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– Porque se cree que muy pronto se irá a Rolling Meadows -intervino uno de los fumadores antes de toser y escupir en su vaso.

El de la sudadera New Mary's "Wake-Up Lounge sonrió de manera desagradable.

– Igual se marcha. Quizá la reina de las sábanas no… ¿A qué cojones viene eso, tío?

Otro fumador le había dado una patada en la espinilla y ladeó la cabeza en mi dirección.

– Tranquilos, no soy una charlatana, y tampoco trabajo para la empresa -dije-. Tengo una cita con el jefazo y normalmente entraría a la brava, pero como vengo a pedir un favor, haré cola como una buena niña.

Eso les hizo reír otra vez. Se apartaron para hacerme sitio junto a la pared. Escuché mientras hablaban. El tipo de la cazadora Harley se estaba preparando para salir hacia El Paso, pero los demás hacían trayectos metropolitanos. Charlaron sobre los Bears, que no tenían buenos jugadores de ataque, les recordé el equipo de veinticinco años atrás, justo antes de que Dikta y McMahon nos dieran nuestro momento de gloria, aunque fue Lovey Smith el hombre que nos devolvió a la era McMahon-Payton. No dijeron nada más sobre «la reina de las sábanas» ni sobre las ambiciones de Grobian. No era que necesitara enterarme, pero supongo que la razón principal por la que soy detective es mi interés de voyeur por la vida de los demás.

Tras una prolongada espera, la puerta del despacho de Grobian se abrió y salió un joven. Llevaba el pelo castaño rojizo corto, engominado y peinado hacia atrás en un vano esfuerzo por dominar los rizos. Su rostro cuadrado estaba salpicado de pecas y sus mejillas todavía mostraban el suave vello de la adolescencia, pero nos miró con la seriedad de un adulto. Cuando vio al hombre de la cazadora Harley, sonrió con tan sincero placer que no pude evitar sonreír a mi vez.

– Billy el Niño -dijo el de la Harley dándole una palmada en el hombro-. ¿Qué tal va todo, chaval?

– Hola, Nolan, muy bien. ¿Sales hacia Texas esta noche?

– Así es. Eso si el gran hombre se decide a levantar el culo y me firma el albarán.

– ¿El gran hombre? ¿Te refieres a Pat? Ha estado revisando las cuentas del día, pero terminará enseguida. Siento mucho que hayáis tenido que esperar tanto, pero enseguida os atiende, de verdad. -El joven se aproximó a mí-. ¿Es la señora War… shas… ky? -Pronunció mi nombre con cuidado, aunque con poco éxito-. Soy Billy. Le dije que podía venir hoy, sólo que Pat…, el señor Grobian, no puede decirse que esté al cien por cien. Bueno, se le está haciendo tarde y quizá le cueste convencerlo, pero de todos modos la recibirá en cuanto organice el trabajo de estos hombres.

– ¡Billy! -gritó una voz masculina desde dentro del despacho-. Haz pasar a Nolan; ya está todo listo. Y ve a buscar esos faxes.

Se me cayó el alma a los pies: un recadero de diecinueve años con entusiasmo y sin autoridad había fijado mi reunión con el tipo que tenía autoridad pero ningún entusiasmo. Al mal tiempo, buena cara, me dije.

Mientras Billy enfilaba el corredor hacia el cuarto de las impresoras, los fumadores apagaron las colillas y se las metieron en el bolsillo. Nolan entró en el despacho de Grobian y cerró la puerta. Cuando salió unos momentos después, los demás entraron en tropel. Como dejaron la puerta abierta, me metí tras ellos.

Capítulo 5

Relaciones imperiales

Las oficinas de los espacios industriales no están diseñadas para dar comodidad o prestigio a sus ocupantes. El despacho de Grobian era más espacioso que los cuartitos a los que me había asomado antes (incluso tenía un armario empotrado en un rincón del fondo) pero estaba pintado del mismo amarillo sucio, contenía el mismo mobiliario metálico que los demás y, como en todas partes, también había una cámara de vídeo en el techo. Por lo visto, Buffalo Bill no se fiaba de nadie.

Grobian era un hombre enérgico, de treinta y tantos, y las mangas arremangadas de su camisa dejaban ver unos brazos musculosos con una gran ancla de marine tatuada en el bíceps izquierdo. Parecía la clase de tipo que los camioneros respetan, con una prominente mandíbula cuadrada y el pelo cortado a cepillo.

Al verme detrás de los hombres, frunció el entrecejo.

– ¿Nueva en el trabajo? Te has equivocado de despacho, ve a que te atienda Edgar Díaz en…

– Soy V. I. Warshawski. Teníamos una cita a las cinco y cuarto.

Procuré parecer optimista, profesional, nada molesta por el hecho de que ya fueran cerca de las seis.

– Ah, sí. Eso lo montó Billy. Tendrá que esperar. Estos hombres van con retraso.

– Por supuesto.

Se supone que las mujeres tienen que esperar a los hombres; es el papel que nos han asignado. Pero me guardé muy bien de decir nada al respecto.

Cuando miré alrededor en busca de un sitio donde sentarme, vi a una mujer detrás de mí. Desde luego no era la típica empleada de By-Smart: su maquillaje había sido aplicado con la misma meticulosidad que si hubiese sido un lienzo de Vermeer. Su atuendo, un suéter ceñido y una falda escocesa de color lavanda astutamente dispuesta para mostrar unas puntillas de encaje negro, no había sido comprado con un salario de By-Smart y mucho menos en una tienda By-Smart, y ninguna de las trabajadoras que había visto en la cantina parecía tener la energía necesaria para moldear aquel cuerpo ágil y tonificado.

La mujer sonrió al advertir que la observaba: le gustaba suscitar atención, o tal vez envidia. Ocupaba la única silla, de modo que fui a apoyarme contra el armario archivador que había a su lado. Sostenía una carpeta abierta en el regazo con un despliegue de números que no significaban nada para mí, pero en cuanto se dio cuenta de que estaba mirando, la cerró y cruzó las piernas. Llevaba unas botas color lavanda hasta las rodillas y tacones de diez centímetros. Me pregunté si tendría un par de chanclos que ponerse para ir hasta el coche.

Otros dos hombres se sumaron a los cuatro que hacían cola ante el escritorio de Grobian. Cuando hubo acabado de despachar con ellos, entraron tres más. Todos eran camioneros, iban a que les sellaran los albaranes de las mercancías que acababan de entregar o de las que tenían listas para llevarse consigo.

Estaba empezando a aburrirme e incluso a enojarme un poquito, pero aún me fastidiaría más si desperdiciaba una oportunidad de librarme del equipo femenino de baloncesto. Inspiré profundamente: desparpajo y buen humor, Warshawski, me dije, y me volví para preguntar a la mujer si tenía algún cargo en la empresa.

Negó con la cabeza y sonrió con cierto aire de condescendencia. Tendría que esforzarme un poco más para sonsacarle algo. Tampoco era que me importase mucho, pero de algún modo tenía que matar el rato. Recordé el comentario del camionero sobre «la reina de las sábanas». O bien las compraba o bien se tendía en ellas; tal vez ambas cosas.

– ¿Eres la experta en ropa blanca? -pregunté.

Se pavoneó ligeramente: tenía una reputación, la gente hablaba de ella. Era la jefa de compras de toallas y sábanas de By-Smart a nivel nacional, dijo.

Antes de que pudiera seguir con el juego, Billy volvió a entrar con un grueso fajo de papeles.

– Oye, tía Jacqui, hay faxes para ti en este montón. No sé por qué los han enviado aquí en lugar de a Rolling Meadows.

Jacqui se levantó, y al hacerlo la carpeta cayó al suelo. Los papeles se desparramaron y tres de ellos fueron a parar debajo del escritorio de Grobian. Billy recogió la carpeta y la dejó encima de la silla.

– ¡Vaya por Dios! -murmuró con voz lánguida-. No creo que pueda meterme debajo del escritorio con esta ropa, Billy.

Billy dejó los faxes encima de la carpeta y se puso a gatas para alcanzar las hojas caídas. Jacqui cogió los faxes, los hojeó y separó unas doce páginas.

Billy se incorporó y le entregó las hojas de la carpeta.

– Pat, tendrías que asegurarte de que friegan el suelo más a menudo. Está mugriento ahí debajo.