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Al principio, mientras paseaban por las salas del hotel, Glory se encontró algo triste. Pero a medida que transcurrían los minutos la magia del hotel la envolvió. Su padre la quería, y ambos compartían un profundo amor por aquel edificio. Un amor en el que su madre no podía interferir.

Al final entraron en el ascensor para regresar al piso inferior.

– «Ocupación» es la palabra clave -dijo su padre, mientras pulsaba el botón del vestíbulo-. Debes conseguir que el hotel esté siempre lleno. Las habitaciones vacías no sólo suponen pérdidas de ingresos, sino también gastos de capital. No hay diferencia alguna entre estar ocupados al veinte por ciento o al noventa. A los trabajadores hay que pagarlos de todas formas, y se debe mantener la misma eficiencia en el trato a los clientes. ¿Lo comprendes?

– Sí.

– Además, no debes abusar nunca de tu poder ni con los trabajadores, ni con los clientes. Y no debes dejarte llevar por tu aparente riqueza. A lo largo de los años he conocido a muchos hoteleros que han quebrado después de dejarse llevar por el despilfarro y por la buena vida, dando continuas fiestas para los amigos o haciendo favores a personas equivocadas. El hotel es lo más importante de todo.

– Yo no soportaría perder el Saint Charles. Lo amo.

– Me alegro, porque algún día será tuyo -declaró, en el preciso instante en que se abrían las puertas del ascensor.

Sin embargo, su padre no salió. Apretó la mano de la niña y dijo:

– El Saint Charles es tu sangre, Glory Forma parte de ti, como tu madre o yo mismo. Es tu herencia.

– Lo sé, papá.

– La familia y tu herencia lo es todo. No debes olvidarlo nunca. Debes recordar quién eres y quién quieres ser. No lo olvides. Nadie puede robarte a tu familia.

Capítulo 9

Glory despertó sobresaltada, pero tardó unos segundos en abrir los ojos porque sabía que su madre estaba junto a la cama, observándola. Podía sentir su presencia, su mirada.

Los segundos pasaron y se transformaron en minutos, pero no levantó los párpados. No quería ver su expresión. Ya la había visto demasiadas veces y sabía de sobra cuál sería. Una expresión que la destrozaría de nuevo.

Empezó a sudar bajo las sábanas. Su corazón latía tan deprisa que amenazaba con salir de su pecho. Esperó que se marchara, pero no lo hizo.

Notó que se acercaba aún más a la cama y de repente sintió pánico. Tal vez no fuera su madre, sino algún extraño. Tal vez fuera algún monstruo.

Al final no pudo soportarlo por más tiempo y abrió los ojos. Pero de inmediato deseó no haberlo hecho.

Su madre la miraba con un gesto horrible. Sus ojos brillaban de un modo extraño, y Glory se estremeció a punto de llorar. La miraba como si ella fuera el monstruo que había imaginado segundos antes. Como si fuera el mismísimo diablo. Y no comprendía por qué.

Quiso preguntar qué había hecho para merecer tal trato por su parte, pero no lo hizo. Y un instante después su madre se dio la vuelta y se marchó, dejándola a oscuras de nuevo.

Glory empezó a llorar y apretó la cabeza en la almohada, desesperada. Lloró hasta que no tuvo más lágrimas que derramar. Acto seguido tomó uno de sus muñecos de peluche y lo apretó contra su pecho. Recordó la primera vez que había descubierto a su madre en tales circunstancias, observándola en secreto mientras dormía; entonces era muy joven, tanto que no podía recordar ningún detalle, salvo que se sintió horrible y sola, muy sola.

Tal y como se sentía ahora.

No entendía por qué la miraba de aquel modo, qué había hecho para merecer tanto rechazo. Pero ante todo, no comprendía por qué no la quería.

Una vez más empezó a llorar.

De todas formas, su padre la quería. Aunque de vez en cuando pensara que quería más a su madre. Fuera como fuese el simple hecho de recordar el hotel y la noche que había pasado en compañía de su padre bastaba para que lo olvidara todo.

Pensó en las palabras de Philip y se sintió mucho mejor, menos sola y asustada, Tanto su padre como su madre formaban parte de ella. Y ella formaba parte, a su vez, de la familia Saint Germaine y del hotel Saint Charles.

Nadie podría robarle eso, ni siquiera la mirada encendida de su madre, ni siquiera la oscuridad de su propio miedo.

No estaba sola. Con una familia, no lo estaría nunca.

Capítulo 10

Glory se detuvo en el umbral del despacho y miró hacia atrás para asegurarse de que su madre no se encontraba cerca. Entonces entró y dejó entreabierta la puerta. Acto seguido se dirigió hacia las estanterías donde se encontraban los libros que su madre le prohibía leer.

Uno a uno fue mirando los títulos de los ejemplares que se encontraban en el cuarto estante. Eran obras sobre arte en general. Había un libro sobre la obra de Renoir, otro que trataba sobre los posimpresionistas, y hasta uno de Miguel Ángel. Glory se detuvo en el último. Su abuela había dicho que Miguel Ángel había sido el mejor escultor de la historia de la humanidad. Ahora sólo tenía que encontrar una forma de sacar el libro de la estantería.

Miró a su alrededor. La escalerilla se encontraba al otro lado, y los dos sillones eran demasiado grandes como para que pudiera moverlos para subirse en ellos.

– ¿Qué puedo hacer? -murmuró.

Entonces vio la papelera de cobre que había en una esquina. La colocó boca abajo y se subió. Aún así no conseguía alcanzarlo, ni siquiera de puntillas.

En aquel momento oyó un ruido y estuvo a punto de caer. Era Danny Cooper, el hijo de seis años del ama de llaves.

– Me has dado un susto de muerte. ¿Qué estás haciendo aquí?

– Mi madre se ha ido al médico y mi abuela ha dicho que sea bueno y que no moleste. Quería jugar contigo, pero no te encontraba.

– A mi madre le duele la cabeza, y estuve desayunando con mi abuela.

– ¿Quieres jugar?

Glory lo miró. Habían jugado juntos toda la vida, y aunque era demasiado pequeño lo tenía por su mejor amigo.

– Tengo una idea mejor -dijo, mientras bajaba de la papelera-. ¿Puedes guardar un secreto?

– Claro.

– Necesito que me ayudes a alcanzar uno de esos libros.

– ¿Por qué?

– Mi abuela me llevó al museo ayer por la mañana -murmuró-. Y vi algo que… En fin, cuando pregunté por ello mi abuela se ruborizó e insistió en que regresáramos a casa.

– ¿Algo que está en ese libro?

– Bueno, quiero comprobarlo.

– Puedo decirle a mi abuela que nos ayude.

– No, no, no hagas eso. Se supone que no debo ver esos libros. Mi madre lo ha prohibido.

– Ya. ¿Y yo también podré verlo?

– Si me ayudas… Pero tendrás que guardar el secreto.

– Lo prometo.

– Si nos descubren, tendremos problemas.

Glory miró asustada hacia la puerta. Sin embargo, su madre tardaba mucho en levantarse cuando le dolía la cabeza, algo relativamente frecuente. A veces no aparecía hasta la noche, y a veces ni siquiera entonces.

– ¿Te atreves? -preguntó la niña.

– Si tú te atreves, yo también.

– Muy bien. Lo primero que necesitamos es acercar un sofá para poder llegar al estante. Si empujamos entre los dos, lo conseguiremos.

Juntos lo lograron. No obstante, Glory no tardó mucho en descubrir que el volumen era más grande y pesado de lo que imaginaba. A punto estuvo de no poder sacarlo. Y cuando lo hizo, no pudo evitar que cayera al suelo con un estruendo. Los dos niños se volvieron hacia la puerta del despacho, helados.

Pero no pasó nada en absoluto.

Recuperada del susto, bajó del sofá y se sentó. Abrió el libro y buscó la fotografía de la escultura que buscaba. El David de Miguel Ángel.

Cuando lo encontró, descubrió lo evidente. Estaba desnudo. La lógica curiosidad infantil la empujó a tocar la fotografía, puesto que su madre era una mujer tan cohibida que no se había atrevido nunca a explicarle ciertas cosas. Todo era, para ella, un pecado.

– No es justo -se quejó Danny-. Deja que lo vea yo también.

– ¿Estás seguro de que eres suficientemente mayor?

– Si tú lo eres, yo también.

– Soy dos años mayor que tú.

– Pero yo soy un chico.

– Eso da igual.

– Lo prometiste.

– Oh, es cierto.

Al final dejó que viera la fotografía. Pero contrariamente a lo que esperaba, Danny no pareció sorprenderse en absoluto.

– Bueno, ¿qué te parece? -preguntó, ingenua.

– ¿El qué?

– Eso -contestó.

– ¿A qué te refieres?

Glory se ruborizó y no tuvo más remedio que apuntar, directamente, a la entrepierna de la escultura.

– Ah, ¿estás hablando de su pene? -preguntó el chico-. Yo también tengo uno, Todos los chicos lo tienen.

Su incultura era tal en ciertos aspectos que no había oído la palabra «pene» en toda su vida. Por otra parte, no había tenido mucho contacto con niños. Su madre se había encargado de internarla en un colegio de chicas, y no permitía que pasara demasiado tiempo con nadie que no llevara faldas.

Su madre decía que las niñas no debían mezclarse con los niños. Pero Glory sabía que no era cierto. Había visto cómo jugaban juntos, y oído las conversaciones de chicas que consideraba buenas personas.

Al parecer todo el mundo sabía ciertas cosas salvo ella.

Sin embargo intentó sentirse algo mejor pensando que era lógico que Danny lo supiera, puesto que era un chico.

– Es normal -continuó el pequeño-. Tan normal como las vaginas en las chicas.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó, sorprendida.

– Me lo ha dicho mi madre. Es algo evidente. Los seres humanos somos así.

– Entonces, ¿no es ningún secreto? -preguntó, confusa y disgustada.

– Pues claro que no. Aunque algunas personas, como mi amigo Nathan, tiene palabras algo malsonantes para describirlo.

Glory hizo un esfuerzo por comprender la nueva situación. Si se trataba de algo tan normal y corriente no entendía que su abuela se hubiera ruborizado en el museo.

De repente tuvo una idea. E hizo algo bastante común entre los niños.