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– Si no tiene inconveniente, Alberto -dijo Isabeau-, se me está volviendo difícil andar. Pensé que podríamos echar una mirada al invernadero y alejarnos de la superficie desigual. Además, adoraría ver el tamaño de sus verduras si utiliza esta tierra.

Alberto le sonrió.

– Ni siquiera debería haber considerado el sacarte al jardín. Sólo quise mostrárselo a alguien que lo apreciaría de verdad. Podemos ir a sentarnos a la galería. El invernadero ha sido rociado recientemente y nadie puede entrar durante veinticuatro horas.

– Qué decepción -dijo Isabeau. Había logrado llevarlos a diez metros del edificio.

Conner estaba mucho más cerca, pero aparentemente desinteresado, aunque hablaba por la radio. Su mirada barría continuamente los tejados y la valla. Ella olió el aire cautelosamente, probando en busca de olor a leopardos. Si Alberto y Harry lo sabían, ¿habrían empleado a otros también?

– Solía cultivar verduras cuando vivía en casa con mi padre, pero ahora que viajo tanto -se encogió de hombros, pero dio otros pocos pasos hacia el invernadero.

– Otra vez, quizás -dijo Alberto mientras Harry empujaba la silla hacia la casa.

La puerta al invernadero se abrió y por un momento se escuchó el sonido del llanto de un niño, cortado apresuradamente cuando la criada cerró la puerta. La mujer se dio la vuelta pare verlos a todos mirándola fijamente, Alberto furioso. Él juró en el dialecto indio local mientras alcanzaba algo bajo la manta del regazo y la comprensión se abría paso. Alberto era un hombre sagaz y astuto que había levantado el imperio Cortez. En ese segundo se dio cuenta de que había caído en una trampa y que habían venido a encontrar a los niños, no a negociar tratos ni amistades. Isabeau vio el conocimiento en su cara.

Conner se movió de repente, su velocidad cegadora mientras corría hacia ellos. Simultáneamente, el olor de leopardo llenó los pulmones de Isabeau. Chilló y se tiró hacia Conner, aterrorizada cuando reconoció el olor abrumador de su peor pesadilla, registrando apenas que el anciano le apuntaba a la cabeza con un arma.

Harry se giró para enfrentarse al gran gato que cayó desde el árbol encima de sus cabezas, la escopeta corcoveó en sus manos. La pistola retumbó, un sonido ensordecedor que estalló por el aire justo cuando el sonido de disparo explotó desde la casa. La máscara engañosamente dulce de Alberto había sido reemplazada por una asesina retorcida y astuta, los labios habían retrocedido en un gruñido mientras agitaba el arma y disparaba varios tiros a Isabeau justo cuando Conner la tiró al suelo, cubriendo su cuerpo con el suyo.

Alberto llegó demasiado tarde. Ottila estaba sobre él, conduciendo la silla hacia atrás, tirando el cuerpo al suelo. Un golpetazo poderoso de la pata envió el fusil a patinar por el suelo, fuera del alcance del anciano. Harry balanceó su escopeta sobre Conner e Isabeau en un intento de completar el trabajo que Alberto había comenzado. Las balas escupieron sobre los árboles y el terreno a su alrededor cuando los hombres empezaron a disparar a cualquier cosa y a todo en el patio, incapaces de decir qué estaba sucediendo en la casa o en el patio. Sin alguien al mando, el caos estalló y los guardias comenzaron a asustarse.

Conner disparó su arma desde la cadera cuando saltó del suelo, atrayendo los disparos lejos de Isabeau, las balas dibujaron una línea de puntos recta a través del pecho de Harry. Harry trató de levantar la escopeta otra vez, pero cayó de rodillas, demasiado peso para él con la sangre bombeando fuera de su cuerpo.

Isabeau corrió hacia el invernadero, ignorando los chillidos de su cuerpo. Captó un vistazo del leopardo concentrando su atención otra vez en Alberto mientras el anciano se arrastraba por la tierra hacia el arma. La expresión del leopardo permaneció igual, concentrada completamente en su presa, todo el tiempo bajo esos rosetones, la mente estaba trabajando en un plan astuto y salvaje. Contacto visual, agudos como láser, sin abandonar nunca a Alberto. Las orejas se aplastaron, el vientre se acercó al suelo y el leopardo se acercó arrastrándose. Alberto chilló e hizo gestos desenfrenadamente para que el felino le dejara, pero esos ojos despiadados nunca parpadearon.

El leopardo corrió hacia adelante, rápido como el relámpago y agarró a su presa con las garras extendidas. Las patas traseras estaban firmemente en el suelo cuando entregó la mordedura asfixiante. Los caninos del gato separaron dos vértebras del cuello, rompiendo la médula espinal.

Isabeau no se había dado cuenta de que se había parado y estaba mirando fijamente mientras una granizada de balas golpeaba a sólo unos pocos metros de ella. Conner le agarró de la mano y tiró para que se moviera, prácticamente arrastrándola al invernadero. Cuando trató de abrir la puerta, estaba cerrada desde el interior. Disparó a la cerradura y la abrió de un tirón, empujando a Isabeau detrás de él. Rodó el primero, yendo a la derecha, barriendo la habitación antes de llamarla.

Isabeau corrió dentro y dio un paso detrás de él, tratando de permanecer pequeña y no hacer ruido mientras él entraba y salía entre las plantas, avanzando hacia la trasera del edificio. Había otra puerta, que llevaba claramente a un pequeño cuarto, probablemente en un principio un cuarto de abonos o herramientas. Se escuchó el sonido de una riña. Una maldición. Un gañido de dolor. Conner puso la mano en el pomo de la puerta y lentamente lo giró.

Isabeau se aplastó contra la pared ante su gesto de que permaneciera detrás mientras él abría la puerta con cuidado. Al mismo tiempo, unas balas se aplastaron en la puerta y pasaron volando al invernadero. Conner abrió la puerta completamente de una patada, parándose a un lado detrás de la jamba. Un hombre de aspecto muy asustado sostenía a un chico delante de él como escudo. Isabeau jadeó. Era el nieto de Adán, Artureo.

Conner habló en el dialecto indio, movió rápidamente el brazo y extendió el arma. Apretó el gatillo cuando el chico dio un tirón a la derecha. La bala dio al hombre detrás de él acertando mortalmente en medio de la frente.

– Es agradable verte -saludó Artureo-. Te llevó más tiempo del que esperaba. -Dio un paso sobre el cuerpo y gesticuló a los otros niños para que salieran.

Isabeau estaba orgulloso de él. Había aceptado el liderazgo como su padre y abuelo habían hecho siempre. Los había mantenido tranquilos y optimistas.

Conner frunció el entrecejo mientras barría a los niños con la mirada.

– ¿Dónde está el chico? ¿Mateo?

– Ella se lo llevó -dijo Artureo-. Anoche. Entró con uno de los malos y lo arrastraron fuera de aquí. -Miró a los otros niños y bajó la voz-. Creo que sospechaba que era diferente. Les seguí por encima del depósito de agua.

– ¿Los seguiste? -Las cejas de Conner se dispararon hacia arriba.

Artureo asintió.

– ¿Creías que íbamos a quedarnos aquí y esperar hasta que nos matara? ¿O se llevara a las chicas? Ella y el anciano son diablos. Hemos excavado una salida desde el cuarto de herramientas, pero no habíamos resuelto lo de saltar la valla sin que nos dispararan.

Conner le dirigió una sonrisa.

– Salgamos de aquí. Mantenlos juntos, muy juntos. Sin hablar. Vamos por la pared del extremo sur. Llévalos a la selva tropical, Isabeau. Al comienzo del camino. Rio y los otros deberían estar muy cerca detrás de ti o ya esperándote. -Empujó un arma a las manos de Artureo-. ¿Sabe cómo utilizar esto?

Artureo asintió.

– Mi abuelo me enseñó.

– Espero que los protejas. Isabeau, os llevaré fuera, pero toma el control cuando llegues al depósito de agua.

– Puedo hacerlo -le aseguró Isabeau, sintiéndose ligeramente enferma.

Era difícil evitar mirar fijamente al cadáver desplomado sobre el piso, la sangre se encharcaba en torno a su cabeza. Tan parecido a la muerte de su padre. Se dio cuenta de que así era exactamente cómo su padre había muerto, sólo que Rio había sido el tirador y su padre había tratado de matar a Conner. El estómago dio bandazos ante el recuerdo y se lo apretó con la mano con fuerza.