Él percibió el reproche que se reflejaba en sus ojos. Y se sintió pequeño. Vulnerable. No le gustaba la sensación. Volvió a besarle la mano y luego salió de la cama para vestirse.
– ¿He profundizado demasiado para tu gusto?
– No, no es eso.
– ¿No?
– He de volver al trabajo. La ley me reclama.
– Tengo fe en ti, Quentin.
– Tengo que irme.
Anna se acercó a él y lo abrazó por detrás. Quentin notó el frío tacto de su bata de seda en la espalda y las piernas.
– Tengo fe en ti -repitió ella-. Eres inteligente y honesto. Honrado y cariñoso. Divertido. Leal.
– Hablas como si yo fuera un perrito faldero. Y no quiero ser mascota de nadie, Anna. Ni siquiera de ti.
Anna se retiró de él, con expresión confusa.
– ¿Por qué te has enfadado? ¿He dicho algo malo?
Quentin se agachó para recoger los pantalones.
– No he debido venir hoy.
– Pero has venido -repuso ella observándolo-. ¿Acaso te arrepientes?
Él acabó de abrocharse los pantalones y procedió a ajustarse el cinturón.
– Tengo que irme.
– ¿Huyes, Malone? ¿De qué? ¿De mí? ¿O de la verdad?
– Tiene gracia que diga eso una mujer que se ha pasado la vida entera huyendo.
Aquel comentario caló muy hondo. Anna retrocedió otro paso, con expresión dolida.
– ¿Pero qué te pasa? ¿Esa es tu forma de decir «gracias por los buenos ratos, nena, ya nos veremos»?
– Lo hemos pasado bien. Yo te he protegido y tú has hecho que me sienta como un héroe. Pero ahora ya no corres ningún peligro. ¿Por qué no lo dejamos ahí, sin darle más vueltas?
Anna se sintió como si acabara de abofetearla.
– Tienes razón, debes irte. Te traeré la cazadora.
– Nunca dije que esto fuese a durar siempre, Anna.
– No, nunca lo dijiste. Así que no tienes por qué sentirte culpable, ¿verdad? -tras darle la cazadora, Anna fue hasta la puerta y la abrió-. Vete. Quiero que te marches.
– Anna, yo no quería hacerte daño. No deseaba que…
– Sólo querías alejarme de ti porque me estaba acercando demasiado. Bien, pues lo has conseguido, inspector Malone. Felicítate por un trabajo bien hecho.
Capítulo 18
Sábado, 3 de febrero
Ben abrió la puerta de su despacho, entró y se acercó a la mesa. Luego arrojó a la papelera el ramo de flores que llevaba y se derrumbó pesadamente en la silla.
Había querido sorprender a Anna con las flores. Tenía planeado celebrar con ella el arresto de Terry y el fin de su odisea. Y pedirle que empezasen de nuevo, ya libres del lastre del pasado, para dar otra oportunidad a su relación.
Al llegar a su edificio, había encontrado el portal abierto, la puerta encajada con un ladrillo, de modo que había subido hasta la planta de Anna. Y los había visto juntos. A ella y a Quentin Malone, en la puerta del apartamento. Resultaba evidente lo que habían estado haciendo.
Ben cerró los ojos y visualizó la imagen de Anna, con la bata de seda ceñida a los senos, el cabello despeinado y los ojos brillantes. Tenía el aspecto de una mujer que acababa de hacer el amor.
De una mujer enamorada.
Ben emitió un gemido roto. Se sentía como un estúpido. Como un auténtico idiota. Había sospechado que Anna sentía algo por el inspector, pero siempre se había negado a reconocer la verdad.
Estúpido.
Respiró hondo por la nariz, luchando contra la ira que empezaba a acumularse en su interior, esforzándose por suprimir aquella sensación tan desagradable. Por erradicar el dolor que acechaba en la periferia de su cerebro.
De repente, se estremeció, dándose cuenta de que tenía frío. Un frío que le calaba hasta los huesos.
Mientras temblaba, la visión se le nubló, para aclararse de nuevo al cabo de un tiempo. Ben parpadeó, desorientado. Miró a su alrededor. La cabeza aún le dolía. Retiró la silla de la mesa y, al levantarse, un trozo de papel cayó al suelo.
Ben se agachó para recogerlo. Era una nota, escrita con grandes letras en cursiva. Parecía la caligrafía, de un niño.
Querido Ben:
Tienes que ayudarnos. Eres el único que puede hacerlo. Él pretende hacernos daño. Lee nuestro diario y sabrás lo que debes hacer.
Por favor. No quiero morir.
Ben releyó la nota tres veces. Luego se llevó la mano a la sien, notando que el dolor de cabeza se intensificaba. Las íes aparecían puntuadas con un corazón de lo cual dedujo que la autora de la nota debía de ser una niña. De entre diez y trece años, a juzgar por la caligrafía.
¿Quién sería? ¿Y por qué se había puesto en contacto con él? Frunció el ceño y paseó la mirada por la habitación, buscando alguna pista. Siempre dejaba cerrada la puerta del despacho. ¿Cómo había podido entrar?
Al comprender la respuesta, notó que la sangre se le helaba en las venas. Las llaves. Las llaves que le habían sustraído. Había hecho cambiar las cerraduras de la casa, pero no las de la consulta.
Idiota.
Fracasado.
Ben hizo caso omiso de la voz negativa que resonaba en su mente e intentó concentrarse en el misterio que tenía ante sí. Quizá la nota era obra de la hija de un paciente, del mismo que le había robado las llaves.
Pero ese paciente era Terry Landry. Y estaba entre rejas. Ya no podía amenazar a nadie.
A menos que Terry Landry no fuese culpable.
Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Meneó la cabeza, rechazando la idea. Tenían pruebas contra Landry. El inspector Johnson así se lo había dicho. Pruebas en cantidad.
Pruebas que vinculaban a Landry con el asesinato de Nancy Kent. No con el acoso a Anna o el secuestro de Jaye.
Aquello no se había acabado, comprendió Ben, notando que las manos le temblaban. Volvió a fijarse en la nota. La niña había escrito: «Lee nuestro diario y sabrás lo que debes hacer».
¿Un diario? Ella debía de haberlo dejado en su despacho. Pero, ¿dónde? Seguramente, cerca de la nota.
Debajo de la mesa. Pues claro.
Al agacharse, Ben vio una bolsa de plástico adherida a la cara inferior de la mesa con cinta adhesiva. Premio. Sin duda, era una niña muy lista.
Tras despegar la bolsa, Ben se sentó de nuevo. Seguramente, la nota estaba en la silla cuando él entró, pero no la había visto al hallarse ensimismado pensando en Anna. Luego, al levantarse, había hecho que la nota cayera al suelo.
Respirando hondo, Ben abrió la bolsa y extrajo el diario, que en realidad no era más que una pequeña libreta. Las manos le temblaron ligeramente. Allí encontraría todas las respuestas. La identidad del hombre que acosaba a Anna. El papel que él mismo desempeñaba en aquel drama. El porqué. Sobre todo, el porqué.
Reclinándose en la silla, Ben empezó a leer.
– ¡Minnie! -gritó Jaye acercándose a la puerta-. ¿Eres tú? ¿Estás ahí?
– Sí, estoy aquí -respondió la niña-. ¿Te encuentras bien?
Jaye se apretó más contra la puerta.
– Tengo mucha hambre. Hace tiempo que él no me trae comida.
– Lo sé. Te he traído una chocolatina. Se la robé mientras estaba fuera -Minnie deslizó la chocolatina por debajo de la puerta, y Jaye la devoró prácticamente en dos bocados. Al terminar, se chupó los dedos.
– ¿Qué se ha propuesto? -preguntó-. ¿Matarme de hambre?
– No lo sé. Pero yo me estoy haciendo más fuerte, Jaye. Y más valiente. Estoy descubriendo sus puntos débiles. No permitiré que te haga daño,
A Jaye se le saltaron las lágrimas. Estaba aterrorizada. Algo había cambiado en la conducta de su secuestrador. Y no se trataba solamente del hecho de que ya no le llevara comida. Jaye presentía que todas las piezas de su plan ya habían encajado. Que el tiempo se agotaba.
– Prométemelo, Minnie. Promete que no permitirás que me haga daño.
– Te lo prometo. No dejaré que os haga daño ni a ti ni a Anna -la niña hizo una pausa. Cuando volvió a hablar, la voz le temblaba de emoción-. Te quiero, Jaye. Eres mi mejor amiga.