Dos días después de que Quentin saliera de su vida, Anna se lo encontró esperándola en el portal de su edificio. Estaba conversando con Alphonse Badeaux y dándole pistachos al señor Bingle.
Anna notó que el corazón se le aceleraba, lleno de esperanza. Había temido no volver a verlo nunca más.
Alphonse se levantó al verla acercarse.
– Hola, señorita Anna. Estaba haciéndole compañía a su amigo.
– En efecto -dijo Quentin poniéndose en pie-. Y es una estupenda compañía.
– Gracias, inspector -el anciano sonrió de oreja a oreja. Luego se giró hacia Anna-. Me alegra ver a un policía en el barrio. Es bueno tenerlos cerca.
Lo cual era una forma suave de decirle: «no vayas a meter la pata».
Anna sonrió.
– Lo tendré en cuenta, Alphonse.
– Que paséis una buena noche, muchachos -antes de alejarse, seguido por el señor Bingle, el anciano carraspeó y añadió-: ¿Recibió al final ese ramo de flores, señorita Anna?
Ella arrugó la trente.
– ¿Qué ramo de flores?
– El que le trajo ese doctor tan amable. El otro día -las ajadas mejillas de Alphonse se ruborizaron levemente-. Fue la misma tarde que el inspector Malone vino a visitarla.
Anna frunció el ceño. ¿Ben había estado allí esa tarde? ¿Y por qué no había llamado a su puerta? ¿Por qué no…?
Un pensamiento aterrador acudió a su mente. Se visualizó a sí misma en bata en la puerta del apartamento, con Quentin.
– Se fue con las flores, y parecía llevar mucha prisa. Ni siquiera me saludó, como suele hacer. Parecía disgustado -el anciano se aclaró la garganta-. No es que sea asunto mío, desde luego. Simplemente, me acordé de esas flores. Eran preciosas.
Anna tragó saliva, azorada.
– Gracias, Alphonse. Llamaré al doctor.
El viejo asintió y cruzó la calle, acompañado por su perro.
– ¿Quieres sentarte conmigo un rato? -preguntó Quentin a Anna.
Ella notó que se le formaba un nudo en la garganta.
– Bueno. Hace una tarde preciosa.
Quentin le acercó la bolsa de pistachos.
– ¿Quieres?
– Gracias -respondió ella tomando unos cuantos-. Me encantan.
– Lo sé.
Anna alzó los ojos para mirarlo.
– ¿Cómo es que lo sabes?
– Me asomé a tu frigorífico y vi que tenías helado de pistacho -la boca de Quentin se curvó en una sonrisa inocente y encantadora-. ¿Qué quieres que te diga? Soy inspector de policía.
– Y yo escritora. Tenía la impresión de que esta historia ya se había terminado.
– No me gustó mucho ese final -Quentin guardó silencio. El sol ya empezaba a declinar en el cielo-. Me preguntaba si querrías reescribirlo.
– Depende -Anna lo miró de soslayo-. Para eso, ha de haber una justificación.
Él la miró a los ojos un momento, y luego retiró la mirada.
– Siempre quise estudiar derecho. Incluso me imaginaba como fiscal del distrito.
– ¿Y qué pasó?
– Era consciente de mis limitaciones. Aún lo soy.
– ¿De veras?
– A duras penas conseguí graduarme en el instituto, Anna. Incluso se rumoreó que me había acostado con mi profesora de inglés para aprobar la asignatura.
– ¿Y te acostaste con ella?
– Diablos, no. Se compadeció de mí y me dio clases extra durante dos semanas para que aprobara el examen.
– Así que te hiciste policía. Porque supusiste que sería fácil. Que podrías hacerlo sin esforzarte.
– Más o menos -Quentin entrelazó los dedos-. Me crié rodeado de policías. Todos esperaban que siguiera los pasos de mi familia.
– ¿Y nunca le dijiste a nadie lo que deseabas hacer en realidad?
– Hasta ahora, no.
Anna alzó los ojos hacia el cielo, ya oscurecido.
– No sé muy bien qué decir.
– Me gusta el trabajo de policía. Se me da bien.
– Pero te aburre -ella estudió su mirada, percibiendo la frustración de sus ojos. La ira reprimida-. ¿Estás enfadado? ¿Conmigo?
– No. Estoy enfadado con… -Quentin exhaló una bocanada de aliento-. Opté por lo más cómodo, Anna. Y me odio a mí mismo por ello. El trabajo de policía no me aburre, pero tampoco me satisface. No obstante, aquí me tienes.
– Aún no es tarde.
– Sí, lo es -Quentin se pasó la mano por el cabello-. Tengo treinta y siete años.
– Un niño, como quien dice.
– Eres aún más terca que el perro de Badeaux.
– Y también más guapa -repuso ella sonriendo.
– En eso tienes razón -él le tomó la mano y se la acercó a la boca-. ¿Qué opinas de los policías, Anna? ¿Cómo te sientes estando con uno de ellos?
– Eso depende del policía.
– ¿Sí?
– Sí -Anna le apretó la mano-. Conozco a cierto poli encantador, demasiado seguro de sí mismo en unas cosas, e inseguro en otras. Con él me gustaría estar aunque se dedicase a cavar zanjas. Siempre y cuando esté satisfecho con lo que hace.
– Anna…
– Acomodarse en un trabajo es malo, Malone. Acabará devorándote por dentro. No quiero despertarme una mañana al lado de un hombre de cincuenta años que se odia a sí mismo -siguieron unos segundos de silencio. Finalmente, Anna se inclinó hacia él y enmarcó su rostro entre las manos para besarlo-. Piensa en ello, Malone. Es lo único que te pido.
Anna llegó a la consulta de Ben a primera hora de la mañana del día siguiente. Sabía que le había hecho daño. Ningún hombre llevaba flores a una mujer sin sentir algo profundo por ella. Y Anna se sentía mal por lo que Ben había visto. Por el dolor que sin duda había experimentado.
Le debía una explicación. Una disculpa. Deseaba seguir siendo amiga suya. Aunque esa posibilidad dependía de lo dolido que se sintiera Ben, y Anna lo sabía perfectamente.
Subió los escalones del porche y se encaminó hacia la puerta de la consulta. La encontró abierta. La sala de espera estaba vacía y la puerta del despacho entreabierta. Respirando hondo, Anna llamó suavemente con los nudillos antes de entrar.
Ben estaba sentado tras la mesa, cuya superficie se hallaba repleta de montones de libros. Las gruesas cortinas estaban echadas. La única luz de la habitación procedía de la lámpara halógena de la mesa, que apenas alcanzaba a disipar la totalidad de las sombras.
– ¿Ben?
Él alzó la cabeza y ella emitió un jadeo de angustia. Parecía enfermo. Ojeroso y pálido como la cera. Anna se adentró en la habitación.
– ¿Te encuentras bien? -al ver que Ben no respondía, se acercó hasta él. Reparó en sus ojos enrojecidos y vidriosos, en su estado casi febril. Parecía no haber dormido en los últimos días-. Dios mío, Ben, ¿qué ha pasado?
Él parpadeó varias veces y se humedeció los labios con la lengua.
– El otro día fui a tu apartamento, para… Te vi con Quentin Malone.
– Lo sé -ella apartó la mirada-. Te vio uno de mis vecinos. Quería hablar contigo de eso.
– ¿Estás enamorada de él?
Buena pregunta. Ni siquiera la propia Anna estaba segura de la respuesta.
– Siento… algo por él. Algo muy fuerte.
Ben desvió la mirada hacia el techo, estremeciéndose.
– Debí de haberlo supuesto -dijo mirándola de nuevo-. Al fin y al cabo, has estado jodiendo con él.
Anna dejó escapar un jadeo ahogado y retrocedió involuntariamente.
– No creo que sea necesario usar ese tipo de vocabu…
– ¡No me digas lo que es necesario! -Ben golpeó la superficie de la mesa con tanta fuerza que la lámpara se bamboleó-. ¿No estuvisteis jodiendo ese día? Quizá si yo hubiese insistido más, habrías jodido conmigo tambi…
– ¡Ya basta! -Anna se llevó una mano a la boca, horrorizada al oír aquellas palabras en labios de Ben-. Si te hice daño, lo siento. No fue mi intención. Tampoco busqué a propósito una relación con Quentin. Sucedió, simplemente. No sé qué más decirte. Adiós, Ben.