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Puso Isabeau en la silla más cómoda, la silla de su madre y vertió agua dulce del pequeño grifo al fregadero.

– Es agua buena de un manantial que hemos encontrado -ofreció.

La mano de ella tembló cuando tomó el agua. Parecía agotada, su ropa empapada, su cuerpo tiritando por la conmoción, pero se las arregló para una pequeña sonrisa.

– No te preocupes por mí. Es un rasguño, nada más. He tenido peores trabajos.

El pensaba que era la mujer más hermosa del mundo. No importaba que su pelo colgara en húmedos mechones o que su cara estuviera demacrada y pálida. Tenía valor y no se quejaba cuando acababa de atravesar una experiencia terrible.

– Quizás recuerdes que tengo algunas habilidades como curandero -dijo Adán, manteniendo la distancia a través del cuarto-. Ella tiene plantas y hierbas en su bolsa que puedo utilizar. -Mantuvo la distancia casi como un apaciguamiento, receloso del leopardo de Conner.

Conner se miró en el pequeño espejo que su madre había insistido que tuvieran sobre el fregadero. Los ojos eran todavía enteramente felinos. Los dientes le dolían y las puntas de los dedos de las manos y pies ardían con la necesidad de permitir que su leopardo se liberara.

– ¿Estás cómoda con que Adán limpie tus heridas? Es un curandero experto. -Su madre había llevado a menudo a Conner a la aldea cuando se hería y fue siempre Adán quien había cuidado de los daños menores. Había habido un doctor a gran distancia que se ocupaba de cualquier herida de las luchas de jóvenes leopardos.

– Por supuesto -dijo Isabeau prontamente, quizás demasiado rápido para su felino.

– Quédate dentro -logró gruñir Conner, su voz suave volviéndose ronca.

El animal gruñó, forzando a Conner a girar lejos de ella. Ella estaba aprendiendo sobre los leopardos. Inteligentes. Astutos. Rápidos. De pésimo temperamento. Y jodidamente celosos. Salió al porche y aspiró la noche, flexionando los dedos doloridos. Necesitaba una buena lucha. Era común para los machos entregarse el uno al otro un buen entrenamiento cuando las hembras estaban cerca del celo y todos estaban revueltos e incapaces de hacer nada sobre ello. O cuando simplemente estaban enojados.

Conner no utilizó las enredaderas, sino que saltó al suelo del bosque, aterrizando casi en frente de Jeremiah. El chico respiró bruscamente y se quitó la camisa, lanzándola a un lado. Conner ya se estaba desnudando. Rápida. Eficientemente. Ansioso ahora, su leopardo arañaba y rugía por estar libre.

Jeremiah estaba conformado por fuertes líneas. Haces de músculo se movían bajo la piel, y cuando cambió, fue un leopardo grande, fornido y feroz. Conner podía ver porqué el niño estaba ansioso por un desafío. Su propio leopardo, ansioso por el combate, esperó a que el hombre más joven diera el primer paso. Para aguijonearlo un poco, gruñó, exponiendo los dientes y aplastó las orejas, los ojos concentrados en su presa.

Jeremiah reaccionó como se esperaba, queriendo probarse, todavía resentido por las reprimendas que Rio y Elijah le habían entregado y por los sermones que Conner le había dado. Gruñó, exponiendo los caninos y dio dos golpetazos experimentales sobre Conner, esperando golpearle la cara lo bastante fuerte para ladearle y establecer la dominación rápidamente.

Conner resbaló ambas patas y gruñó, el sonido se hinchó hasta convertirse en un gruñido que sacudió el bosque circundante. Las orejas aplastadas, los labios hacia atrás, la cola moviéndose con fiereza ante la provocación.

Sin advertencia, Jeremiah se abalanzó con las garras extendidas, intentando arañar el costado de Conner y ganar respeto. Conner era demasiado experimentado para permitir que tal ataque funcionara alguna vez. Utilizando su espina dorsal extremadamente flexible, se retorció en el aire, permitiendo que las garras mortales fallaran por centímetros y se giró para perseguir a su presa, golpeando lateralmente, llevándose piel del costado y el vientre expuestos de Jeremiah.

Conner era más pesado, con más experiencia y mucho más musculoso. Cambió de dirección en mitad del aire usando la rotación de la cadera así que cuando aterrizó, estuvo casi encima del hombre más joven. No quería terminar el combate tan pronto, necesitando el entrenamiento físico. Se estrelló contra Jeremiah con la fuerza de un ariete, haciéndole caer. El leopardo más pequeño giró cuando cayó para proteger el vientre suave, rodando y trepando para volver a ponerse de pie.

Conner saltó, utilizando la agilidad natural y la gracia del leopardo, golpeando a Jeremiah una y otra vez para que rodara por el claro y chocara contra un tronco ancho de árbol. Los dos fueran hasta allí, rugiendo, gruñendo, rodando los cuerpos sobre el suelo. Los golpes aterrizaban. Las garras ocasionalmente rasgaban surcos en el pelaje. La dura sacudida de las patas grandes al aterrizar le dio satisfacción a Conner. Se sentía bien al agotar su energía y la ira de su felino a la manera áspera y brusca de su gente.

Jeremiah le sorprendió. El chico tenía su temperamento y aceptó el castigo sin esquivarlo. Había dado unos pocos golpes sólidos que Conner sentiría durante días, pero no había recurrido a movimientos ilegales ni tratado de desgarrar a su adversario en trozos. Conner tenía mucho más respeto por el chico cuando yacieron jadeando, lado a lado, cuidando de sus heridas y observándose el uno al otro cautelosamente.

– ¿Vais a estar así toda la noche? -llamó Isabeau por encima de ellos-. ¿O tenéis hambre?

Los dos leopardos se miraron. Jeremiah se frotó una pata sobre la nariz y cambió. Su cuerpo desnudo se extendió sobre la hierba, cubierto de sudor, sangre y magulladuras.

Isabeau chilló y se dio la vuelta.

– Toma una ducha antes de subir. Y ponte alguna ropa.

Conner estudió el chico mientras corría a la ducha, claramente motivado por la idea de ser alimentado. Parecía estar en algún lugar entre los veinte y los veinticuatro. Tenía masa muscular y era frío bajo el fuego. Era joven y ansioso y no tenía la menor idea de en lo que se estaba metiendo, pero jugaba. No había gimoteado y no había huido, ni siquiera cuando Conner le había dado una buena paliza, probando la resolución del niño para aceptar su castigo.

Se movía como agua sobre la piedra. Tendrían que trabajar en su cautela. Sonaba como un maldito rinoceronte chocando por la maleza, pero también era como un perrito ansioso. Levantó la mirada y se encontró con los ojos de Rio. Lo habían visto todo, en parte para probar al niño, en parte para cerciorarse de que Conner no permitía que su felino le matara. Rio asintió, confirmando que el chico se había ganado suficiente respeto para darle una oportunidad.

Conner esperó hasta que Jeremiah hubiera subido la escalera y los otros hubieran vuelto a la cabaña antes de caminar a la ducha. Se sentía un poco perezoso, pero bien, cambió y permitió que el agua se vertiera sobre él. Estaba fría, pero era revigorizante. Podía sentir que ya se le empezaban a formar las magulladuras por todo su cuerpo. Había algunos lugares donde las garras del chico le habían rasgado piel, pero su felino estaba tranquilo, el primer respiro que había tenido desde que había visto a Isabeau.

Permitió que el agua fría cayera sobre la piel caliente y se permitió respirar, respirar realmente. Antes, el olor de Isabeau había sido atraído a sus pulmones, rodeándole, en su interior, abrumando sus sentidos hasta que se sintió un poco loco. Tenía que llegar a alguna clase de equilibrio para funcionar apropiadamente. Tenían que recuperar a los niños y eso significaría continuar con el plan para entrar en el complejo.

Se secó lentamente y le dio vueltas a las ideas una y otra vez en su mente. El pensamiento de tocar a alguien más aparte de Isabeau era aborrecible para él. La idea de una mujer tan cruel e inmoral como Imelda besándole o tocándole inflamaría a su felino hasta la locura. No estaba seguro de poder hacerlo realmente. No ahora. No con Isabeau cerca y ciertamente no con ella al borde del Han Vol Dan.