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Tensó el cuerpo. Él se congeló, no quería que corriera. Controlaba al leopardo, pero si Isabeau huía, su acción dispararía los instintos de caza del leopardo. Él sabía que el felino nunca la dañaría, pero sería inaceptable asustarla.

– Sé que he dicho algo que te ha molestado, Conner -continuó Isabeau-. Quería que lo supieras, pero no tenía la intención de que rememoraras recuerdos desagradables. Tu madre era maravillosa, una persona amable y adorable que realmente me ayudó cuando lo necesité.

Otro rugido de angustia manó. Conner luchó contra él. Ella parecía tan joven, tan inexperta pero valiente y el amor manó por ella aunque sentía el pecho tenso y el corazón le dolía. ¿Cómo podía haberlo fastidiado todo de esa forma? ¿Manejado todo tan mal? En el momento que supo que le venía grande, debería habérselo contado. Haber corrido el riesgo de que hablara con su padre. Debería haber sido ella. Debería haber confiado en ella lo bastante para darle la oportunidad que él le dio al padre. Ni siquiera consideró la idea. Sabía que Marisa le habría preguntado porqué. Ella creía en el hablar. Era una intelectual y creía que los problemas se resolvían hablándolos.

Isabeau dio un cauteloso paso hacia adelante.

– Te juro, Conner, que yo no utilizaría a tu madre para herirte de ninguna manera. Sí, estaba enojada contigo por lo que hiciste, pero he llegado a comprender algo de porqué lo hiciste. Tu madre era una persona excepcional y sé que amaba a su hijo. Yo no sabía tu nombre real y ella nunca mencionó el tuyo. Sólo se refería a ti como «mi hijo». Lo decía con amor, Conner. Orgullosamente. Lo eras todo para ella.

Él la miró, atemorizado de moverse, atemorizado de hacer la cosa equivocada y hacerla correr. Ella siguió moviéndose hacia él, con movimientos lentos, una mano tendida tentativamente. La mano era pequeña y temblaba. Él mantuvo la boca cerrada sobre los dientes y una vigilancia cercana sobre el leopardo. El felino tembló y hundió lentamente los cuartos traseros, primero en una posición sentada y luego por último se tumbó, aunque los ojos dorados nunca se apartaron de la cara de Isabeau.

Esta echó una cautelosa mirada en torno a los árboles rotos y con la corteza destrozada y luego miró a las pesadas patas del leopardo. Huellas de sangre veteaban la piel dorada donde él había aplastado deliberadamente las patas, usándolas como garrotes contra los troncos de árboles. El mar de rosetones creaba una ilusión óptica en la que el gran felino parecía estar moviéndose, cuando en realidad estaba inmóvil. Su mirada penetrante estaba casi perdida en el mar de lunares negros. Sus costados subían y bajaban con cada aliento jadeante. Ella sabía que nunca olvidaría esa hambre ardiente en los ojos del leopardo o la aguda inteligencia.

Quizás no había sido una idea tan buena seguirlo. Todo los otros le habían gritado que volviera, pero ella había bajado rápidamente por la escalera y corrido detrás del leopardo una vez que oyó la terrible angustia en su voz. No podía soportar oírlo. Conocía la pena cuando la oía. La idea de que él no pudiera expresar esa misma pena como hombre le rompió el corazón. Ella había conocido a su madre, la clase de mujer que era. Conner tenía que haberla amado y admirado. ¿Qué hijo no lo haría?

Dio los tres últimos pasos hacia el leopardo y permitió que las puntas de los dedos rozaran la cabeza poderosa. La mano tembló y hundió los dedos en la piel en un esfuerzo por parar de temblar.

– ¿Estás bien?

El leopardo arqueó el cuello bajo las uñas que le arañaban, girando la cabeza de un lado al otro, permitiendo un mejor acceso. Ella se sentó en una piedra plana que pudo encontrar cerca de él, le rodeó el cuello con el brazo, sorprendida de que el temor retrocediera tan rápidamente. El leopardo se estiró a su lado mientras ella le acariciaba la piel.

¿Qué sabía ella de leopardos aparte de que eran considerados peligrosos y astutos? Sólo con mirarle a los ojos podía ver esa misma aguda inteligencia que la había atraído a Conner. Estaba allí, el hombre. Y sufría. No estaba segura de que le había dicho, pero sabía que había sido ella la que le había trastornado.

– Le conté lo que había sucedido -admitió, buscando la cosa correcta que decir-. Ella sabía que yo estaba molesta. ¿Cómo podía no saberlo? Había perdido a mi padre y luego había descubierto cosas terribles acerca de su negocio. Y averiguado que el hombre que pensaba que me amaba me había engañado para llegar hasta mi padre; eso fue difícil, Conner, pero estaba aceptándolo con su ayuda. Ella no sabía que eras tú. ¿Cómo podría?

Los ojos de Conner estaban tristes. Afligidos. Esos ojos feroces y abrasadores, tan abiertos a ella cuando los del hombre no y ella vio la verdad. Marisa lo había sabido. De algún modo su madre lo había sabido y Conner sabía cómo. Dejó salir el aliento y enterró la cara en el cuello musculoso de Conner, incapaz de mirarlo. Conner tenía que pensar que su madre había pensado lo peor de él cuando murió. Por mucho que Isabeau pensara que quería que sufriera, no quería que fuera de este modo, no sobre su madre.

Frotó la mejilla contra el pelaje, necesitando tanto consuelo y tranquilidad como él. ¿Pensaba Conner que ella lo había hecho a propósito? ¿Qué había tratado de hacerle parecer malvado delante de su madre? No había sido así en absoluto.

– Tenía hambre de compañía, una madre o una hermana mayor. Una mujer con la que poder hablar. Mi propia madre murió cuando era niña. Apenas la puedo recordar. Bien, adivino que realmente era mi madre adoptiva. No conocí a mi madre biológica.

No había sabido que era adoptada hasta después de que su leopardo hubiera arañado la cara de Conner. Instintivamente sus dedos fueron a la cara del felino. Había cuatro surcos profundos allí. Acarició con pequeñas caricias las cuatro cicatrices. De algún modo estaba refugiada de la lluvia por las anchas hojas de arriba, pero de vez en cuando unas pocas gotas caían en un hilito constante por la espalda. Se retorció incómodamente.

Instantáneamente el leopardo se levantó. Sentándose, era más alto que ella. Su cara ancha y fuerte. Levantó la mirada a los árboles circundantes como si los estudiara antes de volverse a ella de nuevo. Esperó mientras ella se ponía lentamente de pie. Ella sabía que él quería que dejara el suelo y subiera a los árboles, una reacción instintiva del leopardo.

– Podemos volver a la cabaña y sentarnos en el porche -sugirió apresuradamente.

Estaba un poco nerviosa rodeada por la absoluta oscuridad, esos ojos dorados resplandecían sobre ella. Y no quería ver a ningún insecto viniendo hacia ella en enjambres. En la mayor parte, los mosquitos y otros bichos que picaban o mordían mantenían la distancia, pero siempre había enjambres de hormigas a los que enfrentarse. Nunca lo admitiría en voz alta, después de todo, la profesión que había escogido la mantenía en la selva tropical, pero las hormigas en particular, le provocaban pesadillas. Era bastante cómico estar ahí de pie con los dedos enterrados en la piel de un leopardo y rastrear la vegetación agitada en busca de hormigas.

Isabeau tomó un paso tentativo hacia la cabaña. Siempre había tenido un sentido de la orientación asombroso, incluso en el interior de la selva tropical, aunque nunca entraba sin un guía, pero ahora se sentía más segura. Dio otro paso lento, el corazón le martilleaba con fuerza, deseando que él la siguiera. El leopardo se movió a su lado, manteniendo el cuello bajo la palma y su cuerpo contra la pierna mientras se movían juntos por la espesa maleza.

Queriendo mantener la mente fija de Conner en ella y lejos de la pérdida de su madre, Isabeau siguió hablando.

– Cuando era niña, recuerdo que mi padre solía intentar llevarme a esos parques donde tienen montañas rusas y yo los odiaba. Era muy aventurera, así que él nunca pudo comprender porqué no me gustaba ese movimiento. Cada vez que montaba en una de ellas, algo dentro de mí se volvía loco. Debe haber sido mi gata, pero por supuesto en aquel momento no lo sabía. -Suspiró-. Adivino que no sabía muchas cosas entonces.