Odió que este hombre, pareciendo tan fresco y tranquilo, con la niebla arremolinándose en torno a él y la noche brillando en los ojos, fuera el único que la hacía mirarse a sí misma. Debería haberse mirado en el espejo y encontrado el coraje para hacerlo por sí misma. Nunca había tenido tanto miedo de nada, ciertamente no de expresar su opinión ni de enfrentarse a alguien si tenía que hacerlo. Pero había huido como un conejo y se había ocultado con sus plantas y su trabajo en vez de recoger los pedazos. En vez de admitir que su padre había sido un criminal, debería haber reclamado al menos alguna clase de cierre con Conner.
¿Cuándo se había convertido en tal cobarde que necesitaba que un leopardo gruñón amenazara a su amigo porque sus pequeños sentimientos quizás estaban dolidos cuando alguien le decía la verdad? Se avergonzó de sí misma. Se enderezó, soltando el agarre mortal en el pelaje del gran gato.
– La autocompasión es insidiosa, ¿verdad?
Elijah se encogió de hombros.
– También la ira justa, de la cual he sentido bastante en mi vida. Volved a la cabaña. Tenemos mucho trabajo que hacer por la mañana. Y, Conner, alguien tiene que ocuparse de ese cachorro. No nos has dejado matarle, así que es tuyo.
Isabeau le frunció el ceño.
– Él se juntó con la gente equivocada. No merecía morir. ¿Estáis todos sedientos de sangre? No puede tener más de veinte.
– Hundió las garras en una hembra y tú no dirías eso si Adán yaciera muerto a tus pies -indicó Elijah, su tono suave.
Ella notó que había puesto el pecado de arañar a una hembra antes que el de matar a Adán. Tenía mucho que aprender acerca del mundo de los leopardos. Era extraño cómo estaba más cómoda con estos hombres de lo que debería haber estado. Alzó la mirada al dosel donde el viento arremolinaba la niebla en extrañas formas que se envolvían alrededor de los árboles, formando velos grises que no podía atravesar, ni siquiera con su visión nocturna superior. Esto, entonces, era el mundo a donde pertenecía.
Conner había dicho que había una ley más alta. Antes de que cerrara todas las puertas e hiciera los juicios, necesitaba aprender las reglas. En todo caso, mientras estuviera en presencia de tantos leopardos, debía aprender tanto como pudiera sobre ellos.
– No creo que hubiera matado a Adán sin provocación -defendió Isabeau-. Fue realmente bastante amable y unas pocas veces me susurró que no me haría daño.
– Eso son gilipolleces con las garras en tu garganta y la sangre goteando. -Ahora había rabia suprimida en la voz de Elijah.
Isabeau sintió el eco de ello en el estremecimiento que atravesó el leopardo apretado tan cerca de ella. Jeremiah había estado muy cerca de la muerte. Por tocarla. De ahí provenía la ira. No porque hubiera amenazado a alguno de ellos o a Adán. Ella era, de algún modo, sagrada para todos ellos. ¿A causa de Conner? ¿Por qué era un leopardo hembra? No lo sabía, pero había consuelo en el conocimiento. Una clase de seguridad que nunca había sentido antes.
Había también una confianza nueva que venía con el conocimiento. Se dio cuenta de que Conner no había cambiado ante la vista de Elijah, no porque estuviera en mejor posición de protegerla como leopardo, sino porque no quería avergonzarla con su desnudez delante de otro hombre. Había permanecido deliberadamente en forma animal, aunque no pudiera unirse a la conversación. Le acarició un gracias por el lomo, tratando de transmitir su apreciación en silencio.
La modestia era un concepto extraño para estos hombres, estaba segura de eso. Isabeau caminó en silencio durante unos pocos minutos, disfrutando del modo en que la niebla les envolvía. No podía ver muy lejos delante de ella y el vapor se alzaba del suelo hasta que sus cuerpos parecieron flotar a través de nubes sin pies.
– No duele -aseguró, cuando atrapó a Elijah examinándole la garganta cuando se acercó a él.
Elijah adoptó el mismo paso que ellos, tomando posición al otro lado de Conner para que el cuerpo largo y poderoso del felino estuviera entre ellos. Se movía fácilmente, con el mismo movimiento fluido de Conner, como si fluyera sobre el suelo en silencio.
– El chico necesita otra paliza -siseó Elijah.
El felino hizo un sonido retumbante de acuerdo desde la garganta e Isabeau sonrió.
– No creo que ninguno de vosotros estéis muy lejos de vuestro felino.
– La ley de la selva -dijo Elijah como si eso lo explicara todo.
Y para ellos lo hacía, se dio cuenta ella. Otro pedacito de información. Sus vidas no eran más complicadas a causa de sus leopardos, sino menos. Veían el mundo en blanco y negro en vez de en sombras grises. Hacían lo que hiciera falta para llevar a cabo un trabajo sucio y si eso significaba seducir a una mujer para salvar a unos niños, que así fuera.
No sabía porque el corazón se le apretaba dolorosamente en el pecho. El pensamiento de Conner tocando, besando, sosteniendo a otra mujer la hacía sentirse enferma. Y ella le había traído aquí para hacer justo eso.
– Adivino que no comprendo esas líneas claras que sonsacáis vosotros mismos. ¿Quién determina qué es correcto y que está mal? -preguntó.
El leopardo le dio un golpecito en el muslo otra vez, rozándose y ella sintió su propia reacción, el saltar de sus sentidos hacia él, un alcanzarle que no pudo evitar, como si sucediera demasiado rápido, demasiado automáticamente. El toque más pequeño del hombre o bestia y ella reaccionaba con esperanza, con necesidad, con una respuesta casi obsesiva.
Elijah le disparó una mirada.
– ¿Estamos hablando de Jeremiah? ¿O de Conner?
– De los dos. De todos vosotros.
– Habla con Conner -aconsejó Elijah-. Está más informado sobre nuestras maneras que yo. Llegué al clan tarde. Y todos cometen errores, Isabeau. Tú. Yo. Conner. Tu padre. Mi padre. Todos lo hacemos.
Ella seguía el mismo paso que el leopardo, mirando directamente adelante. El agua salpicaba por las cuestas en una corriente estrecha. Caminaron sobre las piedras y continuaron vadeando el agua hacia el otro lado donde el banco era menos escarpado. Isabeau sentía una punzada de intranquilidad y entonces en su interior, su felina se revolvió, estremecedoramente despierta.
Algo le tiró del tobillo por detrás y entonces estuvo abajo; el agua se le cerró sobre la cabeza. Casi inmediatamente se revolcó una y otra vez, como en una lavadora, rodando mientras algo se envolvía apretadamente alrededor de ella, agarrándola como con unas cuerdas fuertes de acero. Se oyó chillar en la cabeza, pero tuvo el aplomo de no abrir la boca bajo el agua.
El brazo, donde tenía la herida, ardía y latía. La muñeca izquierda, atrapado en el grueso rollo, se sentía como si fuera a estallar por la presión. Trató de no luchar, diciéndose que Elijah y Conner vendrían en su ayuda y que no debía asustarse. La serpiente rodó sobre ella otra vez y sintió la noche fresca en la cara. Tragó aire, atrayendo un aliento profundo antes de que rodara sobre ella otra vez. La cara raspó por las piedras cuando la llevó por el fondo.
Elijah saltó por encima del leopardo, con un cuchillo en el puño. Conner estalló al lado de él, rugiendo un desafío, girando y hundiendo los dientes profundamente en el cuerpo que se retorcía, reteniendo a la serpiente, evitando que se llevara a su presa a aguas más profundas. La anaconda verde era grande, de casi ciento ochenta kilos de sólido músculos y estaba hambrienta, decidida a no perder su presa. La cabeza estaba cerca de la cabeza de Isabeau, los colmillos peligrosamente cerca de su cuello. No tenía una mordedura fatal, ni veneno, pero se anclaría allí y la retendría hasta que pudiera apretar y asfixiarla.