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– Tengo una idea. ¿Qué te parece si vamos a cenar al hotel esta noche? Podemos ir al salón Renacimiento.

Glory apenas pudo creer lo que oía. Todos los domingos su padre la llevaba al mercado francés a tomar cruasanes y café con leche. Después daban un paseo y él explicaba todo tipo de detalles sobre el funcionamiento del hotel. Se daban una vuelta por la sala de café y disimulaba cuando tomaba algún pastelillo o alguna chocolatina de las mesas.

Pero hasta entonces no la había llevado nunca al salón Renacimiento, el restaurante de cinco estrellas del hotel. Su madre decía que era demasiado pequeña, y sus modales demasiado alocados, para entrar en un lugar tan elegante.

– ¿De verdad? -preguntó asombrada.

– Podríamos ir -le acarició la nariz.

Glory recordó a su madre y su ánimo decayó un poco. Ir al hotel con su madre no era tan divertido. Cuando los acompañaba se veía obligada a estar muy callada todo el tiempo. Tenía que concentrarse en sus modales y actuar en la mesa tal y como su madre deseaba, aplicando sus rígidas normas. Cuando iba con ellos, los trabajadores del hotel se comportaban con distanciamiento y solemnidad. No hacían bromas con ella.

– Mamá dice que soy demasiado pequeña para ir al restauran.

– No la invitaremos -dijo, con un gesto de desagrado que desapareció al instante-. Iremos tú y yo solos. Pero recuerda que tendrás que ponerte un vestido bonito y esos zapatos que dices que te aprietan.

Glory habría sido capaz de ponerse cualquier cosa con tal de ir. Abrazó a su padre, dominada por la alegría.

– Gracias, papá, ¡gracias!

Glory se puso los zapatos prometidos, y cuando llegaron al hotel ya le dolían los pies. Pero procuró hacer caso omiso del dolor. Miró la hermosa fachada del hotel Saint Charles, con orgullo y cariño. Le gustaba de arriba a abajo. Le encantaban los viejos ascensores que crujían cuando llevaban clientes a cualquiera de los trece pisos, el constante trajín de personas en el vestíbulo y hasta el olor de los suelos encerados y de las flores.

Además, todos los empleados estaban encantados con ella. Allí podía reír todo lo que quisiera y tornar todos los pastelitos de chocolate que le apeteciera. No tenía que preocuparse por la posibilidad de llevarse una reprimenda.

Pero sobre todo le gustaba porque sólo era de su padre. Todo en él era suyo, hecho a su gusto. Glory se sentía a salvo en el hotel; en cierto modo, era como si una vez dentro sintiera constantemente el abrazo de su padre.

A veces pensaba que su madre odiaba aquel lugar. No tenía ninguna influencia, ni podía intervenir en las decisiones de Philip. En cierta ocasión se había atrevido a hacer una sugerencia sobre el funcionamiento, y su esposo había reaccionado de forma contundente, en un tono que no utilizaba nunca con ella.

El aparcacoches se apresuró a abrir la portezuela del automóvil. Al ver a la niña, sonrió.

– Hola, Glory. ¿Cómo estás esta noche?

– Muy bien, gracias -sonrió a su vez.

Su padre dio las llaves del vehículo al hombre.

– Estaremos un par de horas, Eric. ¿Preparada, muñequita?

Glory asintió y ambos se dirigieron hacia la imponente entrada del edificio. El portero saludó a la niña con una amplia sonrisa.

– Buenas noches, señorita Saint Germaine. Me alegro mucho de verla.

– Gracias, Edward. Yo también me alegro de verlo -dijo, actuando como una persona mayor-. Hemos venido a cenar. Vamos al salón Renacimiento…

– Muy bien -le guiñó un ojo mientras abría la puerta-. He oído que esta noche sirven unas fresas excelentes.

Su padre la tomó de la mano y ambos entraron en el amplio vestíbulo. Como siempre, la visión del interior del edificio dejó a Glory sin aliento. Sobre sus cabezas colgaba una gigantesca lámpara de araña, y bajo sus pies un sinfín de alfombras persas decoraban el suelo. Los elementos decorativos de cobre o de bronce brillaban, al igual que las superficies de sólida madera de ciprés.

A su madre la molestaba incluso la belleza del lugar. En cambio, Glory pensaba que era el lugar más maravilloso del mundo.

– Te has comportado muy bien en la entrada, Glory -murmuró su padre-. Estoy orgulloso de ti. Algún día llegarás a ser una magnífica directora del hotel.

Glory se sintió muy orgullosa. Su padre la llevaba al hotel desde que empezara a andar, y hablaba con ella sobre casi todos los aspectos de su funcionamiento. Entonces era demasiado joven para comprenderlo todo, pero escuchaba con atención lo que decía.

Ahora, pasados los años, lo sabía todo sobre la institución. Conocía su historia, su valor, y cómo funcionaba el día a día.

El hotel Saint Charles tenía ciento veinticinco habitaciones o suites. En él habían dormido tres presidentes de los Estados Unidos, todos los gobernadores de Luisiana, e incontables estrellas de cine entre los que se encontraban Clark.

Gable, Marilyn Monroe y Robert Redford. Aquel mismo año habían recibido la visita de Elton John, aunque a su padre no le agradó mucho la horda de seguidoras enfervorizadas que invadieron el hotel intentando conseguir un autógrafo de su estrella.

La recepción se encontraba más adelante, a la derecha. A la izquierda se encontraba el bar del vestíbulo, donde servían el té por la tarde y cócteles por la noche. Entre ambos se abría la puerta del salón Renacimiento.

Su padre se detuvo en la recepción. La mujer que se encontraba tras el mostrador sonrió.

– Buenas noches, señor. Buenas noches, señorita Saint Germaine.

– Hola, Madelaine. ¿Cómo va todo?

– Bien. Bastante tranquilo, teniendo en cuenta que está ocupado el setenta y cinco por ciento del hotel.

– ¿Y el restaurante?

– Creo que bastante lleno.

– ¿Dónde está Marcus?

– Creo que en el bar.

Philip inclinó la cabeza, pensativo.

– Estaremos en el restaurante. Si pasa por aquí, envíamelo. Mientras se alejaban, Glory preguntó a su padre:

– ¿Estás enfadado con Marcus?

– Enfadado no, decepcionado. No está haciendo bien su trabajo.

– Bebe demasiado, ¿verdad?

Su padre la miró, sorprendido.

– ¿Por qué lo dices?

– Estaba en el bar la última vez que vinimos -se encogió de hombros-. Me fijo en muchas cosas, papá. Ya no soy una niña.

Su padre rió.

– Tienes razón. Estás a punto de cumplir ocho años. Eres toda una adulta -declaró con ironía-. En fin, ya estamos. Adelante, muñequita.

Philip saludó al maître y desestimó la oferta de acompañarlos a la mesa. Mientras avanzaban por el salón, Glory observó a su padre. Sabía que nada escapaba a su mirada, por insignificante que fuera. Se detuvo a saludar a varios clientes; se interesaba por ellos y expresaba la esperanza de que regresaran pronto.

Cuando llegaron a la mesa, Philip esperó a que se sentara su hija antes de acomodarse.

– Todo tiene que estar perfecto -dijo con suavidad-. Es lo que los clientes esperan de nuestro hotel. No debes olvidarlo nunca.

– No lo haré. Puedes contar conmigo.

– Recuerda también la importancia del toque personal. -sonrió-. No somos una fría cadena hotelera. Debemos tratar a los clientes como si fueran amigos, invitados en nuestra propia casa.

– Sí, papá.

– Tienes que fijarte en todo, incluso en la cubertería y en la vajilla. Cualquier fallo sería imperdonable, incluso una simple huella dactilar.

Philip comprobó el estado de los cubiertos e hizo lo propio con las copas. Glory lo imitó, y al ver su reflejo en la cuchara sopera sonrió al pensar que ya era muy mayor.

– Los manteles tienen que estar muy limpios y perfectamente planchados. Y las flores deben ser frescas.

– Y la vajilla debe encontrarse en perfecto estado -dijo la niña-. Un simple rasguño sería…

– Inaceptable -sonrió su padre.

– Exacto. Inaceptable.

– Ten en cuenta que en el Saint Charles los clientes pagan por obtener un trato perfecto. Si no se lo ofreciéramos, los perderíamos.

Mientras comían, su padre siguió hablando con ella sobre diversas cuestiones del funcionamiento del hotel. Glory ya conocía a fondo el negocio, a pesar de su corta edad, pero no se cansaba nunca de escucharlo.

De hecho, no volvió a pensar en su madre hasta que sirvieron el postre. Sólo entonces comprendió que no la había visto desde que la castigara a permanecer en la esquina.

– ¿Dónde está mamá?

– Ha ido a misa.

– Debe estar enfadada conmigo, por las flores que regalé al señor Riley.

Philip apretó los labios.

– Olvídalo, cariño. Cometió un error, nada más.

– Sí, papá.

– Tu madre te quiere mucho. Sólo quiere que cuando crezcas seas una buena persona. Eso es todo.

– Claro, papá -murmuró, aunque sabía que no era cierto.

Una simple mirada a su padre bastó para que comprobara que él tampoco creía en sus palabras. Glory sabía que su madre no la amaba. Y a veces le dolía tanto que deseaba morir.

– ¿Muñequita? ¿Qué te ocurre?

– Nada, papá -respondió con tristeza.

A pesar de la contestación, la niña esperó que su padre volviera a repetir la pregunta. Pero no lo hizo. Cambió de tema a propósito.

– ¿Has pensado en lo que quieres en tu cumpleaños?

– Aún quedan dos meses.

– Dos meses no es mucho tiempo -declaró, mientras tomaba un poco de café-. Seguro que has pensado en algo.

Glory sólo quería una cosa, algo imposible. Quería que su madre la quisiera.

– No -dijo al fin-. No he pensado en nada.

– Bueno, no te preocupes. De todas formas he pensado en algo especial. Algo digno de tu octavo cumpleaños.

La niña no dijo nada, de manera que Philip añadió:

– Venga, vamos a dar una vuelta por el hotel antes de volver a casa.

Glory se encogió de hombros.

– De acuerdo.