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Traidor.

El tiempo fue más despacio. Se estrechó. Él era consciente de cada detalle de ella. Su cara. Esa hermosa cara oval con una piel casi luminiscente, tan suave que un hombre quería tocarla en el momento que la veía. Sus grandes ojos. Dorados a veces. Ámbar en realidad. O verdes. Esmeralda. Según cuanto de cerca de la superficie estaba su felina. Las pestañas, tan largas y rizadas, enmarcando esos acentuados ojos felinos.

Isabeau Chandler.

Ella le había obsesionado en las noches que lograba dormir unas pocas horas. Ese largo y lustroso cabello leonado, tan espeso. Los dedos recordaban haberse abierto camino en él. La boca, labios llenos, suaves más allá de cualquier cosa que jamás haya conocido. Talentosos. Invitadores. Una boca de fantasía. Podía sentir los labios sobre él, moviéndose sobre su cuerpo, llevándole al paraíso. Completo. Paz. Su cuerpo. Todas esas curvas femeninas, cada pedacito tan atrayente como la cara. Suya.

Maldita sea. Ella le pertenecía. No al hijo de puta que estaba a su lado con su arrogancia engreída. Su cuerpo era suyo, la sonrisa, todo de ella, cada maldito centímetro le pertenecía solo a él. El hombre con ella no había movido ni un músculo. Conner no lo miró realmente, no le importaba quien era. Después de todo, ya era hombre muerto y ella debería haberlo sabido. La ley de la selva. La ley más alta. Su ley.

Conner sintió que cada músculo encajaba en su lugar. La cabeza giró lentamente, centímetro a centímetro con ese moviendo acechante del gran gato de la selva. Se mantuvo inmóvil, su leopardo apenas contenido, demorándose en los fuertes dedos envueltos en torno a los de ella. Movió la mirada, un solo sonido escapó, retumbando desde el interior de su leopardo furioso hasta el pecho para salir por la garganta. Fue bajo. Frío. No había nada humano en ese sonido. El odio de un animal. El desafío de un leopardo. Un macho a otro. El gruñido bajo atravesó el cuarto, cortó la conversación y la música hasta que toda conversación cesó.

– No lo hagas -advirtió Rio-. Retrocede mientras tienes la oportunidad -advirtió al hombre.

Conner le oyó como si estuviera a gran distancia. Su mundo se había estrechado a una mujer. Nadie, nada le podía detener, ni siquiera Rio. Su gato era demasiado rápido. Él lo sabía, ellos lo sabían. Les habría arrancado la garganta en segundos. El gruñido persistió, un retumbar que nunca sobrepasó la suave nota que erizaba el vello de la nuca. Sabía que matar al hombre era inaceptable en el mundo civilizado, pero no importaba. Nada importaba excepto apartar al otro macho del lado de su compañera.

Isabeau soltó la mano de su acompañante y Rio le apartó de un tirón, lejos de ella.

– Lo siento, no capté tu nombre -dijo suavemente.

Mofándose de él. Desafiándole a mentirle otra vez. Su voz era baja. Atractiva. Se deslizó sobre su piel, excitando su cuerpo con recuerdos del modo en que su boca se había movido sobre él. Conner apretó los dientes, agradecido de que ella hubiera cesado al menos el contacto corporal con el otro macho en su presencia. Su leopardo arañó por la supremacía.

– ¿Por qué me has traído aquí?

Los ojos de ella se deslizaron sobre él, contenían desprecio y puro aborrecimiento.

– Porque eres la única persona que conozco que es lo bastante bastardo, lo bastante traicionero, para poder recuperar a esos niños. Eres muy bueno en lo que haces. Sólo te pido unos pocos minutos de tu tiempo para oírme y creo que me lo debes.

Conner la miró fijamente durante un largo momento antes de gesticular hacia la puerta. Rio vaciló. La única persona que tenía una oportunidad de matar a Conner Vega era Isabeau Chandler. Él no lucharía contra ella. La última cosa que Rio quería hacer era marcharse y Conner podía presentir su renuencia.

– Merece sus cinco minutos -dijo Conner.

Rio hizo gestos a Carpio para que caminara delante de él. Conner esperó a que la puerta se cerrara antes de girar completamente hacia Isabeau y permitirse respirar otra vez. Su olor era poderoso, le rodeaba, le invadía, le inundaba. Podía oír a los insectos en el bosque, el zumbido de vida retumbando en sus venas. La savia rica que corría por los árboles y el movimiento constante en la canopia zumbando por su cuerpo, una mezcla espesa y potente de calor y deseo. El tamborilear del agua, constante y fijo, latía al mismo ritmo que su corazón. Estaba en casa, en la selva y su compañera estaba enjaulada en el mismo cuarto con él.

Ella se alejó de la puerta, lejos de él, una delicada retirada de la naturaleza depredadora de Conner. Este la rastreó con la mirada, como un animal salvaje siguiendo a su presa. Sabía que su calma la ponía nerviosa, pero permaneció en el lugar, forzándose a no lanzarse sobre ella cuando cada célula de su cuerpo lo exigía. Su mirada nunca la abandonó, completamente enfocada, calculando automáticamente la distancia entre ellos cada vez que ella se movía.

– ¿Tienes alguna idea de cuán peligroso es estar aquí conmigo? -Él mantuvo su tono bajo, pero la amenaza estaba allí.

La mirada de ella voló sobre él, llena de desprecio, llena de repulsión.

– ¿Tienes alguna idea de cuán sucia me siento estando aquí en este cuarto contigo? -contestó-. ¿Cómo se supone que debo llamarte esta vez? ¿Tienes un nombre?

Él no debería decírselo, pero ¿qué jodida diferencia hacía ahora? Ella le pertenecía y estaba en la selva. Le traído hasta ella, enviado por él.

– Conner Vega -contestó, su mirada fija en la de ella, desafiándola a acusarle de mentir. Su voz no era exactamente normal, pero por lo menos no había matado a su acompañante. Había aguantado lo suficiente para retomar el control y había permitido que Rio pusiera al hombre a salvo. La muerte estuvo en sus ojos. Lo sabía, igual que el puro aborrecimiento en los ojos de ella.

La ceja de ella se disparó arriba. Hizo una pequeña mueca con los labios. Irradiaba calor mezclado con furia. El corazón de Conner saltó. Su polla reaccionó, hinchándose y calentándose. Necesitaba dar un puñetazo, duro y con fuerza. Su crimen era imperdonable. Comprendía eso intelectualmente, pero el animal en él se negaba a aceptarlo. Ella era suya, eso es lo que el animal comprendía. Estaba viva, en el mismo mundo que él y le pertenecía. Y en este momento, su cuerpo estaba expulsando suficientes feromonas para atraer a cada macho dentro de ciento cincuenta kilómetros a la redonda. Respiró profundamente, inhalando el aire en sus pulmones y manteniéndolo inexorablemente bajo control.

– ¿Es ese tu verdadero nombre?

– Sí. ¿Por qué me has traído aquí, Isabeau?

Ella siseó el aliento entre los dientes. Tenía unos pequeños dientes blancos. Su leopardo era diferente, raro. Un leopardo nublado quizás. Había tan pocos de ellos. Era curvilínea, mas aerodinámica, músculos fluidos bajo la piel, la marca de su especie, el pelo espeso y largo, casi imposible de mantener corto. Ella no conocía su propio poder; reconocía eso también. Ella no sabía que estaba a salvo de él y su miedo le golpeaba. Feo. Como un pecado. La mujer de un hombre nunca debería tener miedo de él ni de su fuerza.

– Dejé Borneo porque no quería correr el riesgo de toparme contigo. Puedo hacer mi trabajo aquí, las plantas y las especies que busco están en esta selva tropical. Necesitaba un guía y la tribu de Embera fue lo bastante amable para proporcionarme uno.

Y su guía habría sido un hombre. Un gruñido retumbó en la garganta y se dio la vuelta lejos de ella, incapaz de evitar que su leopardo saltara ante en el olor de ella, ante la idea de ella en proximidad cercana con un hombre. Cerró los ojos, tratando de no permitir la visión de su cuerpo envuelto en torno a alguien más que no era él.

Ella le disparó una mirada cuando él comenzó a caminar, tratando de deshacerse de la feroz necesidad que crecía en su cuerpo. Apenas podía respirar con la intensidad de la exigencia. Nunca había experimentado nada como esto. El sudor chorreaba. El deseo era malvado. Agudo, martilleaba en su cráneo, hasta que incluso los dientes le dolieron. Su cuerpo dolía. Era agudamente consciente del leopardo que rondaba bajo la piel, tan cerca de la superficie, esperando un momento cuando no estuviera en guardia para poder tomar lo que era suyo.