– Mi Dios. -El se restregó las manos sobre la cara y entonces se puso de pie bruscamente.
Ella captó el brillo de lágrimas en sus ojos antes de que saltara de la plataforma al suelo dejándola sola.
Capítulo 7
Ella lo sabía. Su madre sabía que había traicionado a su propia compañera. La vergüenza era una entidad viva que respiraba. La bilis subió cuando aterrizó agachado en el suelo del bosque. El trueno golpeó a través del cráneo. Había marcado con su olor a Isabeau miles de veces, tan hondo que sabía que lo tenía en los huesos y su madre lo habría sabido en el momento en que se acercó a Isabeau. ¿Había muerto creyendo que él había traicionado y abandonado a su compañera del mismo modo que su padre había hecho con ella?
Levantó la cabeza y rugió su angustia. Ella ya había sufrido bastante sin creer que su único hijo, el hijo al que amaba, había repetido la historia. Su padre, Raul Fernandez, había rechazado a Conner y su madre había escogido irse con él. En su ira ante la decisión de ella de mantener al hijo, su padre les había forzado a irse de la aldea, su única protección, para que su madre tuviera que formar un hogar en el bosque para su hijo. Conner sabía que su padre había creído que morirían allí solos y les había abandonado cruelmente a su destino. Despreciaba al hombre con cada aliento de su cuerpo.
El pensamiento de que su madre hubiera pensado que él era como… se quitó la camisa y los vaqueros e hizo surgir a su felino a la superficie. Necesitaba correr. Pensar. No pensar. Ella lo había sabido. Por supuesto le ofrecería amistad a Isabeau y trataría de ayudarla. Marisa Vega tenía un corazón amable. No tenía un sólo hueso malvado en el cuerpo. Se había apareado con su padre de buena fe, creyendo que él la amaba como ella le amaba, ya que su verdadera compañera había muerto años antes.
Al principio Raul había insistido en que Marisa, veinte años más joven que él, estaba en su siguiente vida y que había nacido con antelación, que era verdaderamente su compañera. Había estado solo, deseaba una mujer y Marisa había sido joven y hermosa. La había cortejado, le había hecho enamorarse, pero después de que Conner naciera, se enojó y se llenó de resentimiento, de culpa, porque todo el tiempo, él había sabido que no era verdad.
Raul había odiado la vista de Conner desde el momento que nació, negándose a interactuar con él, el recordatorio vivo de que había traicionado a su verdadera compañera. Conner nunca olvidaría la noche que su padre había dado su ultimátum a Marisa, indicando fríamente que debía deshacerse de su hijo o irse. Cuando ella se negó a abandonar a Conner, Raul le había dicho a Marisa que no la amaba. Conner había sido muy joven, todavía pequeño, agachado fuera de la puerta, escuchando como el hombre decía esas cosas crueles y humillantes a la madre que él adoraba y sintió los primeros indicios del terrible temperamento del felino. El hombre les había alejado utilizando cada medio que pudo. Conner había sabido, con la intuición de un niño, que su padre no podía soportar su vista o su olor. Ahora, ese mismo odio se había esparcido sobre su madre.
Conner se paró sobre las piernas traseras, el pelaje dorado y con motas se estiró sobre su altura impresionante mientras arañaba los árboles, destrozando la corteza, dejando profundos surcos, deseando poder hacerle lo mismo al hombre que había herido a su madre tan profundamente. Ella nunca se había enojado con Raul, nunca había dicho una cosa mala acerca de él, pero había mantenido a Conner lejos de la aldea hasta que creció. Le pidió entonces, como un favor a ella, que volviera y hablara con su padre, para tratar de hacer las paces.
La savia corría como un río y la sangre de la piel se mezclaba con ella mientras cavaba a través de la gruesa madera, rasgando y rompiendo, su angustia llenaba la noche una y otra vez mientras vertía su pena y su rabia. Nunca le había contado las cosas que su padre le había dicho; era un hombre crecido y herir más a su madre no habría logrado nada. Tampoco le contó que había golpeado a su propio padre hasta que fue una pulpa en la casa donde había nacido, dejando allí en el suelo a Raul magullado, golpeado y sangrando en vez de echarle de la casa como su padre había hecho con su madre. Había querido humillar a Raul delante de los aldeanos, pero sabía que Marisa no estaría contenta con él, así que no le había tirado por la puerta para que todos vieran que había sido derrotado en el combate, como felino y como hombre.
La lluvia caía, una llovizna constante que no mostraba signo de parar. Giró la cara hacia el cielo y permitió que las gotas corrieran por sus mejillas, ocultando cualquier lágrima que ardiera allí. Había conocido el odio, pero su madre no. Ella había hecho cuanto había podido para criarle para que fuera como ella, una criatura apacible y amorosa que no tuviera envidia. No había tenido éxito y justo en este momento él detestaba poseer muchos rasgos dominantes y crueles de su padre.
No podía soportar la idea de que madre pensara que no había amado a Isabeau. ¿Qué si Isabeau le había contado la historia de su engaño? Golpeó un tronco podrido, haciéndolo rodar y enviando los insectos en todas direcciones. Siguió rompiendo el tronco, avergonzado y repugnado consigo mismo. Debería haber vuelto a casa. Contarle sobre Isabeau. Haberle pedido consejo. En vez de eso, se había escabullido donde Drake, el único hombre que le había tratado decentemente. ¿Deseando qué? ¿Alguna clase de absolución? Sabiendo ya lo que su madre le habría dicho.
Mucho tiempo después, unos rugidos perforaron la noche y unos gruñidos surgieron de su garganta, llenando el espacio desde el suelo hasta el dosel con la amenaza de violencia. Se había ocultado como un cobarde muy lejos, donde nadie podía ver la manera en que Isabeau le había quebrantado, roto por dentro en pequeñas piezas. Para cuando supo quién era ella ya estaba demasiado involucrado y había permitido que su relación fuera demasiado lejos. Había herido a las dos mujeres que amaba. Y su madre estaba muerta…
Rugió a los cielos, vertiendo su pena para que se mezclara con la lluvia. En su forma animal era más aceptable permitir que las emociones salvajes se liberaran, algo que era mucho más difícil como hombre. La madera astillada voló en todas direcciones. La tierra y los escombros le siguieron. Nada escapó al terrible castigo de las garras mientras despedazaba troncos y aplastaba las raíces que formaban jaulas de varios árboles grandes.
Pequeños roedores tiritaron en túneles y guaridas. Los pájaros echaron a volar agitados, añadiendo caos. El gran leopardo aplastó un cono alto de termitas, lanzó los escombros en todas direcciones y clavó las garras en una cuesta fangosa, arrastrándose por la escarpada cuesta hasta la siguiente línea de árboles donde marcó cada uno de ellos con surcos profundos.
Arrugó la nariz y abrió la boca, probando el aire. Inmediatamente sus pulmones se llenaron con el olor de su compañera. El leopardo se dio la vuelta, mostrando los dientes, los ojos dorados penetrantes, feroces, los gruñidos todavía retumbando en la garganta. Ella estaba a pocos metros de él, con la barbilla arriba, los ojos fijos, pero temblaba y él podía oler su temor.
– Me dijeron que era peligroso seguirte -saludó.
Su voz tembló un poco, pero el leopardo lo encontró consolador. Ella había venido a él espontáneamente atravesando la selva tropical de noche. No habría sido difícil seguir el rastro de su destrucción, pero parecía sola y frágil y demasiado asustada. Conner controló al felino, reteniendo la rabia, levantando las orejas y haciendo cuanto pudo para parecer domesticado y apacible dentro del poderoso cuerpo del gran leopardo. No fue fácil. Cuando dio un paso hacia ella, Isabeau se quedó sin aliento y la mano apretó la rama rota del árbol que utilizaba como apoyo, pero no retrocedió.