Volvió la cabeza hacia un lado, impacientada o avergonzada: nunca llegué a entender su manera de pensar.
– ¿Cómo fueron esas otras reuniones con Buffalo Bill? -pregunté-. ¿Confesó las prácticas sucias de su empresa?
– Abiertamente no. Pero bastó con bailarle un poco el agua para que hablara más de la cuenta. Diría que tiene una veta de paranoia, no tan acusada como para desvariar, pero el hecho de que vea el mundo como su enemigo significa que está siempre al ataque, lo cual me figuro que ha alimentado su éxito. Hubo muchos «humm, humm» sobre la necesidad de hacer cosas como amontonar basura en los aparcamientos de las tiendas más pequeñas para que los clientes estuvieran de acuerdo en que harían mejor comprando en By-Smart.
– Pues habrás conseguido una historia bastante buena -dije cortésmente.
Sonrió débilmente.
– Aunque no recuerdo el climax, no salió del todo mal. Salvo por el pobre Bron. La avidez le impidió darse cuenta de que había un cartucho de dinamita dentro de la zanahoria que le ponían delante de las narices.
– Avidez no es la palabra que yo hubiera usado -objeté-. Estaba desesperado por encontrar la manera de ayudar a su hija, de modo que haría la vista gorda a cualquier riesgo que pudiera correr.
– Tal vez, tal vez. -Palidecía de nuevo; reclinó la cama y cerró los ojos-. Perdona, estoy más perezosa que un gato, me duermo cada dos por tres.
– Te recobrarás enseguida cuando salgas de aquí -dije yo-. Dentro de nada estarás otra vez en Faluya o Kingali o donde diablos esté la próxima zona de guerra.
– Humm -murmuró.
De vuelta en mi coche, me costó lo mío hacer acopio de fuerzas para conducir. Gazmoña, me había llamado. ¿Lo sería de veras? Al lado de Marcena me sentía como un bicho grande y lento, quizás un rinoceronte, tratando de hacer una pirueta en torno a un galgo. Tuve el impulso de irme a casa y pasar el día en la cama viendo fútbol y sintiendo una profunda lástima por mí misma y mi apaleado cuerpo, pero cuando llegué a casa, el señor Contreras había liado el petate y estaba listo para ir a la fiesta de Max. Tenía preparada una gran fuente de horno con un magnífico budín de boniato; una receta de su difunta esposa. Había cepillado a los perros hasta dejarlos resplandecientes y les había atado lazos naranja en el cuello; Max había dicho que los perros podían ir siempre y cuando se comportaran y siempre y cuando yo reparase cualquier destrozo que Mitch hiciera en su jardín.
Al atardecer, después de haber comido como suele comerse en tales festividades, estaba en el jardín con los perros cuando Morrell salió cojeando y vino a mi encuentro. Comenzaba a no necesitar el bastón para trayectos cortos, un signo esperanzador.
Entre tantos invitados y el partido de fútbol que estuve viendo mientras Morrell hablaba de política con el padre de Marcena, lo cierto era que no habíamos pasado ni un momento juntos en todo el día. Ya había oscurecido, pero el jardín estaba protegido por una tapia bastante alta que mantenía a raya las peores rachas de viento procedentes del lago. Nos sentamos bajo un emparrado donde unas cuantas rosas tardías desprendían un leve perfume. Yo lanzaba un palo a los perros para evitar que Mitch se pusiera a escarbar.
– He tenido celos de Marcena.
Me quedé atónita al oírme decir eso.
– Cariño, no quiero parecer descortés, pero un tigre siberiano en el salón resultaría menos evidente que tú.
– ¡Corre tantos riesgos, ha hecho tantas cosas!
Morrell se quedó estupefacto.
– Victoria, si corrieras más riesgos, habrías muerto antes de que te conociera. ¿Qué es lo que quieres? ¿Saltar de un avión sin paracaídas? ¿Escalar el Everest sin oxígeno?
– Despreocupación -dije yo-. Hago cosas porque la gente me necesita o creo que me necesita; Billy, Mary Ann, los Dorrado. Marcena hace las cosas por puro espíritu de aventura. Es el espíritu lo que nos diferencia.
Me estrechó con más fuerza.
– Sí, ya veo a qué te refieres. Quizá dé la impresión de ser libre mientras que tú te sientes comprometida. No sé qué decir al respecto, pero a mí me gusta saber que cuento contigo.
– Pero es que estoy harta de que la gente cuente conmigo.
Le referí la imagen del rinoceronte y el galgo. Soltó una sonora carcajada y me cogió la mano.
– Vic, eres hermosa cuando te mueves, e incluso cuando estás en reposo y eso que no ocurre a menudo. Me encanta tu energía, el garbo que tienes al correr. Por Dios, deja de tener celos de Marcena. No puedo imaginarte ayudando a Bron Czernin a montar un dispositivo letal en el patio de su casa sin avisar a la policía porque no quieres que arruinen tu gran artículo. Y no es porque seas puñeteramente concienzuda, es porque usas la cabeza, ¿de acuerdo?
– De acuerdo -dije poco convencida pero dispuesta a cambiar de tema.
– Hablando de celos, ¿por qué la tiene tomada contigo Sandra Czernin? -preguntó Morrell.
Noté que me ponía colorada en el jardín a oscuras.
– Cuando íbamos al instituto colaboré en una broma muy cruel que le gastaron. Mi primo Boom-Boom la había invitado al baile de graduación. Mi madre acababa de morir, mi padre se aferraba a mí, no quería que saliera con chicos, y Boom-Boom dijo que podía ir al baile con él. Pero cuando descubrí que llevaría a Sandra y que yo sería como una rueda de recambio, la verdad es que perdí la cabeza. Ya nos las habíamos tenido unas cuantas veces, ella y yo, así que lo del baile me pareció una traición como la copa de un pino. Sandra se acostaba con cualquiera, todas las chicas lo sabíamos, pero yo me negaba a aceptar que Boom-Boom también lo hiciera. Ahí donde la ves, era muy guapa, como una especie de gatita persa, y supongo… bueno, qué más da. Resumiendo, yo estaba hecha una furia, y mi equipo de baloncesto y yo le robamos las bragas de la taquilla mientras estaba en la piscina; cuando había natación en el Bertha Palmer. La víspera del baile nos colamos en el gimnasio, trepamos a las cuerdas y colgamos sus bragas del techo, con una gran S roja pintada, junto a la sudadera de Boom-Boom. Cuando Boom-Boom se enteró de que había sido yo, pasó seis meses sin hablarme.
Morrell se desternillaba de risa.
– ¡No tiene gracia! -grité.
– Sí que la tiene, Warshawski, y mucha. Eres realmente implacable. Quizá no tengas un espíritu despreocupado pero, sea como sea tu espíritu, haces que la gente se mantenga alerta.
Supuse que lo decía a modo de cumplido, de modo que intenté tomármelo como tal. Estuvimos sentados en el jardín hasta que empecé a tiritar. Al cabo de un rato nos marchamos a su casa con los perros; un invitado que se dirigía hacia el Loop se ofreció a acompañar al señor Contreras. Pasamos en cama buena parte del fin de semana, dos cuerpos doloridos y frágiles, dándonos tanto consuelo mutuo como permite esta vida mortal.
El lunes recibí una llamada de Mildred, el factótum de la familia Bysen, diciéndome que habían extendido un cheque para Sandra Czernin y que un mensajero se lo estaba entregando en su domicilio.
– Quizá le interese saber que esta mañana, Rose Dorrado ha entrado a trabajar como supervisora en nuestra tienda de la calle Noventa y cinco. Y el señor Bysen se siente inclinado a hacer un gesto especial por el Instituto Bertha Palmer ya que fue allí donde cursó el bachillerato. Este verano va a construir un gimnasio nuevo y el próximo invierno contratará entrenadores para los equipos de baloncesto femenino y masculino. Esta tarde ofrecemos una rueda de prensa en el colegio para anunciar el proyecto. Estamos creando un nuevo programa para adolescentes llamado «Programa Promesa Bysen». Ayudará a los adolescentes a no perder el norte cristiano a través del deporte.
– Es una noticia maravillosa -dije-. Me consta que las prácticas cristianas del señor Bysen serán tenidas en muy alta estima en el South Side.
Comenzó a preguntarme qué quería decir con eso pero optó por cambiar de tema, limitándose a pedirme el número de fax para enviarme toda la información.