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– Por si acaso ¿qué? ¿Por si necesitaba ordenar mi biblioteca?

Bill emitió una risita; Dalton pareció irritarse. Sorbió por la nariz.

– Por si necesitabas protección, desde luego.

Anna reprimió una carcajada.

– Agradezco mucho vuestra preocupación -abrió la puerta del todo-. Pasad, haré café para acompañar los buñuelos.

– ¿Los buñuelos? -repitió Dalton en tono inocente-. No sé de lo que estás hablando.

Anna lo apuntó con un dedo.

– Es inútil que disimules, los huelo desde aquí. Ya que habéis venido a rescatarme, tendréis que compartirlos.

– Él me ha obligado a traerlos-se defendió Dalton mientras entraban en el apartamento-. Ya sabes que yo jamás me concedería tales caprichos a las dos de la madrugada.

– Sí, claro -Bill puso los ojos en blanco-. ¿Y qué figura sugiere una tendencia a… los caprichos, la tuya o la mía?

Dalton miró a Anna en busca de apoyo. Diez años más joven que él, Bill era esbelto y atlético.

– No es justo. Él come de todo y no engorda. Yo, en cambio, tomo un bocadito de nada y…

– ¿Un bocadito de nada? ¡Ja! ¿Y las galletas y las patatas fritas?

– Estaba teniendo un mal día, necesitaba algo para animarme. Denúnciame si quieres.

Anna tomó del brazo a sus amigos y los acompañó a la cocina, desvaneciéndose los efectos adversos de la pesadilla. Los dos hombres nunca fallaban a la hora de hacerla reír. Tampoco dejaba de sorprenderle que fuesen pareja. Le recordaban a un pavo real y un pingüino. Bill era franco y descarado, y Dalton un empresario remilgado de modales melindrosos. No obstante, a pesar de sus diferencias, llevaban ya diez años juntos.

– No me importa de quién ha sido la idea -dijo Anna al llegar a la cocina-. Os lo agradezco. Un atracón de buñuelos era justo lo que necesitaba.

En realidad, lo que más les agradecía era su amistad. Había conocido a la pareja en su segunda semana en Nueva Orleans, tras responder a un anuncio de trabajo de una floristería. Si bien carecía de experiencia, Anna siempre había tenido una aptitud especial para la decoración, y necesitaba un trabajo que le permitiera dedicar su tiempo y sus energías a hacer realidad su sueño de ser novelista.

Dalton había resultado ser el propietario de la floristería, llamada La Rosa Perfecta; congeniaron de inmediato. Él entendía sus sueños y la aplaudía por tener la valentía necesaria para perseguirlos.

Dalton le había presentado a Bill, y los dos la habían tomado bajo su protección. Le habían hablado de un apartamento que iba a quedar libre en el edificio, situado en el Barrio Francés, donde vivía la pareja, y que era propiedad de Dalton. A medida que iban conociéndose mejor, Bill y Dalton se interesaron realmente por su labor de escritora. La habían animado después de cada rechazo y habían celebrado con ella todos sus éxitos.

Anna los quería mucho y estaba dispuesta a enfrentarse con el mismísimo diablo para protegerlos. Y ellos, suponía, harían lo mismo por ella.

El mismísimo diablo. Kurt

Como si hubiera leído su mente, Dalton la miró horrorizado.

– Dios santo, Anna, ni siquiera te hemos preguntado. ¿Estás bien?

– Sí, estoy bien -Anna llenó un cazo de leche y lo puso en el fuego. Luego sacó tres tazas del armario y una bandeja de cubitos de café congelado del refrigerador-. Sólo fue un mal sueño.

Bill la ayudó, poniendo un cubo de café en cada taza.

– ¿Otra pesadilla? -le dio un breve abrazo-. Pobre Anna.

– Es por esas historias retorcidas que escribes -sugirió Dalton mientras colocaba diestramente los buñuelos en una bandeja-. Te provocan pesadillas.

– ¿Historias retorcidas? Gracias, Dalton.

– Bueno, terroríficas -corrigió Dalton-. ¿Así te gusta más?

– Mucho más, gracias -Anna vertió la humeante leche en las tazas.

Llevaron los cafés y los buñuelos a la mesa y se sentaron.

Dalton tenía razón. Sus novelas de suspense habían sido descritas por los críticos con tales adjetivos. Algunos las habían calificado de «sobrecogedoras» y «absorbentes». Anna sólo desearía que se vendieran lo suficiente como para poder ganarse la vida escribiendo.

– Una chica tan normal y encantadora -dijo Bill bajando la voz-. ¿De dónde proceden esas historias? ¿De tu experiencia personal? ¿Qué horrores acechan bajo esos inocentes ojos verdes?

Anna simuló reírse. Bill no sabía hasta qué punto su broma se acercaba a la verdad. Ella había presenciado los abismos más oscuros del espíritu humano. Conocía por experiencia la capacidad del ser humano para el mal.

Ese conocimiento turbaba su paz interior y, a veces, como aquella noche, también trastornaba su sueño. Del mismo modo, estimulaba su imaginación, inspirándole historias oscuras y retorcidas en las que el bien se enfrentaba con el mal.

– ¿Acaso no lo sabéis? -preguntó con humor-. Todas mis investigaciones incluyen una parte práctica. Así que, por favor, no miréis nunca en el maletero de mi coche y acordaos de echar la llave por las noches -bajando la voz, añadió-: Si sabéis lo que os conviene.

Por un momento, ellos simplemente se quedaron mirándola. Luego prorrumpieron en risas. Dalton fue el primero en hablar.

– Muy graciosa Anna. Y más teniendo en cuenta que en tu nueva historia se cargan a una pareja de homosexuales.

– Hablando de lo cual -murmuró Bill, recogiendo los restos de azúcar que habían caído en la mesa-, ¿te han dicho ya algo de la nueva propuesta?

– No, pero sólo han pasado un par de semanas. Ya sabéis lo lento que es el mundo editorial.

Bill resopló con disgusto. Trabajaba en una empresa de publicidad y relaciones públicas.

– En mi negocio, esos tipos no durarían ni dos minutos.

Anna asintió, y luego dio un bostezo. Se llevó la mano a la boca mientras bostezaba otra vez.

Dalton consultó su reloj.

– ¡Dios santo, mirad la hora que es! No tenía ni idea de que era tan… -se giró hacia Anna con expresión horrorizada-. ¡Cielos, Anna! Se me olvidó decírtelo… Tienes otra carta de tu joven admiradora, esa que vive en Mandeville. Llegó hoy a la floristería.

Por un momento, Anna no supo a quién se refería Dalton, pero finalmente se acordó. Unas semanas antes, había recibido una carta de una chica de once años llamada Minnie. Le llegó a través de su agente, en un paquete que contenía varias cartas más.

Si bien le preocupaba que una niña de once años leyera sus novelas, Anna se había conmovido con la carta. Le había recordado a la niñita que fue ella misma, antes del secuestro, una joven que veía el mundo como un lugar hermoso lleno de caras sonrientes.

Minnie había prometido que, si Anna le respondía, sería su mayor admiradora para siempre. Había dibujado corazones y margaritas en el reverso del sobre, junto a las letras F.C.U.B.

«Firmado con un beso».

Anna se sintió tan cautivada, que respondió a la carta personalmente.

Dalton sacó el sobre del bolsillo de su chándal y se lo entregó. Anna frunció el ceño.

– ¿La llevabas encima?

Bill puso los ojos en blanco.

– Sí, la recogió después de seleccionar a David de entre su colección de armas. A duras penas conseguí que no hiciera unas magdalenas, antes de venir.

Dalton sorbió por la nariz con expresión dolida.

– Sólo intentaba ayudar. La próxima vez no lo haré.

– No le hagas ningún caso -murmuró Anna mientras tomaba la carta y dirigía a Bill una mirada de advertencia-. Ya sabes cuánto le gusta chinchar. Te agradezco que pensaras en mí.

Bill señaló el sobre. Como el anterior, estaba decorado con corazones, margaritas y firmado con un beso.

– Llegó directamente a La Rosa Perfecta, Anna, no a través de tu agente…

– Directamente a la… -Anna comprendió su error y, por un momento, se quedó sin respiración. En su entusiasmo al contestar a la niña, olvidó toda precaución. Había utilizado papel de escribir de La Rosa Perfecta para garabatear rápidamente una respuesta y luego había echado la carta al buzón.