Su voz fue apacible, una voz arrastrada, como una droga, algo que una vez experimentó, que ahora siempre anhelaba, como su toque. Como la concentrada y aguda mirada de sus ojos. Tan intensa. Tan completamente centrada en ella. Era estimulante y desconcertante al mismo tiempo. El roce de los dedos contra la piel envió temblores por su cuerpo, olas de conocimiento la atravesaron hasta que su centro se convirtió en líquido caliente. Rodeada por la muerte y el peligro, estaba más susceptible a él que nunca.
– Sé que lo harás. -Mantuvo la voz baja, atemorizada de traicionarse-. Ésos eran leopardos, ¿verdad?
– Amigos. Les advertí que tenían dos más yendo hacia ellos. Rio tiene a Adán a salvo.
– Los leopardos no son leopardos verdaderos -adivinó. Debería haber sabido que eran los amigos de Conner contestando a su llamada. Isabeau dejó salir el aliento. Amigos. Tenían amigos en medio de esta locura-. ¿Son como tú?
– Como nosotros -corrigió y le quitó las hojas del pelo-. Son como nosotros, Isabeau.
Ella no se movió, absorbiendo la sensación de los dedos en el pelo. Él tenía un modo de hacerla sentir especial y cuidada, protegida y amada, pero sabía que era una ilusión. Lo había contratado por esos rasgos, para seducir a otra mujer con ese magnetismo. Ahora no estaba segura de que pudiera observarlo hacer eso.
– No debería haberte traído aquí. -La confesión escapó a pesar de su resolución de no abordar con él el pasado.
La palma áspera le ahuecó el lado de la cara, la almohadilla del pulgar se deslizó de modo seductor de aquí para allá, casi hipnotizándola tan completamente como hacía su voz.
– No, no deberías haberlo hecho, no si querías estar a salvo. Pero es demasiado tarde para lamentarse. Estamos ya aquí y completamente metidos en este lío. No podemos dejar a esos niños con Imelda Cortez y no podemos fingir que somos indiferentes. Espero un poco de odio, Isabeau, pero eso no es todo lo que sientes por mí y espero honradez entre nosotros.
El fuego destelló por ella, una tormenta de tal calor que se sacudió con ella.
– ¿Esperas honradez entre nosotros? ¿Tú? -Vertió desprecio en su voz-. No conocerías la honradez si te mordiera en el culo. No te atrevas a sermonearme. Me mentiste. Me usaste. Me hiciste creer que me amabas y que íbamos a tener una vida juntos. Y entonces mataste a mi padre. Todo acerca de ti es una mentira, una ilusión. Ni siquiera eres real.
La rabia ardió como una tormenta de fuego en su estómago, revolviéndose salvajemente, estallando en una conflagración llameante que no podía o no quería apagar. Había una parte de ella que sabía que su hambre sexual era un buen porcentaje de lo que abastecía de combustible las llamas de la ira, que la intensidad de su justificada furia era el celo de su gata y su absoluta necesidad física del macho dominante que estaba delante de ella, pero se sintió tan bien al tirarle el arma al suelo y columpiar el puño apretado contra la masculina sonrisa afectada pagada de sí mismo, deseando poder quitársela de la cara.
La diversión se arrastró en el ámbar de los ojos de Conner cuando esquivó el golpe, le mostró los dientes en una sonrisa.
– ¿Estás tratando de golpearme?
– Patearé tu culo -escupió, rodeándolo, un lento siseo escapó de su garganta. Su risa sólo avivaba las llamas.
– Hafelina. -La voz de Conner ardía con sexo y el cuerpo traicionero de ella reaccionó con un espasmo de necesidad.
– ¿Qué significa eso? -preguntó y lanzó una patada a su muslo.
Él apartó el pie de un golpe.
– Gatita. Y te estás comportando como una en este momento. No quiero herirte, Isabeau, así que detén estas tonterías.
– ¿Crees que eres el único con entrenamiento? -Ahora era un asunto de orgullo que lograra un tanto con él. Sólo uno.
Atacó con fuerza, una serie de patadas rápidas como el relámpago. Él bloqueó cada una con un golpe casi casual de la mano. Los golpecitos picaban pero no dolían realmente. Ella no apartó los ojos de él, una furia sexual se manifestaba en la rabia violenta.
– ¿Sabes lo que hace una gata cuando está en celo y su macho la rodea?
La voz de él bajó una octava. Ronroneó. Le acarició la sensible piel y encontró nervios ardientes en carne viva. Un calor líquido la abrasó. Los pechos le dolieron. La piel se sintió demasiado tensa, la necesidad y un hambre enojada que no podía controlar se mezclaron.
– No estoy en celo -siseó y atacó otra vez, esta vez con las manos, lanzando un izquierdazo, un derechazo y luego un gancho.
Él bloqueó cada movimiento con la palma abierta, ese mismo golpe casual que era tan enfurecedor como el hambre cruda y nerviosa que guiaba su necesidad de atacarle.
– Seguro que lo estás. -Su voz bajó aún más y sus ojos vagaron posesivamente sobre el cuerpo de ella-. Estás tan caliente como el infierno. Tu aroma me está volviendo loco.
Ella se ruborizó, volviéndose casi carmesí y corrió hacia él otra vez. Él dio un paso al lado y la atrapó, girándola hasta que su espalda se apretó contra él, los brazos sujetos a los costados atrapándola con fuerza contra su cuerpo. El olor de Conner era potente, salvaje, sexy. Cada aliento entrecortado ardía en los pulmones de Isabeau. La adrenalina era caliente y el líquido se precipitaba por sus venas.
Siseó otra vez. Él bajó la cabeza, sujetándola en un puño irrompible, su fuerza era enorme. Le lamió el lado del cuello con una lenta y lánguida demostración de propiedad, enviando temblores por todo su cuerpo. Lenguas de llamas le lamieron la piel. Los dientes rasparon por el cuello, la garganta y luego los labios presionaron contra la oreja.
– El leopardo hembra siempre rechaza a su compañero, dándole una exhibición de garras, siseando y escupiendo como la gatita que eres. Todo el tiempo ella es seductora, conduciendo a su compañero a un frenesí de hambre incluso mientras lo aparta de ella. Su cuerpo llama al de él. Como el tuyo hace al mío. ¿Sabes por qué, Hafelina?
Ella se quedó muy quieta, presintiendo peligro. Peligro absoluto. Los dientes se deslizaron por su cuello hasta que le acarició el hombro con la nariz.
– Porque me perteneces.
Los dientes se hundieron profundamente en la nuca, el dolor y el placer le quemaron el corazón, crepitaron por las venas y abrasaron su centro más femenino. Su matriz se tensó y se apretó. El calor húmedo se congregó entre las piernas. No podía detenerse de rozarse contra él, casi desesperada por el alivio. La rodilla de Conner subió entre sus piernas, yendo al calor que se apretaba. Las chispas estallaron detrás de sus ojos. Se quedó sin respiración y cada músculo en su cuerpo se tensó. Casi sollozó con el placer que chocaba con su cuerpo.
Era humillante pero no podía parar de moverse contra él, frenética ahora, cada terminación nerviosa en carne viva. Él gruñó una advertencia suave cuando ella luchó. Conner movió la boca por su cuello, la lengua se arremolinó sobre la mordedura que picaba, enviando olas de calor abrasador a través del sistema sobrecargado de ella.
– Soy tu compañero, Isabeau. Ahora. Siempre. No hay nada más. Me perteneces a mí y yo te pertenezco a ti. No tiene que gustarte pero no puedes negarlo. Tu cuerpo lo sabe. Tu gata lo sabe. Lucha contra mí todo lo que quieras, pero lo sabes también.
Ella odió el conocimiento en los ojos de Conner cuando él miró por encima del hombro, su mirada de párpados pesados. Parecía tan sensual. Tan masculino. Tan intenso. La miraba como si supiera que nadie más la satisfaría jamás. Nadie más la podría mantener tan quieta, tan hipnotizada, mientras frotaba el muslo sobre y en ella, haciendo que unas ondas de pulsante necesidad se estrellaran contra ella. Su agarre era posesivo. Frotó la cara sobre su cuello, el hombro, el pelo, casi como si estuviera dejando su olor por todas partes. Reclamándola. Advirtiendo a todos los demás machos.