Ottila dio vueltas, gruñendo, los labios retirados para exponer los colmillos sangrientos. Había manchas de sangre en el hocico, convirtiendo el color rojizo en barro. Sus ojos eran llamas de color rojo, brillando con odio y resolución.
Conner se quedó en posición, sólo gastando la energía que tenía para permanecer frente al otro leopardo. Su parte trasera apenas funcionaba, la pata débil con tendencia a desmoronarse bajo él si ponía demasiado peso sobre ella. Tuvo buen cuidado de ocultar la debilidad lo mejor que pudo. Ottila era fuerte, demasiado bueno y demasiado experimentado para que Conner le diera cualquier margen.
Ottila cargó contra él, un estallido de velocidad, golpeando con tanta fuerza que no sólo pasó sobre Conner, sino que sobrepasó al dorado leopardo cuando éste cayó, la única cosa que realmente salvo la vida de Conner. En su interior Conner se sentía roto, hecho pedazos, pero con resolución se dio una vuelta y volvió a ponerse en pie, sacudiéndose. Ottila se levantó, se volvió hacia atrás, gruñendo. Conner comenzó a cojear hacia el otro leopardo, sus costados subiendo y bajando, la sangre revestía sus caderas, patas y ahora los costados.
Rio gruñó y cambió de posición, llamando la atención del leopardo enfurecido. Ottila gruñó de nuevo y despidiendo a Conner como demasiado lesionado para ser una gran amenaza, se arrastró sobre su vientre hacia el cuerpo tendido que estaba inmóvil entre la maleza, ahora sólo a pocos metros de él. No quería una bala en la cabeza cuando fuera a acabar con Conner. Rio levantó la cabeza, sus ojos fijos en el leopardo. El arma estaba suelta en la mano, aparentemente olvidado o Rio estaba demasiado débil por la pérdida de sangre incluso para levantarla.
El leopardo rojizo retiró los labios en una mueca de odio. Parecía malvado en ese momento, usando las garras para impulsarse centímetro a centímetro más cerca de Rio, prolongando la agonía, sabiendo que el hombre estaba totalmente indefenso.
Conner siguió al leopardo. Cuando Ottila aceleró la velocidad en el suelo, Conner golpeó, un movimiento desesperado, conduciendo sus dos garras delanteras tan profundo como pudo en las caderas del leopardo. Clavó las patas traseras en el suelo y tiró con cada pedacito de fuerza que tenía, arrastrando el leopardo lejos de Rio.
Ottila rugió de rabia y se retorció, rasgando una garra afilada sobre el hocico de Conner. Conner siguió arrastrándolo, dando marcha atrás, su agarre implacable. La sangre corría por las patas del leopardo más oscuro y cada vez que se giraba, Conner se clavaba más profundamente, negándose a permitir siquiera que la columna vertebral flexible interfiriera con su determinación de eliminar la amenaza sobre Rio.
Ottila comenzó a entrar en pánico cuando las garras siguieron clavadas, perforando cada vez más profundamente, el agarre implacable, despiadado e inquebrantable. Conner hundió los grandes caninos en la columna vertebral y el terror de Ottila se extendió como una enfermedad. Se retorció y gruñó, tirando el peso hacia los lados en un intento de rodar, sus garras rasgaron todo lo que podía tocar. Acuchilló al leopardo dorado frenéticamente, en el pecho, hocico, hombros y patas delanteras, pero no podía conseguir quitarse al otro animal que le estaba cortando la columna vertebral.
Ottila necesitaba hacer palanca, pero el leopardo dorado respondía a cada movimiento. Parecía anticipar cada movimiento antes de que él lo hiciera. Sabía que Conner estaba debilitado. Sus continuas cuchilladas se estaban tomando su precio. Le arañó la cara, el pecho, los hombros y los brazos, largos cortes profundos que arrojaron fuentes de preciosa sangre. No podía llegar a la garganta, aunque hubiera estado cerca, dando vueltas, y aún así las garras y los dientes eran implacables, colgaba sobre él, arrastrándolo lejos del hombre sobre el suelo.
Conner comenzó a subir, centímetro a centímetro, utilizando sus garras para trepar por el cuerpo, bloqueando el ardiente dolor cuando el otro leopardo se defendía acuchillándolo con golpes de sus poderosas patas. Conner sabía que no tenía ninguna otra opción que la de sostener al leopardo rojizo. Necesitaba encontrar una manera de entregar el mordisco mortal, pero su fuerza se desvanecía rápidamente. Su pierna estaba en llamas, el dolor era insoportable. Bloqueó todo, los sonidos de la batalla, el dolor, el pensamiento de Rio desvalido, el humo arremolinándose a pulgadas del suelo y velando los árboles, todo, excepto Isabeau. Esto era para Isabeau. Tenía que derrotar a Ottila.
Deliberadamente sacó cada imagen de ella que poseía, moratones, el terror en sus ojos, el pinchazo profundo de las heridas que este animal le había infligido sólo porque podía hacerlo. No había forma de que él viviera. Ni siquiera si eso significaba que ambos murieran allí. La vida de Ottila Zorba había terminado. Conner dio un duro tirón con sus garras, arrastrando al leopardo debajo de él con renovada fuerza, subiendo por la columna hasta que estuvo en el grueso cuello. Sus garras clavadas en los costados de modo que estaba montando al otro leopardo.
Ottila rodó, desesperado por sacárselo de la espalda, desesperado por escapar de los malvados dientes y las garras afiladas. Estrelló a Conner contra el suelo, deliberadamente aterrizó sobre el trasero herido de Conner, pero el leopardo dorado se negó a ser desalojado. Como un demonio, se quedó colgado; se movió lentamente por la espalda, hasta que los terribles dientes se cerraron alrededor de la nuca en un mordisco de castigo.
Los caninos se hundieron profundamente, tratando de separar la médula espinal. Ottila trató de darse la vuelta y el miedo de pronto le llenó. En realidad lo sintió repentinamente, extendiendo la parálisis, la rigidez de las piernas, su cuerpo se volvió débil. El leopardo lo retuvo durante un buen rato hasta que los ojos de Ottila se volvieron vidriosos y el aire dejó los pulmones. Lo sostuvo aún más, esperando hasta que estuvo seguro que el corazón había dejado de latir.
Era casi demasiado esfuerzo liberar al leopardo de su agarre. Conner se derrumbó encima de él, sangrando por demasiados lugares como para contarlos. Sabía que tenía que volver con Rio, pero no le quedaban fuerzas. Sólo podía descansar sobre el otro leopardo, su cuerpo consumido por el dolor, era imposible decir qué parte de él dolía más. Le llevó unos minutos u horas, no lo sabía, reunir la fuerza suficiente para iniciar lo que parecía un viaje de un kilómetro de largo, arrastrándose por el suelo hasta el lado de Rio.
Rio levantó ligeramente la cabeza y envió a Conner una horrible mueca.
– ¿No tienes buen aspecto?
Conner hizo una mueca. Tenía que cambiar y sabía que iba a doler como el infierno. No podía arriesgarse a ser capturado como leopardo, no si iban a pedir ayuda en forma de helicóptero. Y ambos necesitaban atención médica. No esperó, no se demoró. Simplemente deseó el cambio. El dolor se estrelló contra su cuerpo, su visión se volvió roja, luego oscura. Su estómago se tambaleó y nada parecía funcionar. Se encontró tirado boca abajo en la vegetación podrida y se preguntó si los insectos se lo comerían vivo.
Se despertó poco después. El tiempo tenía que haber pasado ya que el humo se había disipado cerca del suelo, aunque el olor del reciente incendio era fuerte y unas nubes aún colgaban de los árboles. Algo se movió cerca de él y se las arregló para volver la cabeza hacia el susurro de las hojas. Rio empujó una cantimplora de agua en sus manos.
– Bebe, has perdido mucha sangre.
Su visión era borrosa. Todo dolía. Todo. No parecía haber un lugar en su cuerpo que no estuviera reducido a jirones.