Выбрать главу

—No voy a dejarlos para los carroñeros como si fueran animales muertos. Sus matones de Barrayar puede que sepan mucho de asesinar, pero ninguno de ellos podría haber muerto de manera más marcial.

Él se la quedó mirando, con expresión ilegible, y luego se encogió de hombros.

—Muy bien.

Cordelia empezó a abrirse paso por el contorno del barranco.

—Creía que estaba aquí —dijo, sorprendida—. ¿Lo ha movido usted de sitio?

—No. Pero no puede haberse arrastrado hasta muy lejos, en su estado.

—¡Dijo que estaba muerto!

—Y lo está. Su cuerpo, sin embargo, seguía animado. El disruptor no debió de alcanzarle el cerebelo.

Cordelia siguió la pista de vegetación quebrada hasta una pequeña elevación. Vorkosigan la siguió en silencio.

—¡Dubauer!

Corrió hacia la figura vestida de oscuro que estaba encogida entre los helechos. Mientras se arrodillaba a su lado, él se volvió y se estiró, y luego empezó a temblar lentamente de arriba abajo, los labios torcidos en una extraña mueca. ¿Frío?, pensó ella, y entonces advirtió lo que estaba viendo. Se sacó el pañuelo del bolsillo, lo dobló, y se lo colocó entre los dientes. La boca de Dubauer ya estaba manchada de sangre de una convulsión anterior. Después de unos tres minutos suspiró y se quedó flácido.

Ella resopló inquieta y lo examinó con ansiedad. Dubauer abrió los ojos y pareció concentrarse en su rostro. Se agarró a su brazo y emitió ruidos, todo gemidos y vocales ahogadas. Ella trató de aliviar su agitación animal acariciándole amablemente la cabeza y secándole la baba ensangrentada de la boca; él se calmó.

Cordelia se volvió hacia Vorkosigan, con la visión nublada por las lágrimas de furia y dolor.

—¡No está muerto! Sólo herido. Necesita ayuda médica.

—No está siendo usted realista, comandante Naismith. Nadie se recupera de las heridas causadas por un disruptor.

—¿No? No se puede calcular desde fuera el daño que su sucia arma ha causado. Todavía puede ver y oír y sentir… ¡no puede rebajarlo al rango de cadáver a su conveniencia!

El rostro de Vorkosigan parecía una máscara.

—Si lo desea —dijo lentamente—, puedo acabar con su sufrimiento. Mi cuchillo de combate está bastante afilado. Usado con rapidez, puede cortarle la garganta casi sin dolor. O, si considera que es su deber como comandante, puedo prestarle el cuchillo para que lo utilice usted.

—¿Es lo que haría por uno de sus hombres?

—Por supuesto. Y ellos harían lo mismo por mí. Ningún hombre podría desear vivir de esa forma.

Ella se levantó y lo miró con firmeza.

—Ser de Barrayar debe de ser como vivir entre caníbales.

Un largo silencio se produjo entre ellos. Dubauer lo rompió con un gemido. Vorkosigan se agitó.

—¿Qué propone entonces que hagamos con él?

Ella se frotó las sienes, cansada, buscando un razonamiento que pudiera penetrar aquella fachada impenetrable. Su estómago ondulaba, sentía la lengua como de lana, sus piernas temblaban por el agotamiento, el bajo nivel de azúcar en la sangre y la reacción al dolor.

—¿Adónde tiene planeado ir? —preguntó por fin.

—Hay un depósito de suministros situado… en un lugar que conozco. Oculto. Contiene comunicadores, armas, comida… Poseerlo me pondría en posición de, ejem, corregir los problemas en mi mando.

—¿Tiene suministros médicos?

—Sí —admitió él, reacio.

—Muy bien. —Ahí va nada—. Cooperaré con usted, le doy mi palabra, como prisionera; le ayudaré en todo lo que pueda siempre que no ponga en peligro mi nave, si llevamos con nosotros al alférez Dubauer.

—Eso es imposible. Ni siquiera puede andar.

—Creo que puede, si se le ayuda.

Él la miró, lleno de irritación contenida.

—¿Y si me niego?

—Entonces puede dejarnos aquí a los dos o matarnos a los dos.

Cordelia apartó la mirada del cuchillo, alzó la barbilla y esperó.

—Yo no mato a los prisioneros.

Ella se sintió aliviada al oírlo hablar en plural. Dubauer había vuelto a ser considerado humano por su captor. Cordelia se arrodilló para ayudar al alférez a ponerse en pie, rezando para que Vorkosigan no decidiera poner fin a la discusión disparándole con el aturdidor y matando a su botánico a continuación.

—Muy bien —capituló él, dirigiéndole una extraña mirada llena de intensidad—. Tráigalo. Pero debemos viajar rápido.

Ella consiguió incorporar al alférez. Sujetándolo con fuerza por el hombro, lo guió en su temblequeante caminar. Parecía que él podía oír, pero no decodificar ningún significado de los ruidos del habla.

—Ve —le defendió ella, a la desesperada—, puede andar. Sólo necesita un poco de ayuda.

Llegaron al borde del calvero cuando la luz de la tarde lo marcaba con largas sombras negras, como la piel de un tigre. Vorkosigan se detuvo.

—Si estuviera solo, llegaría hasta el escondite con las raciones de emergencia de mi cinturón —dijo—. Con ustedes dos, tendremos que arriesgarnos a buscar más comida en su campamento. Podrá enterrar a su otro oficial mientras yo busco.

Cordelia asintió.

—Busque algo con lo que excavar. Tengo que atender a Dubauer primero.

Él hizo un gesto de asentimiento con la mano y se dirigió hacia el círculo arrasado. Cordelia pudo recuperar un par de mantas medio quemadas de entre los restos de la tienda de las mujeres, pero nada de ropas, medicinas ni jabón, ni siquiera un cubo para transportar o calentar agua. Finalmente consiguió que el alférez la acompañara hasta el arroyuelo y lo lavó lo mejor que pudo, junto con sus heridas y sus pantalones, con el agua fría; lo secó con una de las mantas, volvió a ponerle la camiseta y la chaqueta del uniforme y lo envolvió con la otra manta de cintura para abajo, como si fuera un sarong. Él tiritó y gimió, pero no se resistió a su improvisado tratamiento.

Vorkosigan, mientras tanto, había encontrado dos cajas de raciones, con las etiquetas quemadas pero por lo demás intactas. Cordelia abrió una bolsita plateada, le agregó agua del arroyo, y descubrió que eran gachas enriquecidas con soja.

—Qué suerte —comentó—. Seguro que Dubauer podrá comerlas. ¿Qué hay en la otra caja?

Vorkosigan estaba haciendo su propio experimento. Añadió agua a su bolsa, la mezcló apretándola, y olisqueó el resultado.

—No estoy seguro del todo —dijo, tendiéndoselo—. Huele raro. ¿Podría estar estropeado?

Era una pasta blanca de fuerte olor.

—Está bien —le aseguró Cordelia—. Es salsa de queso artificial para ensalada.

Se acomodó y contempló el menú.

—Al menos tiene muchas calorías —se animó—. Todos necesitaremos calorías. Supongo que no llevará una cuchara en ese cinturón suyo.

Vorkosigan desenganchó un objeto del cinturón y se lo tendió sin más comentarios. Resultó estar compuesto por varios pequeños utensilios plegados sobre un mango, cuchara incluida.

—Gracias —dijo Cordelia, absurdamente complacida, como si satisfacer su humilde deseo hubiera sido un truco de mago.

Vorkosigan se encogió de hombros y se marchó para continuar su búsqueda en la oscuridad, y ella empezó a darle de comer a Dubauer. Él parecía vorazmente hambriento, pero incapaz de valerse por sí mismo.

Vorkosigan regresó.

—He encontrado esto.

Le tendió una pequeña pala de geólogo de un metro de largo, para excavar muestras de terreno.

—Es poca cosa para lo que hay que hacer, pero todavía no he encontrado nada mejor.

—Era de Reg —dijo Cordelia, aceptándola—. Servirá.

Condujo a Dubauer hasta un lugar cercano a su siguiente trabajo y lo sentó. Se preguntó si algún helecho del bosque podría proporcionarle un poco de aislamiento, y resolvió dedicarse a ello más tarde. Marcó las dimensiones de una tumba cerca del lugar donde había caído Rosemont, y empezó a apartar la gruesa hierba con la pala. El terreno era duro, pedregoso y resistente, y ella se quedó sin aliento rápidamente.