskin ni George Eliot. La conocía como sólo pueden conocer los mudos. Ni una sola de sus innumerables sensaciones se sometió nunca a la deformidad de las palabras.