Tendido a los pies de miss Barrett, dejaba Flush que las voces ondulasen sobre él durante horas enteras. Miss Barrett se reía, discutía amigablemente, exclamaba esto o lo otro, suspiraba y reía de nuevo. Por último, con alivio de Flush, se producían breves silencios, interrumpiéndose a ratos hasta el incansable fluir de las palabras de miss Mitford. ¿Serían ya las siete?, se preguntaba ésta. ¡Llevaba allí desde mediodía! Había de marcharse si no quería perder el tren. Míster Kenyon cerraba el libro -había estado leyendo en voz alta y se estaba un rato de espaldas al fuego; mistress Jameson planchaba entre sus dedos los de sus guantes, en un gesto mecánico. Y uno de los visitantes daba a Flush unos golpecitos cariñosos, otro le tiraba de la oreja… La rutina de la despedida se prolongaba, intolerablemente; pero, por fin, se levantaba mistress Jameson, mister Kenyon y hasta miss Mitford, decían las consabidas fórmulas, recordaban algo, se olvidaban de cualquier cosa, volvían por ella, llegaban a la puerta, la abrían y, por fin – gracias a Dios -, se marchaban.
Miss Barrett volvía a hundirse – muy pálida, cansadísima – en sus almohadas. Flush se acurrucaba, junto a ella, más cerca que antes. Afortunadamente, ya estaban solos otra vez. Pero las visitas se habían prolongado tanto que ya era casi la hora de cenar. Empezaban a subir olores del sótano. Wilson aparecía en la puerta con la cena de miss Barrett en una bandeja. La colocaba en la mesa, a su lado, y levantaba las tapaderas. Pero con los preparativos para recibir a las visitas, con la charla, el calor de la habitación y la agitación de las despedidas, miss Barrett quedaba demasiado cansada para tener apetito. Exhalaba un débil suspiro al ver la rolliza chuleta de cordero, el ala de perdiz o de pollo que le mandaban de cena. Mientras Wilson permanecía en la habitación, miss Barrett hacía como que comía, agitando el cuchillo y el tenedor. Pero en cuanto se cerraba la puerta y quedaban solos otra vez, le hacía una seña a Flush. Levantaba el tenedor. En él iba clavada toda un ala de pollo. Flush se aproximaba. Miss Barrett movía la cabeza, dando a entender algo. Flush, con gran suavidad y de manera muy hábil – sin dejar caer ni una migaja -, se hacía cargo del ala y la engullía sin dejar huellas. Medio pudín, cubierto de espesa crema, seguía el mismo camino. Nada más limpio y eficaz que esta colaboración de Flush. Después podía vérsele acostado como de costumbre a los pies de miss Barrett – dormido en apariencia – mientras ésta yacía repuesta y descansada, con todo el aspecto de haber comido excelentemente. Entonces se detenían en el descansillo de la escalera unos pasos más decididos, más seguros que los demás; sonaba una llamada solemne – no en tono de si se podía entrar -, se abría la puerta y entraba el caballero más moreno y de aspecto más formidable de todos los caballeros de edad… Mister Barrett en persona. Su mirada se dirigía inmediatamente a la bandeja. ¿Fueron consumidos los manjares? ¿Se obedecieron sus órdenes? Sí, los platos estaban vacíos. Manifestándose en su rostro la satisfacción que le producía la obediencia de su hija, se acomodaba mister Barrett pesadamente en una silla junto a ella. Flush sentía correrle por el espinazo unos escalofríos de terror y horror cuando se le acercaba aquel corpachón sombrío. (Así suele temblar el salvaje, que, tendido en un lecho de flores, oye rugir el trueno y reconoce en éste la voz de Dios.) Entonces Wilson le sitbaba y Flush se escabullía con un sentimiento de culpabilidad, como si míster Barrett pudiera leer en sus pensamientos y éstos fueran malvados. Así, se deslizaba del cuarto y corría veloz escalera abajo. En la habitación había penetrado una fuerza temible, una fuerza a la que él no podía hacer frente. Una vez entró inesperadamente y vio a mister Barrett arrodillado junto a su hija, rezando…
CAPITULO III. EL ENCAPUCHADO
Una educación como ésta, recibida en el dormitorio trasero de Wimpole Street, hubiera producido su efecto en cualquier perro. Pero Flush no era un perro cualquiera: animoso y, al mismo tiempo, reflexivo; canino, sí, pero a la vez extremadamente sensible a las emociones humanas. En un perro semejante tenía que actuar con poder especialísimo la influencia del dormitorio. Naturalmente, a fuerza de recostar la cabeza sobre un diccionario griego, llegó a hacérsele desagradable ladrar y morder; acabó prefiriendo el silencio del gato a la exuberancia del perro; y, por encima de todo, la simpatía humana. Además, miss Barrett hizo cuanto pudo por refinar y educar aún más las facultades de Flush. Una vez cogió el arpa que se apoyaba en la ventana y le preguntó, poniéndosela al lado, si creía que aquel instrumento – del cual salían sonidos musicales – era un ser vivo. Flush miró, escuchó, pareció dudar unos instantes y luego decidió que no lo era. Entonces lo cogía en brazos y, colocándose con él ante el espejo, le preguntaba: ¿No era aquel perrito castaño de enfrente él mismo? Pero ¿qué es eso de «uno mismo»? ¿Lo que ve la gente? ¿Lo que uno es? Flush reflexionó también sobre esto, e, incapaz de resolver el problema de la realidad, se estrechó más contra miss Barrett y la besó «expresivamente». Aquello, por lo menos, sí que era real.
Llevando frescas aún estas meditaciones y con el sistema nervioso agitado por tales dilemas, bajó la escalera. Y no puede sorprendernos que su continente reflejara cierta altanería, una convicción de superioridad que irritó a Catiline, el sabueso cubano, el cual se lanzó sobre él y le mordió. Flush volvió junto a miss Barrett en busca de consuelo. Y ésta llegó a la conclusión de que «Flush no es precisamente un héroe». Pero, si no era un héroe, ¿no se debía en parte a ella? Era demasiado justa para no comprender que Flush le había sacrificado su valor como prueba de estima, como le había sacrificado el sol y el aire. Esta sensibilidad nerviosa tenía, desde luego, sus inconvenientes; así, cuando mordió a mister Kenyon al tropezar éste con el cordón de la campanilla, tuvo ella que deshacerse en disculpas; y también era un fastidio cuando se ponía a gemir lamentablemente porque no le permitían dormir en el lecho de su ama; o cuando se negaba a comer si no lo alimentaba ella con sus propias manos. Miss Barrett se echaba a sí misma la culpa de todo ello y se resignaba a estos inconvenientes, porque lo indudable era que Flush la amaba. Por ella había renunciado al aire y al sol. «Merece que se le quiera, ¿no es verdad?», le preguntó una vez a mister Horne. Y, fuera cual fuese la respuesta de míster Horne, miss Barrett sabía muy bien a qué atenerse. Quería a Flush, y Flush era digno de su cariño.
Parecía como si nada pudiera romper aquel lazo, como si los años fueran sólo a irlo apretando y consolidando, y como si en sus vidas no pudiesen existir más años sino los que ambos pasaran en compañía. El mil ochocientos cuarenta y dos se convirtió en mil ochocientos cuarenta y tres; el mil ochocientos cuarenta y tres en mil ochocientos cuarenta y cuatro; el mil ochocientos cuarenta y cuatro en mil ochocientos cuarenta y cinco. Ya no era Flush un cachorro, sino un perro de cuatro o cinco años. Era un perro en lo mejor de su vida… y miss Barrett seguía tendida en el sofá de Wimpole Street y Flush continuaba echado a sus pies. La vida de miss Barrett era la de «un pájaro en su jaula». Llegaba a no salir de casa durante varias semanas, y, cuando salía, era sólo para una o dos horas, yendo de compras en el coche, o haciéndose conducir en el sillón de ruedas a Regent's Park. Los Barrett no salían nunca de Londres. Míster Barrett, los siete hermanos, las dos hermanas, el lacayo, Wilson y las tres criadas, Catiline, Folly, mis Barrett y Flush, seguían todos viviendo en el número 50 de la calle Wimpole, comiendo en el comedor, durmiendo en los dormitorios, cocinando en la cocina, trasegando jarras de agua caliente y vaciando el cajón de la basura, desde enero hasta diciembre. Las fundas de las sillas se estropearon levemente; las alfombras estaban ya un poquito gastadas; el polvillo del carbón, las partículas de barro, el hollín, la niebla, el humo de los cigarros y los vapores del vino y de la carne se fueron acumulando en las grietas, en los tejidos, encima de los marcos, en las volutas de las tallas… y la hiedra volvió a crecer sobre la ventana del domitorio de miss Barrett; la verde cortina vegetal fue densificándose, y para el verano lucían ya su exuberancia los mastuerzos y las enredaderas escarlatas en la jardinera de la ventana.