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Se sonrojó.

– Estoy en el coro y en el grupo de jóvenes de mi iglesia, nuestra iglesia, quiero decir, a la que siempre va mi familia, y a veces hacemos intercambios con iglesias de barrios deprimidos, nuestros coros cantan juntos y cosas por el estilo, y mi grupo de jóvenes eligió la parroquia de Mount Ararat de la calle Noventa y uno, y algunos chavales de esa iglesia van al Bertha Palmer. Hay dos chicas que juegan en el equipo de baloncesto: Josie Dorrado y Sancia Valdez. ¿Las conoce?

– Pues claro: sólo hay dieciséis chicas en el equipo, las conozco a todas. ¿Cómo es que trabajas en el almacén? ¿No tendrías que estar en la universidad o terminando el instituto?

– Quería dedicar un año a servicios sociales después de terminar el instituto, pero el abuelo me convenció de que pasara un año en el South Side. No es que esté enfermo ni muñéndose ni nada, pero quería que trabajara durante un año en la empresa mientras él aún estaba en activo, para contestar a mis preguntas. Entretanto puedo participar en obras sociales a través de la iglesia. Por eso me consta que tía Jacqui está siendo cínica. A veces lo es. Muchas veces, de hecho. En ocasiones pienso que sólo se casó con el tío Gary porque quería… -Se calló y se ruborizó-. Ya no sé lo que iba a decir. Está muy entregada a la empresa. La verdad es que al abuelo no le gusta que las mujeres de la familia trabajen en el almacén, ni siquiera mi hermana Candace, cuando ella dirigía… Pero, en fin, tía Jacqui está diplomada en diseño, me parece, o tejidos, o algo por el estilo, y convenció al abuelo de que se volvería loca si se quedaba en casa. Superamos a Wal-Mart en venta de toallas y sábanas cada trimestre desde que ella se encarga de comprar esas cosas, y hasta el abuelo está impresionado con lo eficaz que es.

Jacqui sólo se había casado con Gary porque quería una parte de la fortuna de los Bysen. Podía oír las acusaciones volando en torno a la mesa del comedor familiar: Buffalo Bill era un agarrado; tía Jacqui, una cazafortunas. Pero el Niño era idealista y muy trabajador. Mientras lo seguía por los pasillos hacia los muelles de carga, esperé que soltara más indiscreciones, como dónde o qué había dirigido Candace, pero lo único que me explicó fue el origen de su propio apodo. Su padre era el hijo mayor: William II.

– Es una especie de broma familiar, y no es que le entusiasme. Todo el mundo llama a papá «Joven Señor William», pese a que ya ha cumplido los cincuenta y dos. De ahí que a mí me llamaran Billy el Niño. Piensan que soy el revólver más rápido del Oeste o algo así, y me consta que eso es lo que Pat va a decirle a papá cuando se entere de que le he dicho a usted que venga, pero no se dé por vencida, señora War… shas… ky, creo que sería realmente fantástico ayudar a su equipo de baloncesto. Le prometo que hablaré del tema con el abuelo.

Capítulo 6

Cosas de chicas

Según lo que entendí, la pelea del lunes por la tarde comenzó por la religión y se extendió al sexo, aunque bien pudo ser al revés. Cuando llegué al gimnasio, Josie Dorrado y Sancia Valdez, la pívot, estaban sentadas en las gradas con sus Biblias. Los dos hijos de Sancia estaban en el banco junto a una niña de unos diez años, la hermana menor de Sancia, que ese día hacía de niñera. April Czernin se plantó delante de ellas, dando botes a la pelota que algún profesor de gimnasia se había olvidado en la cancha. April era católica, pero Josie era su mejor amiga; normalmente rondaba cerca de ella mientras Josie estudiaba la Biblia.

Celine Jackman entró un minuto después que yo y echó una mirada desdeñosa a sus compañeras de equipo.

– ¿Qué, las dos rezando para que nazca otro bebé en vuestras casas o qué?

– Al menos rezamos -dijo Sancia-. Toda esa paparruchada católica no salvará a ninguna de las que andáis con los Pentas. La verdad está en la Biblia. -Golpeó el libro con el puño para enfatizar sus palabras.

Celine se puso en jarras.

– Piensas que las chicas católicas como yo somos tan ignorantes que no sabemos nada de la Biblia porque vamos a misa, pero tú vas con April y la última vez que la vi estaba en la misma iglesia que yo, San Miguel y Todos los Ángeles.

April botó la pelota con fuerza y dijo a Celine que se callara.

Celine no se dejó intimidar.

– Las niñas como tú que leéis vuestras Biblias a diario sois las que distinguís el bien del mal, como tú con tus dos bebés. En cambio yo estoy condenada porque no sé nada de la Biblia, como si dice algo sobre el adulterio, por ejemplo.

– Está en los Diez Mandamientos -dijo Josie-. Y si no sabes eso, Celine, eres más tonta de lo que intentas parecer.

Celine apartó su larga trenza pelirroja del hombro.

– Eso lo aprendiste en el Mount Ararat de la Noventa y uno, ¿no, Josie? Tendrías que llevar a April contigo algún domingo.

Agarré a Celine por los hombros y la dirigí hacia el vestuario.

– Los ejercicios comienzan dentro de cuatro minutos. Ve a cambiarte ahora mismo. Sancia, Josie, April, callaos de una vez y poneos en movimiento.

Me aseguré de que Celine hubiese salido de la pista antes de ir al almacén en busca del resto de los balones. Cuando poco después inicié los ejercicios de calentamiento, sólo me faltaban cuatro jugadoras, señal de que empezábamos a conocernos: mi primer día, más de la mitad del equipo llegó tarde. Pero había impuesto la norma de que prolongarían los ejercicios tantos minutos como hubiesen llegado tarde, aunque el resto del equipo ya estuviera practicando con las pelotas. Así conseguí que casi todo el equipo llegara puntual.

– ¿Dónde está la inglesa que va a escribir sobre nosotras? -quiso saber Laetisha Vettel, dirigiéndose a sus compañeras mientras realizaban estiramientos.

– Pregúntaselo a April -respondió Celine con una risita burlona.

– Pregúntame a mí -me apresuré a intervenir, pero April, que estaba flexionando su pierna izquierda ya se había erguido de golpe.

– ¿Preguntarme el qué? -inquirió.

– Dónde está la inglesa -dijo Celine-. Y si no lo sabes, pregúntaselo a tu padre.

– Al menos tengo un padre al que recurrir -contraatacó April-. Pregúntale a tu madre si sabe quién es el tuyo.

Hice sonar el silbato.

– Sólo hay una pregunta que tenéis que contestar, chicas: ¿cuántas flexiones tendré que hacer si no cierro el pico ahora mismo y sigo con los estiramientos?

Mi tono fue lo bastante amenazador como para que ambas volvieran a concentrarse en sus ejercicios. Estaba cansada y no tenía ganas de encontrar maneras enfáticas de penetrar la psique adolescente. El trayecto desde South Chicago hasta la casa de Morrell en Evanston era de unos cuarenta y cinco kilómetros, una hora en las raras ocasiones en que los dioses del tráfico eran benévolos, hora y media cuando, como de costumbre, no lo eran. Mi oficina y mi apartamento quedaban más o menos a medio camino. Seguir al frente de mi agencia de investigación, salir a correr con los perros que compartía con mi vecino de abajo y sustituir provisionalmente a la entrenadora McFarlane me estaba pasando factura.

Lo había llevado bastante bien hasta la llegada de Marcena Love; hasta entonces, la casa de Morrell había sido un refugio donde relajarme al final de la jornada. A pesar de que aún estaba débil, era una presencia despierta y atenta que alimentaba mi vida. Ahora, en cambio, estaba tan sobresaltada por la presencia de Marcena en su casa que ir a verlo se había convertido en el último motivo de conflicto de la jornada.

En la casa de Morrell las puertas siempre estaban abiertas a todo el mundo. En cualquier momento, en su habitación de invitados podía haber de colegas periodistas a refugiados o artistas. Por lo general, me gusta conocer a sus amigos, me proporcionan una visión más amplia del mundo que normalmente se me escapa, pero el viernes anterior le había dicho sin rodeos que me costaba entenderme con Marcena Love.

– Sólo estará una o dos semanas más -dijo él-. Me consta que os caéis mal pero, en serio, Vic, no tienes por qué preocuparte. Estoy enamorado de ti. Pero Marcena y yo nos conocemos desde hace veinte años, lo hemos pasado muy mal más de una vez, y siempre que viene a la ciudad se hospeda en mi casa.