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El orgullo se revolvió en él mientras se deslizaba cerca del enemigo. Se arrastró lo bastante cerca para alcanzar y tocar al hombre. Vestido con equipo de combate, estaba agachado con el rifle automático acunado en las manos, la cara del hombre era cruel y metódica. Conner captó el olor del temor cuando la cabeza giró de aquí para allá.

– Jeff -siseó-. Soy Bart. Contéstame.

Conner le podría haber dicho que un leopardo había matado a Jeff a unos pocos metros de allí, pero no tenía sentido. En vez de eso, se deslizó fuera de la espesa maleza a campo abierto, directamente detrás de Bart. Cuando le alcanzó, oyó un suave movimiento cerca de Isabeau. Ella jadeó, el sonido audible en la noche. Bart giró hacia ese leve ruido. Los ojos se le abrieron de par en par cuando vio la oscura sombra a centímetros de él. Abrió la boca, pero ningún sonido emergió cuando levantó el arma, el dedo en el gatillo, preparado para disparar mientras intentaba alinear el fusil con el pecho de Conner. La boca del arma ardió azul y blanca. Detrás y alrededor de Conner, la corteza y las hojas volaron por el aire.

Isabeau gritó, un grito estrangulado de dolor y él olió sangre. Su felino se volvió loco, gruñendo y rugiendo cuando agarró al soldado de Imelda por la garganta, las garras estallaron de las puntas de los dedos. Los chillidos del hombre se cortaron bruscamente en un pequeño gorgoteo. Conner lo tiró a un lado y se dio la vuelta, apresurándose a volver a la espesa maleza donde estaba Isabeau.

Patinó deteniéndose poco antes de salir de la maleza a campo abierto. El olor de un leopardo macho mezclado con un hombre era denso y se mezclaba con sangre, la sangre de Isabeau. Ella respiraba. Podía oírla, el aire entraba y salía deprisa de los pulmones, entrecortadamente. Sintió su dolor, sabía que estaba herida y su felino se estaba volviendo frenético. El olor del otro macho inflamaba al leopardo aún más, tanto que arañaba cerca de la superficie, exigiendo ser liberado.

Conner se forzó a pensar, no a reaccionar. Podía ver al extranjero, los ojos resplandecían rojos como los de un gato en la oscuridad. La mano en la garganta de Isabeau no era humana, las garras se le clavaban en la piel. Sostenía a Isabeau delante de él como un escudo, su atención en la maleza de la derecha. Gruñendo, mostrando todos los dientes, gruñó un aviso hacia algo que Conner no podía ver en la maleza.

Elijah. El leopardo estaba agachado, esperando su oportunidad. Los felinos tenían paciencia, especialmente los leopardos. Podían esperar durante horas si era necesario, y ahora mismo era un callejón sin salida. Isabeau no miró hacia Elijah, ni a su agresor. Mantenía la mirada pegada en la maleza donde Conner respiraba su temor. Ella sabía que estaba allí. Y sabía que iría a por ella. No había pánico en sus ojos.

La sangre le goteaba sin cesar por el brazo izquierdo donde una bala debía haberla rozado. La mirada de Conner se cerró en su enemigo. Leopardo seguramente. Más probablemente uno de los renegados. Nunca saldría de la selva tropical vivo. No con Elijah esperando en la maleza. O con Rio arrastrándose detrás de él. No con Adán cerrando un lado, con dardos de veneno preparados o los hermanos Santos arrastrándose sobre el vientre y acercándose por el otro lado.

Conner era consciente de todos, pero débilmente, como si estuviera muy lejos. Cada fibra de su ser estaba centrada en el leopardo que sostenía a su compañera como rehén. Salió de la maleza, frente al hombre. Isabeau jadeó y sacudió la cabeza. El felino de Conner saltó, siseando y gruñendo, queriendo desgarrar y cortar a su adversario a trozos. No había manera de calmar a su gato, así que no trató de suprimir los instintos naturales del animal. Sólo lo sujetó más firme. Por supuesto, quería destruir el hombre que tocaba a su compañera, pero mantenerla viva era más importante que otra cosa, especialmente su orgullo.

– Déjala ir -dijo tranquilamente-. Ella no puede ayudarte.

El renegado gruñó con una gran exposición de dientes y clavó las garras más profundamente en la garganta de Isabeau en advertencia. Gotitas de sangre bajaron por la piel. Conner marcó cada una, valorando el daño que el leopardo le hacía en la garganta.

– ¿Estás bien?

Isabeau se tragó el dolor abrasador en la garganta, asintió, aterrorizada, no por ella misma, sino por Conner. Él estaba allí sin un arma, frente al hombre que la sostenía y ella no tenía manera de advertirle que su captor era enormemente fuerte. Nunca había sentido tanta fuerza corriendo por alguien, era como acero. Él la podía romper por la mitad si estuviera inclinado a hacerlo. Intentó un movimiento cauteloso. Instantáneamente las garras se hundieron más profundamente.

Isabeau tosió y trató de arrastrar aire a los pulmones ardientes. Mantuvo los ojos sobre Conner. Él parecía totalmente tranquilo, completamente seguro y le dio la capacidad de permanecer calmada.

– ¿Quién eres tú? ¿Suma o Zorba? -preguntó Conner.

El leopardo gruñó otra vez y el gato de Conner arañó en busca de la supremacía. Los ojos debían haber cambiado porque la expresión del hombre cambió. El temor entró por primera vez, agrietando el aire de superioridad.

– ¿Qué diferencia hay?

Conner se encogió de hombros.

– La diferencia entre morir lentamente de un dolor agonizante o rápida y misericordiosamente.

– No me gustan mucho mis opciones.

– Entonces no deberías haber puesto las garras sobre mi compañera.

Un tic nervioso rompió la mirada concentrada que el leopardo trataba de mantener. Conner lo notó y cambió inmediatamente de opinión. Este no podía ser ni Suma ni Zorba. Ellos eran más viejos, con más experiencia, y ninguno se estremecería al tratar de tomar a la compañera de otro leopardo. Era estrictamente tabú en su sociedad y conllevaba una pena de muerte, pero a ninguno de los dos renegados le habría importado, al creerse por encima de la ley.

– Sólo quiero salir de aquí de una pieza. No quiero herirla.

Conner levantó la ceja.

– Tienes una manera extraña de demostrarlo con tus garras en su garganta. Tu propio anciano te sentenciaría a muerte por dañar a una mujer.

– No tienes la menor idea de lo que pasa.

– Dímelo. -Conner mantuvo un control firme sobre su felino, que estaba enojado con él ahora por no saltar a matar.

El olor de la sangre de Isabeau volvía loco al animal. Conner no debería haber sido capaz de permanecer bajo control si ella hubiera parecido aterrorizada o llorara, pero Isabeau mantenía sus ojos clavados en los suyos, diciéndole en silencio que sabía que él la sacaría de la situación. No tenía ni idea de si ella sabía que los otros se estaban acercando, pero él lo sabía. Contaba con el dardo venenoso de Adán.

Un tajo de esas garras mortales y el renegado mataría a Isabeau. Si el gato supiera que no tenía oportunidad, sería lo suficiente rencoroso para llevársela con él. Los leopardos eran conocidos por su mal genio. Todos los miembros de su equipo eran rápidos, como hombres o leopardos, pero esas garras ya estaban demasiado cerca de la yugular, y todos los leopardos sabían exactamente dónde asestar un golpe mortal.

– No deberías estar aquí. Hay un indio provocando problemas. Si lo mato, tengo un trabajo. No es gran negocio. Es un dolor en el culo para todos, retrasando el progreso y matando a hombres inocentes que se ponen en medio. Tenemos una oportunidad de hacer mucho dinero con él fuera.

– Así que Cortez te ha prometido dinero por matar a Adán Carpio y has decidido que todos esos niños eran prescindibles.

El leopardo parpadeó.

– ¿Qué niños? ¿De qué hablas? Esto no es sobre niños.

– Suma dejó esa parte fuera cuando se te acercó, ¿verdad? -Conner levantó la mano para parar la ejecución. Estaban todos en su lugar. El leopardo era joven e impresionable. Y un estúpido. Había admirado al leopardo equivocado-. Suma dirigió un ataque contra la aldea de Carpio. Mataron a varias personas en el ataque y secuestraron a los niños para forzar a Adán a abrir rutas de droga. Suma ha traicionado a los de nuestra clase con un intruso y ha asesinado también a un leopardo hembra. ¿Es esa la clase de hombre para el quieres trabajar?