– Era una buena madre, doctor Walker -dijo Rick de pronto, a la defensiva-. Muy buena madre.
– ¿De veras?
Rick se levantó y apretó los puños en los costados, marcándosele la vena de la frente.
– ¿Qué demonios está insinuando? ¡Usted no la conocía! ¡No sabe nada de nuestra relación ni de la clase de persona que era ella!
– Sé lo que tú me has contado -murmuró Ben-. Y me gustaría saber más.
Rick se quedó mirándolo un momento, y luego retiró la mirada.
– Ahora no quiero hablar de ella.
Ben observó cómo su paciente empezaba a pasearse nervioso por la habitación.
– ¿Por qué?-inquirió.
Rick se giró hacia él.
– Porque no. ¿No le basta con eso? ¿Por qué tiene que chincharme así? Venga chinchar, chinchar, chinchar. Igual que mi esposa. Igual que mi ma…
– ¿Te chinchaba tu madre?
Rick se ruborizó.
– Ya le he dicho que no quiero hablar de ella.
– Bien. Aún nos quedan unos minutos. Dime de qué te apetece hablar.
Como era previsible, el paciente eligió un tema con menos carga emocional como era su trabajo. Mientras hablaban, continuó paseándose por la habitación. Ben siguió todos sus movimientos. Conforme lo observaba, se vio en el espejo colgado en la pared de enfrente. Se trataba de un espejo antiguo y muy caro, un capricho que se había concedido a sí mismo para celebrar su paciente número veinticinco.
Su paciente número veinticinco. Dieciocho meses antes, había trabajado en una próspera consulta de psiquiatras de Atlanta, pero había tenido que dejar su puesto para trasladarse con su anciana madre a Nueva Orleans.
Aquel traslado fue una desagradable sorpresa. Ella había tomado la decisión de golpe, sin pensárselo, insistiendo luego en que había sido idea de él. Finalmente, Ben había interpretado el extraño comportamiento de su madre como una especie de advertencia. Se vio obligado a examinarla detenidamente y llegó a la conclusión de que le pasaba algo serio. En efecto, los resultados de las pruebas indicaron que se hallaba en las primeras fases de la enfermedad de Alzheimer.
La revelación lo había dejado aturdido. No podía evitar la sensación de haber sido un hijo desatento y desagradecido, además de estúpido, ¡Era psiquiatra, por amor de Dios! Debió haberse dado cuenta del problema mucho antes. Su madre llevaba años confundiendo a las personas y los hechos; solía olvidarse de las citas y las ocasiones especiales. Pero, en fin, mucha gente tenía mala memoria.
Al menos, eso se había dicho a sí mismo. Hasta que la conducta anómala de su madre lo obligó a encarar la verdad.
Seis meses después de su llegada a Nueva Orleans, Ben la convenció de que estaría mejor, y más segura, viviendo en una residencia.
– Otra vez he fantaseado con la muerte.
Ben se enderezó en la silla, concentrándose al instante en su paciente, molesto consigo mismo por haberse distraído.
– Cuéntamelo, Rick.
– No hay nada que contar.
– Si eso fuera cierto, no lo habrías mencionado. ¿Fantaseaste con quitarte la vida? ¿O simplemente imaginaste el mundo sin ti?
– Simplemente… desaparecí. Estaba allí y, de pronto, me esfumé.
Ben notó una leve oleada de alivio. Ningún médico que se preciara de serlo tomaba a la ligera los pensamientos de sus pacientes sobre la muerte. Rick ya había experimentado fantasías similares con anterioridad, siempre en momentos de gran tensión emocional.
– ¿Y cómo te sentiste? -inquirió.
– Furioso -Rick dejó de pasearse. Miró a Ben, con su atractivo rostro contraído por una fuerte emoción aunque Ben no sabía si era de dolor o de rabia-. Nadie pareció percatarse o darle importancia. Siguieron adelante con la fiesta.
La fiesta. La vida. Ben lo comprendió enseguida. Se inclinó hacia delante en la silla.
– Me parece interesante. Esa fantasía refleja tus sentimientos por la muerte de tu madre. Tu ambivalencia y tu rabia. Tu aislamiento. Piensa en ello durante la semana. Lo trataremos en la próxima sesión.
Ben se levantó, dando a entender que habían terminado. Luego acompañó a Rick hasta la puerta de la consulta, deseándole que pasara una buena semana. Seguidamente volvió a su mesa, sonriendo con anticipación. Rick había sido el último paciente del día. Una vez que hubiera revisado las notas de las sesiones previas y ordenado la mesa, el fin de semana sería suyo.
Tenía pensado dedicarlo a trabajar en su nuevo libro, un tratado sobre los efectos de los traumas infantiles sobre la personalidad. Durante sus años de experiencia como psiquiatra, había comprobado dos cosas. La primera era que los abusos a menores se producían en todos los ámbitos sociales, económicos y raciales. La segunda era que los efectos de dichos abusos podían percibirse en ciertas patologías de la edad adulta.
Con su libro, pensado para el gran público, se había propuesto dos objetivos: educar y curar.
Para Ben, aquel libro se había convertido en una especie de obsesión y le dedicaba todo el tiempo que podía
Mientras se encaminaba hacia la puerta, se vio de nuevo en el espejo antiguo. Fue una visión fugaz que lo hizo detenerse, sorprendido. Por una fracción de segundo, se había parecido a otra persona.
¿A quién, por amor de Dios? ¿A Rick Richardson?
Ben pensó en su paciente, en su atractiva apostura. ¿Benjamin Walker, parecerse a Rick Richardson? Ni en sueños. Ben estudió su reflejo. Complexión y estatura medianas. Pelo castaño y ojos marrones. Gafas que le hacían parecer el ratón de biblioteca que era en realidad.
Nunca sería un ladrón de corazones. Nunca impresionaría a las mujeres.
Cosa que no le importaba. No era eso lo que deseaba.
Era inteligente. Constante. Un buen hijo. Y algún día, cuando encontrase a la mujer adecuada, sería un marido fiel y un padre devoto.
Con una sonrisita cínica, apagó las luces del despacho, salió a la sala de espera y cerró la puerta con llave.
Él lo hacía todo. Ni siquiera había contratado a una enfermera. No la necesitaba. Él mismo concertaba las citas, disponía de un contestador automático que recogía los mensajes cuando estaba en alguna sesión, y llevaba la contabilidad con el ordenador.
Suponía que, cuando el trabajo fuese en aumento, necesitaría un ayudante. En parte, lamentaría que llegase ese día. Su consulta ocupaba la mitad de una casa de Garden District. La otra mitad le servía de residencia. Era acogedora, íntima y hogareña. Con la presencia de otra persona eso cambiaría.
Pero sabía que el cambio era un componente inevitable e intrínseco de la vida.
Ben se acercó a la mesita de café para poner en orden las revistas y reparó en el sobre manila apoyado en uno de los cojines del sofá. Lo recogió. Su nombre figuraba pulcramente impreso en la parte superior izquierda del sobre.
Ben lo abrió con curiosidad. Dentro encontró una novela de suspense escrita por Anna North, autora a la que no conocía. Al darle la vuelta al libro, una nota cayó al suelo. Contenía un breve y críptico mensaje:
Mañana a las tres de la tarde. En el canal Estilo.
Ben arrugó la frente, intrigado. ¿Quién le habría dejado aquello? ¿Y para qué?
Pasó rápidamente las páginas del libro, pero no halló nada que resolviera aquellos interrogantes. Lo más lógico era pensar que algún paciente le había llevado el libro y había olvidado mencionárselo.
Ben hizo memoria. Aquel día había recibido a seis pacientes, pero, que él supiera, ninguno tenía un motivo, concreto para haberle dejado la novela. Si había sido un paciente, claro. Cualquiera podría haber entrado en la sala de espera y haber soltado el paquete.
La cuestión era ¿para qué?
Un misterio, se dijo, con las comisuras de la boca arqueadas en una sonrisa. Un misterio que debía resolver.
Y empezaría a las tres de la tarde del día siguiente, sintonizando el canal Estilo.
Capítulo 4