Los dedos de Conner se curvaron alrededor de su nuca. La boca le rozó la oreja.
– ¿Estás bien? ¿Estás lista? Puedo llevaros a todos y regresar.
Ella forzó una sonrisa.
– Estoy bien. Hagámoslo.
Conner fue primero, rompió el candado de la entrada trasera y abrió cuidadosamente la puerta para mirar hacia fuera. El patio era un caos. El sonido de disparos era esporádico, pero los hombres corrían en todas direcciones. La casa principal se había convertido en una pared de llamas, el fuego ardía ferozmente. El calor que emanaba de la rugiente conflagración era tal que era imposible acercarse demasiado al infierno.
Conner encontró un nicho dentro de un área especialmente tupida e hizo señas a Isabeau. Ella envió a Artureo primero y el adolescente unió la mano con los más jóvenes. Formaron una cadena con Isabeau cerrando la marcha, corriendo tan rápidamente como podían mientras se abrazaban a las paredes del edificio y permanecían cerca de las vallas hasta que se apiñaron como sardinas en ese pequeño lugar.
Isabeau miró hacia el jardín. Muchos de los árboles y arbustos ya estaban en llamas mientras el viento, en su mayor parte creado por el fuego mismo, enviaba chispas volando por el aire. Dos cuerpos yacían extendidos sobre la tierra y la silla de ruedas estaba volcada de costado. No pudo detenerse, empezó a buscar por encima de las cabezas en busca de algún signo del leopardo. Los gatos grandes preferían estar en lo alto y a menudo se dejaban caer sobre la presa imprudente. Sistemáticamente buscó por los tejados y los árboles. Su mirada aterrizó en el depósito de agua y se congeló.
Conner hizo señas otra vez y siguieron los cuadros de flores sinuosos, permaneciendo agachados y parando siempre que Conner levantaba la mano.
– Rio espera en el muro -le dijo a Isabeau. Salió para conseguir una mejor mirada sobre el terreno entre los niños y su destino.
– ¡Conner! -Isabeau gritó una advertencia.
Él se agachó a cubierto y alzó la mirada justo cuando una bala golpeó la tierra a centímetros de su pie. Imelda sostenía a un Mateo que se retorcía delante de ella, los pies de él directamente sobre el borde.
– Volved todos o dejaré caer a este pequeño bastardo.
– Isabeau, voy a disparar hacia la torre para hacerla retroceder. Coge a los niños y corre tan rápido como puedas hacia la selva. Pásalos por encima de la valla. He llamado a los otros para que me ayuden aquí. Leonardo te guiará a ti, a Marcos y a los niños.
Antes de que ella pudiera contestar, Conner disparó, las balas astillaron trozos de madera de la torre alrededor de Imelda. Ésta chilló, jurando y tropezó hacia atrás, arrastrando al chico con ella. Isabeau salió corriendo y esta vez, Artureo cerró la marcha. Ella no miró atrás o arriba, sólo corrió a la valla.
La alta valla se asomó delante de ella mucho más rápido de lo que había esperado y en último segundo reunió fuerzas y saltó por encima. Su cuerpo chilló una protesta, cada músculo con calambres. Hubiera fallado pero Marcos agarró su brazo extendido y la arrastró al tablón delgado que estaba en lo alto. Se forzó a seguir, aterrizando en el lado de la selva tropical, tratando de no sentir el ardor terrible en su cuerpo. Leonardo saltó y empezó a tirar los niños a Marcos. El hombre agarró a cada uno con una destreza asombrosa, entregándoselos a Isabeau.
Conner no se atrevió a arriesgar una mirada para ver si Isabeau había saltado la valla sin peligro. Mantuvo el ritmo de la lluvia de disparos y luego corrió a la parte baja del depósito de agua fuera de la vista de Imelda. Rio lo retomó donde Conner lo había dejado, escupiendo balas en torno a Imelda para mantenerla lejos de la orilla de la torre con el chico.
Una vez bajo el depósito de agua y oculto de la vista, Conner se quitó los zapatos y los metió en el paquete que siempre llevaba junto con sus armas. Ató el paquete firmemente alrededor del cuello y comenzó a trepar rápidamente, permaneciendo dentro de la estructura de madera durante la mayor parte de la subida. Utilizó su enorme fuerza para llevar su cuerpo arriba rápidamente en un esfuerzo por llegar donde el chico antes de que ella lo tirara, porque sabía que Imelda iba a tirarlo simplemente porque podía hacerlo.
Oyó al chico sisear como un pequeño cachorro de leopardo y se preguntó si el gato surgiría para ayudar al niño. Imelda abofeteó al chico que luchaba. De repente chilló y las bofetadas se volvieron más fuertes y más frenéticas. El chico debía haberla herido. Oyó un ruido sordo cuando ella lo dejó caer en la plataforma y empezó a patearlo.
Los sonidos y los olores dispararon los instintos de supervivencia del leopardo. Sintió los músculos comenzar a retorcerse y dejó que sucediera, dando la bienvenida al cambio, se arrancó la ropa en tiras aún mientras trataba de seguir subiendo. Cuando casi había completado el cambio, oyó que Rio gritaba una advertencia y miró hacia arriba.
Mateo vino arrojado por encima del borde, la cara del chico una máscara de terror, la misma mirada que había visto en la cara de Isabeau la noche antes. Conner saltó al espacio vacío, completando el cambio, las manos formaron garras extendidas. El chico golpeó con fuerza y gritó cuando la boca del leopardo rodeó su cuerpo. Conner se retorció en el aire, enderezando el cuerpo, sabiendo que estaban tan alto que incluso el gato podía resultar herido. Hizo cuanto pudo para proteger al chico cuando aterrizaron. El impacto le subió por las piernas, pero mantuvo la boca suave y al chico lo bastante arriba para evitar que se golpeara contra el suelo. En el momento que pudo moverse, abrió la boca y dejó caer a Mateo.
Se giró hacia la torre.
Capítulo 20
Bajo el fuego de cobertura de Rio, Elíjah corrió a través del patio cubierto al depósito. Las llamas comenzaron a lamer la parte inferior de una de las patas de la estructura de madera. Elíjah recogió a Mateo.
– Te estamos rescatando -dijo cuando el muchacho comenzó a luchar, siseando y escupiendo y clavando las afiladas uñas en el brazo de Elíjah.
– Ese es tu hermano Conner, Mateo. Ha venido por ti. Tu madre debe haberte hablado sobre Conner.
El muchacho se quedó quieto en sus brazos y echó una ojeada por encima del hombro para ver al leopardo moviéndose rápido por el patio hacia la parte superior donde Imelda estaba agachada gritando órdenes a sus hombres con la esperanza de tomar el mando. Era imposible distinguir sus palabras exactas sobre el rugido de las llamas, pero su voz chillona era interrumpida por los disparos de un arma.
Mateo empezó a menearse otra vez.
– Voy a ayudarle -afirmó.
Elíjah se rió.
– Lo harás Pero no esta vez. Te quiere en el bosque cuidando de su esposa, Isabeau. Me pidió que te dijera que cuidaras de ella hasta que él pueda llegar allí. Ella tiene un enemigo, un leopardo. Sólo otro leopardo puede protegerla.
El niño sacó su pequeño pecho.
– Yo puedo hacerlo.
– Vamos entonces. -Elíjah evaluó ansiosamente el fuego. En pocos minutos más iba a cortar su ruta de escape. Tenían que irse. Le indicó a Rio que se movía con el muchacho. Cambió a Mateo a la espalda.
– Agárrate, nos ponemos en marcha -ladró en su radio, no queriendo que sus propios hombres les pegaran un tiro por casualidad.
El fuego se estaba convirtiendo en una amenaza mayor que los disparos erráticos. Rio hizo señas a sus hombres para que siguieran a Elíjah y salieran. No podían esperar más tiempo. Trató de advertir a Conner que la base de la torre estaba en llamas, pero el leopardo ya había llegado a la cima y estaba justo debajo de la plataforma. No quería dar a Imelda ninguna advertencia de la presencia del felino, no cuando parecía que ella tenía un pequeño arsenal en las yemas de sus dedos.
El humo rodaba en el aire, volviendo todo negro y grisáceo, disminuyendo la visibilidad. Esto fue de gran ayuda para Elíjah cuando tomó al muchacho y lo llevó a la seguridad de la selva tropical, pero el humo casi asfixiaba a Rio. Se cubrió la boca con un pañuelo mientras se esforzaba por ver lo que estaba pasando por encima de él en la torre. Ya no podía ver a Imelda, pero ella tenía que ser consciente de las llamas que avariciosamente chisporrotean por las patas de apoyo de la torre.