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Había sido otro. Alguien decidido a atar los últimos cabos de su plan y a eliminar los elementos que ya no le eran necesarios. Elementos como Ben Waker.

Quentin pensó en Anna y notó que el corazón le aceleraba. El tiempo se les estaba agotando, tanto a ella como a Jaye. Necesitaba los archivos de Walker. Los nombres de sus pacientes. E iba a obtenerlos aunque para ello tuviera que mandar al infierno le procedimientos legales.

Quentin volvió a la consulta y abrió la puerta usando el tradicional método de romper la ventana contigua para introducir la mano y descorrer el cerrojo. Al entrar en la consulta, notó que se le erizó el vello de la nuca. Todo parecía intacto, pero la atmósfera era sofocante y el aire estaba cargado de olor acre.

Quentin se adentró en la consulta. Al fondo había una puerta cerrada. La abrió y vio una habitación parecida a una sala de estar, con cómodas sillas dispuestas en círculo. Siguió avanzando. Un cuarto de baño. Una pequeña cocina. La última puerta estaba cerrada con llave. La abrió de una patada. Al instante, una vaharada de hedor le golpeó como un puño nauseabundo. Hedor a residuos humanos y comida podrida. Un enorme espejo yacía boca arriba en el suelo, su destrozada superficie surcada de líneas semejantes a una tela de araña. Alguien había vomitado en el centro.

Tras inspeccionar el resto de la habitación, Quentin rodeó el espejo y fue en busca de los archivos. Encontró el archivador abierto. Ojeó rápidamente los nombres, buscando el de Adam Furst. Se detuvo al ver el nombre de Rick Richardson. El expediente de Terry. Lo extrajo rápidamente y se lo encajó en la cintura de los pantalones, debajo de la chaqueta.

Había llegado la hora de poner fin a aquella pesadilla. Y de llamar a Anna. Tenía que avisarla.

Pero, antes de que pudiera hacerlo, sonó su busca.

– Tenemos un posible homicidio -le informó el agente de guardia-. En la residencia Crestwood. Uno de tus testigos. Louise Walker.

Quentin sintió que se le helaba la sangre.

– Voy para allá.

Anna llegó a su casa cargada de bolsas de la compra y de flores de La Rosa Perfecta. Saludó en voz alta a Alphonse y al señor Bingle y se dirigió hacia el portal, reparando en que la puerta estaba abierta, encajada con un ladrillo. Otra vez.

Sospechaba que era cosa de los niños que vivían en el cuarto, aunque nunca los había sorprendido colocando el ladrillo. Al fin y al cabo, eran críos y no comprendían el peligro. Pero quizá debía hablar con sus padres, decidió Anna. O dejar el asunto en manos de Dalton.

Al acordarse de Dalton, frunció el ceño. Lo había visto muy nervioso cuando se llegó a La Rosa Perfecta. Tenso y alterado. Había mirado el reloj continuamente y le había hecho tres veces la misma pregunta. Luego había insistido en que se llevara un ramo de rosas.

Algo le pasaba a su amigo. Probablemente se habría peleado con Bill, supuso Anna mientras entraba en el apartamento. Tras poner las rosas en un jarrón, procedió a guardar la compra. Con los brazos cargados de tomates, cocos y manzanas, abrió la puerta del frigorífico.

El corazón se le detuvo en el pecho. Un grito se le formó en la garganta y, una por una, las frutas cayeron al suelo.

En un plato, sobre un pañito en forma de corazón, descansaba un dedo ensangrentado. Un dedo meñique.

Anna luchó por reprimir, el grito. Se llevó una mano temblorosa al pecho, pugnando por calmarse. Por convertir su miedo en furia. No pensaba caer de nuevo en aquella retorcida broma de mal gusto.

Apretando los labios, se inclinó hacia adelante, el dedo desprendía un olor dulzón y acre al mismo tiempo. Natural y químico. Anna se llevó una mano a la nariz. La base de la uña tenía una tonalidad azulada y el resto del dedo aparecía descolorido. La que lo rodeaba estaba teñida de un marrón reseco.

Real. El dedo era real.

La pesadilla no había terminado.

Anna se retiró del frigorífico, con el estómago revuelto. En ese momento, sonó el teléfono. Ella se quedó mirándolo, atenazada por un escalofriante presentimiento, antes de responder.

– ¿Diga?

– Hola, Harlow.

Anna sintió que le fallaban las piernas.

Se apoyó en la encimera para tenerse en pie.

Kurt.

– ¿No saludas a un viejo amigo? -dijo él entre risas.

Ella cerró los ojos.

– ¿Qué quieres?

– Una pequeña muestra de agradecimiento, al menos. Me costó mucho conseguirte ese regalo.

Anna se llevó una mano temblorosa a la boca. Dios santo. Aquella mujer. Aquella pobre… mujer.

– Lo hice por ti. Con todas lo hice por ti.

Ella luchó por no sucumbir a la histeria. Por no derrumbarse. Eso era lo que él deseaba.

– ¿Por qué? Si me querías, ¿por qué no viniste a…?

– ¿A por ti? Pude haberlo hecho, desde luego. Pero las mejores comidas siempre se degustan después de un aperitivo.

– Estás loco.

Él chasqueó la lengua, reprendiéndola.

– Creí que me considerarías inteligente, mi querida Harlow. Al fin y al cabo, os he techo bailar a todos a mi son. A ti, a la policía, a Ben. Incluso a mi pequeña Minnie.

Ben. Minnie. Dios santo.

– ¿Qué le has hecho a Jaye?

– Me extrañaba que no lo hubieras preguntado ya. Ella está conmigo, por supuesto. Pero creo que eso ya lo sabías.

– ¿Está… está…?

– ¿Viva? -respondió él con voz risueña-. Sí, desde luego. Y supongo que deseas que siga estándolo.

– Supones bien.

Por un momento, él guardó silencio. Cuando volvió a hablar, Anna percibió por su tono furioso que lo había sorprendido. No había esperado que ella mostrase tanto valor.

– ¿No aprendiste de los errores de tus padres, Harlow?

– No sé de lo que estás hablando.

– No seas tímida. Lo sabes perfectamente. Como no sigas mis instrucciones al pie de la letra, o avises a las autoridades, Jaye morirá. ¿Entendido?

– ¿Qué es lo que quieres?

– Te quiero a ti, querida mía. El precio por la vida de Jaye Arcenaux es la vida de Harlow Anastasia Grail.

Anna colgó el teléfono, agarró el bolso y corrió hacia la puerta. Ni siquiera se planteó incumplir las exigencias de Kurt, aunque era consciente de que pretendía matarla. Estaba dispuesta a intercambiar su vida por la de Jaye.

Consultó el reloj. No disponía de mucho tiempo. Kurt le había concedido veinte minutos para desplazarse hacia su primer destino… el teléfono público de una estación de servicio situada junto a la autopista I-10 oeste de Metairie. Si llegaba tarde, Jaye pagaría el precio.

Un dedo. El meñique de la mano derecha. Anna tendría que hacer diez paradas, todas perfectamente cronometradas, una por cada dedo de su amiga.

Salió del apartamento y, sin detenerse siquiera a cerrar la puerta, bajó apresuradamente las escaleras. Al llegar al portal, se dio de bruces con Bill. Su amigo la agarró por el brazo para detenerla.

– Eh, Anna, ¿dónde es el incendio?

– ¡Déjame! -ella dio un tirón para soltarse-. ¡Tengo prisa!

– ¡Espera! -Bill la agarró de nuevo, con expresión de alarma-. Dios mío, Anna, ¿qué sucede? ¿Adónde…?

– Por favor… Jaye me necesita. No puedo demorarme… o él le hará daño. ¡La matará!

– Voy a llamar a la policía -dijo Bill poniéndose pálido.

Esta vez, fue ella quien lo sujetó con fuerza.

– ¡No! Por favor, no lo hagas. Él la matará. Prométeme que no lo harás.

– No puedo. Yo…

– No me pasará nada. Por favor, hazlo por Jaye.

Bill parecía aterrado.

– Está bien, Anna. Te prometo que…

– Gracias -ella se puso de puntillas para darle un beso en la mejilla-. Despídete de Dalton por mí.

Quentin observó el rostro sin vida de Louise Walker. Al parecer, la habían asfixiado. A juzgar por su lividez y el grado de rigor mortis, llevaba muerta de seis a ocho horas. Eso significaba que la habían asesinado en el transcurso de la noche. Las enfermeras habían pensado que falleció mientras dormía, víctima de un infarto.