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– ¡Tú eres el embustero! -gritó Anna-. ¡Timmy estaba muerto! ¡Muerto!

– No. Tú lo abandonaste. Habías prometido cuidar de él, pero lo dejaste atrás. Lo dejaste con Kurt.

Timmy había sobrevivido. Anna meneó la cabeza, negando el horror de aquella posibilidad, con los ojos llenos de lágrimas.

– Nadie acudió a buscarlo, Harlow. Nunca. Él esperó y esperó, rezando, creyendo que volverías por él. Pero no lo hiciste.

Nadie acudió nunca a buscarlo porque ella había dicho a todo el mundo que Timmy estaba muerto.

No podía ser cierto. Anna no deseaba creerlo.

Pero lo creía, y el dolor que experimentaba era casi insoportable. Lo miró a través de las lágrimas, buscando algún vestigio del niño que había conocido y amado. Al dulce pequeño que solía seguirla a toda» partes.

– ¿Timmy? -consiguió decir-. ¿De verdad eres tú?

– ¿Timmy? -dijo Adam con un estallido de furia-. Yo no soy Timmy. Ese renacuajo debilucho sólo quería volver con su madre. Con Harlow. No podía soportar la situación. Así que aparecí yo. Soy fuerte -se golpeó en el pecho con la culata del revólver-. Aguanté todo lo que Kurt me hacía.

Anna intentó comprender, dar sentido a lo que Adam estaba diciendo. De pronto, recordó la conversación que había tenido con Ben en el Café du Monde. Ben había hablado de los traumas infantiles y del fenómeno de la personalidad múltiple. Ante una situación insoportable, la psique podía dividirse en varias personalidades distintas e independientes, para protegerse. El síndrome solía darse en adultos que habían experimentado abusos en los primeros años de la infancia. Ben también había dicho que cada una de dichas personalidades realizaba una función específica.

La función de Adam había consistido en soportar los abusos de Kurt.

– Ben sólo se llevó la gloria, el muy cabrón. Era el ojito derecho de mamá. Fue a la universidad y recibió todos los honores -los labios de Adam se curvaron en un rictus de desprecio-. El pobre era tan patético, que ni siquiera se dio cuenta de que me estaba facilitando las cosas.

Ben jamás fue consciente de padecer un trastorno de personalidad múltiple. Jamás supo nada acerca de Adam ni de sus planes.

Anna ignoraba por qué eso la aliviaba, pero así era.

Adam zarandeó la pistola delante de ella.

– Al final, fui yo quien se encargó de Kurt. Sí, yo. Todos estos años has vivido aterrorizada, temiendo su regreso, cuando en realidad ya estaba criando malvas. Ayer me cargué a la vieja zorra. Ahora le toca a la pequeña Harlow.

– ¿Así que te estás desquitando?

– Exactamente -afirmó Adam orgulloso-. Me fue muy fácil engañar a la gran Savannah Grail. Me aproveché de su vanidad y de su sentimiento de culpa y ella delató a su hija sin pensárselo dos veces. También hice que la madre de Ben se trasladara a Nueva Orleans, sabiendo que él la seguiría. Los controlé a él, a Minnie, a todos.

– ¿De veras? -Anna enarcó una ceja-. Pues para mí que Minnie te la jugó unas cuantas veces.

– Me sorprendió mucho que acudiera a Ben y que luego llamara al inspector. Pero no puedo enfadarme con ella. Me ha ayudado mucho durante todos estos años. Sobre todo, cuando Kurt traía a sus amigotes a casa. Una pandilla muy cariñosa, tú ya me entiendes. Minnie me ayudaba a satisfacer sus…

– ¡No hables así de ella! -exclamó Jaye súbitamente-. ¡No eres digno ni de mencionar su nombre!

Adam clavó sus inexpresivos ojos en Jaye.

– Eres un auténtico incordio, ¿lo sabías? Quiero que cierres esa jodida boca.

Temiendo por su amiga, Anna volvió a atraer su atención.

– Así que Ben no sabía nada de ti. Ni de Minnie.

– Premio para la señorita.

– ¿Y Timmy? ¿Dónde está ahora?

Los labios de Adam se curvaron en una fina sonrisa.

– Muerto.

– Muerto -repitió ella-. No lo comprendo.

Él gruñó con impaciencia.

– Ya casi hemos llegado. Basta ya de charla.

Anna no le prestó atención.

– No puede estar muerto. Porque tú eres parte de él.

– Cállate.

– Timmy -dijo Anna-. Soy Harlow. ¿Estás ahí?

– Que te calles -insistió él levantando la voz.

– Lo siento mucho. No lo sabía -Anna se inclinó hacia adelante y siguió hablando, con voz atragantada por las lágrimas-. Me dijeron que habías muerto. De lo contrario, habría vuelto a por ti. Yo te quería. Tu madre… tu verdadera madre también te amaba. Murió hace unos años, pero lloró tu pérdida hasta el final de su vida. Te… te echaba mucho de menos.

Adam tembló y se retorció. Su ira pareció desvanecerse, sus facciones se ablandaron, cobrando un aspecto infantil. En esa fracción de segundo, Anna captó un atisbo del niño al que había conocido.

Pero, para su desesperación, Adam regresó tan súbitamente como se había marchado y detuvo el motor del bote.

En lugar de silencio, Anna oyó el zumbido de otro motor en la distancia. Adam miró por encima de su hombro.

– No es nada. Algún pescador.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

Él no le prestó atención. Hizo un gesto con la pistola.

– Levantaos.

Jaye rompió a llorar. Anna tensó la espalda.

– En pie u os dispararé en el acto.

Hablaba en serio, de modo que Anna optó por ponerse en pie, levantando también a Jaye consigo.

El sonido del otro bote se oía cada vez más cerca.

– He elegido este sitio porque es el favorito de los caimanes. Suelen anidar aquí en la primavera y el verano -Adam emitió una risita y señaló con la pistola-. ¿Veis a aquel muchachote de allí? Es grande, ¿eh? Seguro que mide más de cinco metros. Y parece que tiene hambre.

Anna luchó por no derrumbarse.

– Deja libre a Jaye. No me importa lo que hagas conmigo, pero ella es inocente…

– ¡Anna! -llamó una voz lejana a través del húmedo aire-. ¡Jaye!

Quentin.

Anna dejó escapar un sollozo de alivio.

– ¡Estamos aquí! -gritó-. ¡Estamos aquí!

– ¡Cierra la boca! Ciérrala…

– ¡Quentin! -volvió a gritar ella-. ¡Ven, deprisa! Ven…

Adam se echó a reír repentinamente. La apuntó con la pistola.

– Adelante, grita. Grita cuanto quieras. Es demasiado tarde, Harlow Grail. Ya estás muerta.

Desde un lugar recóndito, Ben observó horrorizado cómo Adam dirigía la pistola al pecho de Anna. Luchó por liberarse, pero Adam era demasiado fuerte. Se negaba a dejarlo salir.

– ¡Alto! ¡Déjalas en paz! ¿Me oyes? ¡Déjame salir!

Sabía que Adam podía oírlo. En los días anteriores había cobrado conciencia de su personalidad múltiple y había aprendido a sintonizar con las voces que hablaban en su mente, así como a propiciar el cambio. Todo se lo debía a Minnie. La pequeña se había puesto en contacto con él a través del diario, explicándole quién y qué era.

Adam Furst. Minnie. Benjamin Walker. Él era todos ellos.

O, mejor dicho, todos eran parte del chico que había sido Timmy.

Al principio, se sintió horrorizado. Desesperado. Por fin entendía el motivo de sus continuos dolores de cabeza. De sus lagunas de memoria. De su sueño tan profundo.

Todo encajaba. Cielo santo, ¿cómo era posible que no se hubiera dado cuenta antes? Era psiquiatra, por el amor de Dios. Había tratado a más de un paciente con TDI.

Si Minnie hubiese acudido a él antes… Aquellas mujeres no habrían muerto. Él no lo habría permitido.

«Podemos conseguirlo juntos». Era la voz de Minnie. «Podemos salvarlas».

– ¡Sí!

Ben pugnó por liberarse. Gritó a Adam, pataleó y golpeó con los puños, exigiendo que lo dejara en libertad. Minnie hizo lo propio.

Adam se debilitó. Minnie consiguió salir.

«No titubees, Minnie. Hazlo.»

Ben observó cómo Minnie se apuntaba a sí misma con la pistola.

– Eres mi mejor amiga, Jaye. No permitiré que te haga daño.

Y apretó el gatillo.